Un teatro cierra sus puertas porque se hunde; otro recibe un merecido premio por su centenario. Sin embargo, la radiografía profesional del sector ofrece unos datos más que preocupantes. Todo ello apenas pocos años después de que aquellas “quimeras” de supuesta grandeza que nos iban a convertir en el referente mundial de las bambalinas se desvanecieran hipotecando nuestro presente
Cuenta Thomas Bernhard en su breve narración Comedia -El imitador de voces- que cuatro actores cansados de lo que les ofrecían decidieron escribir su propia función. En ella, cada uno elaboraría su propio papel. El resultado no tuvo el éxito esperado. Ni por asomo. Pero al menos lo intentaron. Dar con el acierto en teatro y en cualquier parcela artística es un misterio, aunque nunca hay que rendirse. Menos frente al espectador por mucho que antes o después suceda entre bambalinas.
La eterna crisis del teatro de la que se habla desde la antigua Grecia nunca ha dejado de ser una realidad y, al mismo tiempo, ha supuesto un acicate y eterno intento de superación. Sólo hay que comprobar la gran cantidad de actores, actrices, bailarines/as… que cada año ofrecen las escuelas oficiales o privadas. Desistir hubiera supuesto siempre dar la razón al poder. Teatro es discurso y contrapoder cuando se sabe utilizar la palabra y se usa sin miedo.
Esta semana ha sido de teatro. Y no político o figurado, que también, sino real. El Teatro Olympia, paradigma de lo privado frente a lo público y con los medios ajustados, recibía merecidamente por su centenario una de las distinciones de la Generalitat el pasado 9 de Octubre, pero al mismo tiempo la Sala Escalante cerraba como teatro infantil debido a la preocupante situación de su estructura arquitectónica.
Sin embargo, la puntilla la daba el último estudio de AISGE, la sociedad de gestión de derechos de autor de directores de escena, dobladores, actores y bailarines españoles. Su último informe es demoledor y fácil de entender bajo el prisma de nuestra idiosincrasia.
Un resumen: el paro de los artistas valencianos alcanza el 58 %, diez puntos por encima de la media estatal; dos de cada tres artistas vive por debajo del umbral de la pobreza; el 65% no recibe prestación de ningún tipo mientras un 13% trabaja sin contrato y un 34 % cobra por debajo del salario del convenio. Eso es el teatro de hoy, la cruda realidad que no se imagina en el patio de butacas y desde el que se cree que la bohemia es un paraíso inimaginable, bondadoso y placentero.
A todo ello hay que añadir el 21% del IVA que ha descompuesto a las salas y la profesión hasta su extenuación, o la falta de total implicación del sector público en sus competencias. Por cierto, ¿nadie sabe nada o conoce de la Ley de Teatro que esta autonomía tiene en vigor y jamás se ha cumplido en ninguno de sus escuetos apartados? ¿Piensa alguien derogarla, ajustarla o cumplirla, si es que alguno/a conoce su existencia?
Todo esto merece más que una reflexión social y sobre todo política en torno al desencantado objetivo con el que se encuentra la profesión, pero al mismo tiempo inesperado acicate para seguir peleando.
Bien lo resumía un crítico teatral en la intimidad cuando afirmaba que, pese a las cifras, es imposible seguir día a día la gran cantidad de oferta que intenta abrirse hueco en este complejo mundo de las bambalinas donde un simple domicilio -que lo explique Gerardo Esteve, por ejemplo, que no sé si aún utiliza su propia casa para las representaciones de sus espectáculos- es suficiente para generar comunicación actor-público, que en el fondo es de lo que se trata. Pelear para sobrevivir.
No sé si serán realmente productivas las medidas anunciadas por el Consell en torno a las desgravaciones en espectáculos públicos. Sólo se conocen intenciones. Es un asunto extremadamente complicado que adormece al sector privado. De momento, quien mueve los hilos de la supervivencia.
Si graves son los datos y la propia realidad objetiva aunque sea en forma de estadística, más preocupante es haber conocido que mientras el derroche invocaba a la comisión y el despilfarro en proyectos inexistente e inexplicables como aquella Ciudad del Teatro que iban a construir Sagunt a golpe de nuestro talonario impositivo por capricho de unos gobernantes a los que el teatro se la bufaba en su hiperidílico escenario de la pasión irracional e ilusoria y el desenfreno teatral -así ha terminado todo- más es saber que la Sala Escalante, vivero real de nuevos públicos, echa el cierre temporal debido a su posible desplome.
