GRAFITI Y ARTE CONTEMPORÁNEO

Felipe Pantone: "Aprendí de Carlos Cruz-Diez que un artista no deja de serlo si su equipo acaba sus piezas"

Encontró su estilo en el grafiti, buscando soluciones creativas imposibles de ignorar entre el caos de estímulos que acosan nuestra mirada cuando nos caminamos por la jungla urbana. Bombardeaba las calles con su firma -PANT1-, de la que fue desprendiéndose en un proceso de depuración progresiva que le abocó primero hacia el arte urbano abstracto y finalmente al arte contemporáneo. Esta es la historia de un artista de 33 años que piensa y actúa a lo grande, y no siente remordimientos por ello

21/02/2019 - 

VALÈNCIA. Toparse con una pieza de Pantone al doblar la esquina es como si te dispararán un cañón de confeti en la cara. Su obra es rotunda, inmediata y está perfectamente incardinada en su tiempo, al evocar y reexaminar la experiencia digital -pixels, gradientes de colores, códigos QR- con soportes y materiales tangibles como la pintura o el aluminio. Es el discurso de un artista que nació en el mundo analógico y se ha hecho adulto en un entorno cada vez más virtual.

Como muralista, Pantone ha estampado su obra -futurista, tecnológica, vibrante- en Singapur, Indonesia, México, Moscú, Palestina, Haití… probablemente más países de los que alcanza a recordar. Como artista plástico, se le han dedicado exposiciones individuales en museos y galerías de las capitales mundiales del arte: París, Londres, Bélgica, Miami, Nueva York, Shanghai. Sus clientes proceden en su inmensa mayoría de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, pero su centro de investigación y producción está en València. Esta entrevista comienza en su estudio-casa del barrio de Ruzafa, continúa a bordo de un Tesla que se desliza con la suavidad y el sigilo de una serpiente, y culmina en una nave industrial de Massanassa, presidida por tres gigantescas máquinas donde se cortan e imprimen las piezas de gran formato que se envían constantemente en avión a otras partes del mundo. Siempre trabaja en múltiples proyectos a la vez: exposiciones, proyectos públicos, colaboraciones con marcas o piezas de Configurable Art, su última ocurrencia. Para cumplir todos estos compromisos, cuenta con un equipo de ocho personas integrado por un jefe de producción, dos ingenieros y varios asistentes de pintura.

A Felipe Pantone las inquietudes artísticas no le vienen de cuna. Hijo de dos trabajadores argentinos que llegaron a España para montar un bar y emprender una nueva vida, reconoce que nunca había visitado un museo ni una galería hasta que ingresó en la Facultad de Bellas Artes de València. En su caso, el punto de partida fue el grafiti.

-A los doce años cogiste por primera vez un bote de spray. 
-Sí, pero nunca lo concebí como arte. Para mí era básicamente un juego que consiste en poner tu nombre en cuantos más sitios mejor; cuanto más grande mejor y con cuanto más estilo mejor. Necesitaba que mis piezas se vieran más que las del que pintaba al lado mío, incluso más que los anuncios de la calle. Así que incrementé el contraste; empecé a utilizar más blancos y negros y colores más potentes. El grafiti es la quintaesencia de la vanguardia porque es una respuesta a lo que pasa en la calle. Me gusta recordar esa frase de Joan Fontcuberta que dice que vivimos en tiempos en los que se producen más imágenes de las que podemos consumir.

-El grafiti te llevó a recorrer todo el mundo mucho antes de convertirte en un artista plástico de renombre.
-Sí, primero me invitaban a los festivales de grafiti; después, cuando empecé a hacer murales abstractos, me llamaban desde festivales de arte urbano de todo el mundo. Viví cuatro o cinco años como un dj, empalmando ciudades sin pasar por casa en meses. Esa época fue una locura, acabé harto. Ahora pinto cada vez menos murales, intento viajar menos y ya no lo hago nunca solo. Me apetece más centrarme en los procesos de investigación que hacemos desde València. Me divierte mucho. 

-Dices que nunca tuviste pretensión artística, pero te matriculaste en Bellas Artes.
-Mi padre es herrero y mi madre ha tenido dos mil trabajos a lo largo de su vida. Así que insistían mucho en que estudiase una carrera. Al final decidí meterme en Bellas Artes, aunque la verdad es que no sé para qué lo hice. Me pareció una pérdida de tiempo.

