VALENCIA. Si ahora mismo me preguntan cuál es el título de una obra de arte que más me fascina es sin duda el larguísimo pero impagable: “El artista conmovido hasta la desesperación ante la grandeza de los restos antiguos”. Un título, indudablemente, pergeñado en la mente de un poeta. La maravillosa aguada monocroma obra de Johann Heinrich Füssli que explica por si misma todo el período neoclásico y prerromántico de la segunda mitad del siglo XVIII. Muy pocas obras con medios tan humildes en cuanto al formato han encerrado un mensaje tan profundo. La escena es muy sencilla: un personaje-el artista anónimo, que bien puede tratarse del alter ego del propio autor- vestido a la manera clásica, que se apoya, casi arropando, su brazo, con un gesto de estima y cercanía, en un enorme fragmento de mármol, que en su día formó parte de una colosal escultura del emperador Constantino (y que hoy día puede admirarse en los Museos Capitolinos).
El protagonista se lleva la otra mano al rostro en un gesto conmovedor y que el título nos aclara: se trata de un acto de desesperación ante la majestuosidad de la obra clásica. La teatralización de la imposibilidad de abarcar tanta magnificencia y por otro lado la impotencia por incapacidad de comprenderla. Es una derrota pesimista, por el carácter irrepetible de aquel inmenso esplendor. Füssli lo pintó tras su estancia en la ciudad, y los historiadores del arte lo han interpretado como un autorretrato lleno de simbolismo, en una sublime confrontación del artista con el pasado Clásico: la ruina como vestigio de un mundo de grandeza cultural.
Menos poético pero ilustrador es el célebre retrato de Goethe realizado por Tischbein en 1787, representado como viajero en la campiña romana. El escritor aparece en una pose reflexiva y solemne, lejos de la humildad del artista de Füssli, sobre el fondo de Appia antica, entre restos de esculturas y ruinas de acueductos. Un recuerdo del Grand Tour emprendido por Goethe, un rito irrenunciable e iniciático para toda una generación de amigos de lo antiguo y esencial en la educación de los jóvenes de familias pudientes.
Hablar del grabado en el siglo XVIII es hacerlo de Giambattista Piranesi (1720-1778). El genio del aguafuerte, fascinado por la ruina tal como puede apreciarse en su serie de vistas de la ciudad de Roma, para darles una mayor grandeza falseaba su escala en relación con los personajes, dotándolas de un halo de fantasía: los templos son devorados por la maleza, sus heridas restauradas con ladrillo, coliseos transformados en teatros, restos de fuentes monumentales, palacios arruinados y todo este escenario convertido en espacios ideales para las intrigas, confabulaciones de maleantes, charlatanes y buscavidas, cobijados a la sombra de las enormes moles clásicas de Roma. La ruina como como testigo mudo.
Las ruinas como tales, o la representación de estas en el arte nos provocan fascinación por ser vestigio y evocar algo imponente que ya no está. Es una suerte de traslación al momento pasado con más fuerza que si el edificio estuviera intacto. La ruina evoca y toda evocación tiene su parte poética, romántica y nos pone en estado de alerta nuestra capacidad de imaginar. La mirada se hace más activa porque participamos de una reconstrucción aunque no sea científica o fiel. Si observamos un lienzo de la muralla todavía existente junto a las Torres de Quart, nuestra ilusión no se resiste a continuar el trazado de esa mole o si lo hacemos con las torres todavía en pie de la muralla islámica, en pleno barrio del Carmen trazamos mentalmente una línea que las une. La ruina es un mal menor que también ayuda a concienciarnos sobre la insensibilidad reinante en otros tiempos (como cuando en 1810 se derriba el Palacio Real de Valencia), y a la vez nos acerca a aquellos que, en un momento de lucidez, coadyuvaron a salvar un vestigio de la completa desaparición.
Es lamentable que en más de una ocasión las ruinas hayan significado para una administración conformada por demasiados burócratas poco sensibles, legos en la materia, un estorbo, un mar de problemas más que un hallazgo del que felicitarse. Fueron un estorbo las del mencionado Palacio Real de Valencia que quizás nunca debieron ser cubiertas, pero el tráfico mandó. Son un estorbo las que se han preservado, en los jardines de Viveros porque su mantenimiento supone un coste más que una inversión, lo son las de la Almoina porque no se acaba de dar con la solución para su visualización. Hasta hace bien poco parece que lo eran las del antiguo hospital hasta que finalmente se ha hecho una más que digna labor de puesta en valor, con la reforma del jardín.
La ruina el mejor ejemplo del desprecio producido en su día, pero que ya no nos concierne en cuanto a sus causas, el abandono sí que nos implica. Incluso hay ruinas, que por si fuera poco, se hallan sometidas al abandono. La ruina no está pidiendo una reconstrucción completa que la desnaturalice (como la poco reflexionada restauración de del teatro romano de Sagunto que, como resultado, en buena parte nos privó de la contemplación de la ruina), sino la restauración con criterio, la preservación, la visualización y la explicación. Sobre el abandono hay que actuar para no permitir que se convierta en ruina: las alquerías históricas todavía en pie, el Casino del Americano, la fábrica de la Ceramo no son ruinas en el sentido que estamos hablando aquí, son edificios abandonados a su suerte, sobre los que hay que actuar para devolverles el esplendor arquitectónico.
A uno de ellos, la Casa de la Sirena, como si del premio de la lotería hablásemos, parece que le ha tocado el gordo, y se va a iniciar la rehabilitación del mismo para destinarlo a uso hostelero. Se trata de uno de los escasos ejemplos en el área metropolitana de palacio rural renacentista que cumplía la función de alquería y de villa de recreo señorial. El conjunto, casa principal y anejos, posee un extraordinario valor, tanto morfológicamente y espacialmente, como por constituir uno de los pocos ejemplos de arquitectura palaciega del siglo XVI en este medio rural.
Las antigüedades llamadas “del gran tour” fueron creadas a finales del siglo XVIII y primera mitad del XIX con la finalidad de evocar a modo de souvenirs aquel movimiento admirativo por la antigüedad clásica y poderlas transportar, los viajeros, de retorno a sus lugares de origen. Los anticuarios en ocasiones tenemos que conformarnos con las ruinas en forma de columnas de madera tallada que formaron parte de un altar, o con las ménsulas doradas de un retablo. Un bronce que quizás fuera el remate de un importante mueble ya desaparecido o la tabla pintada que era una de tantas de la predela un gran conjunto. Posiblemente el panel de cerámica devocional es lo único que queda de toda una edificación y que alguien salvó antes del derrumbe. No son ruinas en el sentido que hemos hablado al inicio de este artículo, pero el fragmento rescatado que todavía tiene el valor de lo auténtico, aun incompleto, es símbolo de la supervivencia y del rescate llevado a cabo inicialmente por alguien ignoto y que se ha venido transmitiendo a través de las generaciones.