Y es que durante muchos años nadie había pasado por el antiguo teatro donde cada año han circulado miles y miles de niños y adolescente para conocer su verdadera situación estructural o simplemente realizar una inspección. Hasta que alguien se dio cuenta. Imaginen el drama que podría haber supuesto un derrumbe en plena función. De qué estaríamos hablando. Esa es nuestra realidad. Construimos e idealizamos sobre el papel grandes espacios escénicos y gastamos y malgastamos en proyectos quiméricos e imposibles –el trencadís del Palau de les Arts sólo aguantó diez años y después de quince al Oceanogràfic le han de hacer obras de mejora- mientras descuidamos lo básico.
"Imaginen el drama que podría haber supuesto un derrumbe en plena función. De qué estaríamos hablando. Esa es nuestra realidad"
Fui en su día testigo y promotor de la reconversión de la Sala Escalante como Teatro de los Sueños, aquel que con espectáculos y grandes producciones, no en dinero sino en ilusiones, como Fantasía para un juguete roto, El carnaval de los animales, Tarzán o La comedia de las equivocaciones comenzaba a funcionar como proyecto pionero y ejemplo gracias a la iniciativa de la Diputación de Valencia y el espíritu aventurero e ilusionado de Casimiro Gandía, Alfredo Mayordomo y su modesto pero hiperactivo equipo de Teatres de la Diputación. Como también de aquellos que batallaron durante lustros por su estabilización e impidieron un cierre o reconversión. Hoy ese teatro por el que han pasado decenas de miles de niños, generaciones de padres e hijos y otras tantas de actores y actrices desde mediados de la década de los ochenta, ha cerrado sus puertas porque se hundía. Sí, se hunde.
Mientras las comisiones salían de campos de futbol de césped artificial y otros cambalaches, o los teatros se regalaban a los amigos, como sucedió en El Musical, nadie ponía un euro en actualizar nuestra pequeña bombonera infantil en la que soñar y generar nuevos espectadores era objetivo. Es la triste realidad. Más aún, cuentan, no existían arquitectos técnicos que supervisaran las infraestructuras de una corporación provincial que era vivero y hervidero de vividores de lo público.
Por suerte, o eso esperamos, unos acabarán en el trullo del esperpento y en las páginas de la indecencia mientras otros mantendrán nuestros sueños vivos gracias a un teatro que, por suerte y pese a todos los impedimentos posibles lanzados desde la bancada política por la incomodidad que suponen para ellos actores, actrices, teatreros y “gente de mal vivir”, siempre nos acompañará. Bien lo sabían los griegos y mejor que se lo pasaron. Por eso no les olvidamos y aún mantenemos vivo el arte de aplaudir.
PD. Ya que vamos de actores, actrices, cantantes…¡espectáculo!, no se pierdan el libro Grans intèrprets valencians de l’espectacle de Rafael Sena. En él reúne la biografía de 250 artistas valencianos de los siglos XIX y XX, muchos de ellos todavía en activo. Es un trabajo divertido y al mismo tiempo recopilatorio de nuestra historia reciente y tan frecuentemente fácil de olvidar. Desde cupletistas a cantantes de lírica, cantautores, músicos, bailarines, cómicos, ilusionistas, vedetes,…Hemos tenido primer nivel. Valencia fue cuna del teatro en sus tiempos de gozo y no sometida a unos caprichos y exigencias sociales y económicas que cambiaron nuestra realidad inmediata. Muchos, como ahora, tuvieron que salir para ser reconocidos o encontrar su oportunidad. La Historia es cíclica, como saben los economistas.
El trabajo lo ha editado Denes. El libro es memoria para conservar como recuerdo de aquel tiempo de fantasía, juego, evasión y realidad. Trabajos como éste ayudan a mantener en la memoria lo grandes que fuimos, como ahora, siendo pobres de economía pero ricos en actitud e interminables en imaginación aunque el teatro estuviera en esa crisis que gracias a la profesión es indestructible.