-¿Qué es lo que falla en la carrera?
-Bueno, no quiero exagerar. De todo se aprenden cosas útiles, pero pasé esos años con una sensación constante de pérdida de tiempo. La Facultad consistía en estar todo el día echando la tarde; mientras te presentases a las clases ya te aprobaban y sentía que muchos profesores no estaban nada implicados. Te enseñaban técnicas, pero no procesos creativos, lo que me parece absurdo, porque hoy en día cualquier técnica puedes aprenderla buscando en Youtube. Eso sí, la asignatura de Historia del Arte con el profesor Vicente Ponce me iluminó. Eso, y mi experiencia de Erasmus en Leeds (Inglaterra). Recuerdo cómo flipé cuando, en mi primera reunión con mi tutor en esa universidad, me preguntó qué es lo que hacía yo como artista ¡Me sorprendió muchísimo la pregunta! Durante cuatro años estudiando en València, jamás se interesó un profesor por mis verdaderas inquietudes artísticas. El profesor de Leeds me escuchó, me recomendó lecturas súper interesantes y me dijo que ni pasara por clase; que fuera a verle cada semana para enseñarle lo que había hecho por la calle. No quiero tirar por tierra toda la universidad española; creo que hay gente que lo hace bien, y que todavía hay esperanza, pero hay muchas cosas que mejorar. Mi mayor reto es quitarme el yugo de esa tradición académica de pintor caballete.

-¿Continúas saliendo a pintar en modo clandestino?
-Pinto poquísimo ya, pero lo hago cuando encuentro tiempo. Justamente el otro día en Bruselas inauguramos una exposición, y por la noche salimos a pintar dos trenes. Estábamos a dos grados bajo cero; se me congelaron las manos, me embarré hasta los tobillos… fue genial.

-¿Temes que te pase alguna vez lo mismo que a Banksy? Es decir, que algún espabilado recorte piezas tuyas de la calle para sacar dinero en el mercado.
-Es difícil porque ahora prácticamente solo pinto edificios enteros. Pero de todos modos me trae sin cuidado, la verdad. Pintaría otras y ya está. No sé si es por la generación en la que he nacido o por el hecho de haberme movido tanto en el mundo del grafiti, pero no tengo ningún apego. Estoy acostumbrado a la idea del arte inmediato, de usar y tirar, efímero; arte que a nadie le importa. En el grafiti igual pintas un tren y no lo llega a ver nadie porque lo repintan enseguida antes de que salga de la cochera.

-Imagino que más de una vez se te habrá pasado por la cabeza trasladar tu taller a otro país como Estados Unidos, donde se concentra la mayor parte de tus clientes. ¿Por qué has decidido quedarte en València?
-Estuve viviendo en Nueva York unos meses. Trabajaba a distancia con mi equipo, que seguía en València. Al final decidí volver por motivos personales y porque tener esta estructura en Nueva York sería carísimo. Me di cuenta de que no valía la pena.

-Trabajas habitualmente con marcas (Facebook, Nike, Red Bull…) ¿Cuál es tu línea roja?
-Es un tema peliagudo. Por suerte me llegan muchas ofertas, y las que nos parecen interesantes las hacemos. Pero el 97% de los proyectos los rechazamos. Por ejemplo, nos llegó una de McDonalds hace poco y ni escuchamos cuánto dinero ofrecían. La idea es asociarse con marcas que nos gustan de por sí. Creo que ni a las marcas ni a mí nos funciona trabajar juntos si no hay una afinidad. También es cierto que la ampliación del estudio, que ha exigido comprar máquinas muy caras, ha sido posible en gran medida gracias al dinero que llegaba de proyectos más comerciales. Nuestra investigación con materiales ha exigido importantes inversiones en tecnología. En cualquier caso, no solo puedes guiarte por el dinero; a la larga no es nada bueno. 

-Una de tus últimas invenciones es el proyecto Configurable Art. Habéis creado un software con módulos que permiten a cualquier persona confeccionar virtualmente su propia “pieza Pantone”. Vosotros la construís en el taller y la enviáis en varias piezas, con anclajes e instrucciones para montarla en casa como un mueble de Ikea ¿Qué lugar ocupan en el mercado estas piezas, que son tuyas, pero al mismo tiempo no del todo?
-Es una buena pregunta, pero la verdad es que lo que ocurra en el mercado secundario (eBay, casas de subastas, etcétera) no me preocupa mucho. A mis galeristas no les hizo mucha gracia al principio, pero lo he hecho porque creo que no compite realmente, y a mí me gusta mucho la idea de romper con los estrictos esquemas de ediciones de obra múltiple que llevan funcionando toda la vida. Aquí el espectador interviene directamente en la creación de la obra, que tiene algo de mí obviamente pero no es lo mismo que una pieza original. Llevan un código QR, pero no mi firma, y no están pintados a mano. Los módulos que están en la web se renuevan cada seis meses, y tenemos artistas invitados también.

-Comenzaste tu trayectoria plástica trabajando con lienzo, después con madera y ahora estás a tope con el aluminio y las tintas UV ¿Qué te proporciona este material? 
-El aluminio es el soporte que mejor expresa la nitidez que requiere mi discurso. Es como la carrocería de un coche: lo más lisa posible. Como dice Carlos Cruz-Diez, “cuantos menos defectos, más efectos”.

-Siempre has hablado del artista venezolano Cruz-Diez como tu principal maestro ¿Cuál es tu relación con él? 
-Cuando descubrí su obra me volví loco. Su trabajo se sustenta en una exploración súper profunda del color. Así que un día le dediqué un grafiti en València en el que aplicaba algunas de sus invenciones. Lo subí a las redes sociales, y de pronto me llegó un mensaje de alguien que no conocía. Era un amigo de Cruz-Diez que estaba con él tomando una cerveza cuando vio la pieza. Días más tarde, el propio Carlos me mandó el mail más bonito que he recibido en mi vida. Decía, con muchas exclamaciones: “¡¡¡Bravo, mi querido artista, que buenas variantes has encontrado en mi obra!!!”.

-¿Como para llorar de emoción, no?
-Hombre, es un tipo al que yo conocía por libros. Un maestro que por aquel entonces tenía 90 años. Dos o tres años después me invitó a hacer una residencia en su estudio de Panamá, donde trabajan 60 personas. Me pasé un mes trabajando con él todos los días. Ese viaje lo cambió todo para mí.

-¿Qué aprendiste?
-Sobre todo vi cómo funciona un artista que trabaja en equipo; descubrí la importancia de delegar. Yo hasta entonces trabajaba solo. Pero me di cuenta de que, igual que un arquitecto no pone todos los ladrillos de un edificio, un artista no deja de serlo por el hecho de contar con un equipo que acaba sus piezas. De hecho, he comprobado que al utilizar ayuda los cuadros salen mejor, porque no tengo que estar en todas las etapas del proceso, desde montar el bastidor hasta hacer la caja para enviar la obra, que es lo que hacía antes. Trabajar en equipo me permite concentrarme en la investigación del proceso creativo. Desde entonces me ha ido mucho mejor. Ahora tengo a una persona que se dedica a pintar con cuidado un píxel rojo con pincel, y sale perfecto. Otro barniza un cuadro, y sale perfecto porque ésa es a lo mejor su tarea del día.

-Tu estilo artístico es un reflejo muy elocuente de ese punto de inflexión entre el mundo analógico y digital que nosotros hemos llegado a conocer. Pero ¿querrás prolongar ese discurso cuando la colisión entre ambos mundos ya esté superada?
-Espero que sea así, porque el estancamiento no tiene nada que ver conmigo. Estoy siempre atento y dispuesto a mutar. Mis galeristas me dicen que debería seguir haciendo esto hasta el día en que me muera, porque venderían cuadros a tope. Pero yo no sería feliz. No tengo la meta de hacer la obra perfecta y quedarme ahí. Espero cambiar mucho de aquí a unos años.

-De hecho, probablemente lo que peor que le puede pasar a un artista es hacer una obra perfecta. ¿Qué sentido tendría seguir?
-Claro, menudo coñazo. Lo importante es el camino ¿Por qué el cuadrado blanco de Malévich, que ahora parece una tontería, tuvo tanto sentido en su momento? Porque la vanguardia de hoy no se puede entender si no hubiera existido ese cuadro.

-Eres el primer artista plástico del mundo que tiene su propio filtro en Instagram ¿Cómo funciona esto?
-Es algo brutal con lo que estoy flipado ahora mismo. Es un tipo de aplicación que está en Beta todavía. Se hace con un programa de realidad aumentada que se llama Spark AR y se lo puede bajar cualquiera. Para hacer tu propio filtro solo necesitas saber un poco de 3D y de código. Lo que pasa es que para utilizarlo en Instagram te lo tienen que aceptar, y solo lo hemos conseguido 300 personas en el mundo. Ahora me paso el día viendo fotos y vídeos que me llegan constantemente de gente de todo el mundo que se pone mis filtros en la cara (ríe).

-Hablemos de València para terminar… ¿Sigue tan activa la escena de arte urbano local como hace cinco o seis años?
-Creo que lo que pasó en València se debe a que ha habido bastante tolerancia para pintar en la calle. Eso repercute en que tu barrio está lleno de firmas y en que aparecen muchos artistas locales que tienen la oportunidad de experimentar. Y los artistas de fuera venían también atraídos por esa tolerancia. Reconozco que ahora no estoy muy al día, pero me da la impresión de que no viene tanta gente como antes. Es lógico porque, para empezar, en esta ciudad nunca ha habido una propuesta seria de hacer murales con apoyo y de forma mediadamente organizada. El último mural que hice en València fue para Incubarte, y si te enseño el andamio que me pusieron para pintar a una altura de cuatro pisos, te asustarías. Lo pinté porque le eché cojones, y porque el muro estaba enfrente de mi casa y quería pintarlo a toda costa. Pero fue una locura, por no hablar de que la pintura la puse yo y además no me pagaron. Pedí una grúa, que es como se hacen estas cosas en todo el mundo, pero cuando llegué había un andamio -un tipo de andamio ilegal en España, para empezar-, enganchado con alambres. Me dijeron que esto es lo que había. Lo que hice fue cambiar el diseño. En lugar de pintar el edificio entero, hice un diseño con forma de rayo, para estar allá arriba el mínimo tiempo posible. Para matarse.