VALÈNCIA. Un hombre y una mujer se conocen a través de una app de citas que conecta a gente apasionada por la comida. Tú lees esta premisa y piensas: gente pija, postureo, pedantería y frivolidad. Y aciertas, porque de todo esto hay en Foodie Love. Lo bueno es que hay bastante más. Entre otras cosas que ahora veremos, un retrato bastante afinado de las relaciones amorosas en nuestro confuso presente y un planteamiento estético poco habitual en el mundo de las series.
Foodie Love es obra de Isabel Coixet, quien la ha escrito, dirigido y producido. Es, sin duda, una serie autoral. Aunque le habían ofrecido dirigir capítulos de series como Homeland, entre otras, la directora nunca aceptó porque, cuando hiciera una serie, quería que fuera completamente suya. Y ha cumplido su palabra. Para quien conozca su obra, esto es Coixet en estado puro, con todo lo bueno y lo malo de una cineasta con un mundo propio muy reconocible, que es objeto tanto de amor como de odio. Tal vez por eso el resultado es no solo lo más personal que ha hecho en los últimos años, sino lo mejor, ya que difícilmente podemos calificar así films como Elisa y Marcela (2019) o La librería (2017), que, por mucho que se diga y muchos premios que tenga, no deja de ser un película de forma y fondo convencionales, solo un punto o dos por encima de los telefilms de sobremesa.
Sin embargo, la serie de HBO nos devuelve a la creadora original y estimulante que conocimos en sus primeras películas, las que le granjearon un público fiel y un estilo personal e intransferible, y también buenas dosis de rechazo. Supongo que es predicar en el desierto en estos tiempos de pensamiento binario de sí o no, o de no pensamiento y solo megusta/nomegusta, pero sería bueno olvidar prejuicios por un lado y adhesiones inquebrantables por otro. Foodie Love va a ser presa de ambos por estar firmada por quien lo está. Las orejeras de un tipo u otro van a impedir a mucha gente descubrirla, disfrutarla o, simplemente, verla de verdad.
Así pues, dejemos a la autora y centrémonos en la serie. Foodie Love es chispeante, atrevida, sensual, cosmopolita y menos frívola de lo que aparenta. Cada capítulo gira en torno a un tipo de comida, desde la japonesa hasta la pizza, pasando por la tortilla, las tapas de autor o los cócteles, mientras los protagonistas van estableciendo su complicada relación. Básicamente se dedican a hablar y a comer, mientras sus conversaciones y comportamiento reflejan las dudas ante una persona desconocida y la posibilidad de una nueva intimidad. Ahí están los vaivenes de la autoestima; el miedo a amar y a ser amados; la mochila que todos llevamos a la espalda; la compleja vivencia de una soledad entre buscada e impuesta; los meandros de la atracción sexual, no siempre comprensibles o satisfactorios; el temor al dolor, o la constante fricción entre el deseo de libertad y el miedo a ella. Son temas que la serie comparte con un buen puñado de ficciones como Girls (tal vez con la que más punto en contacto tiene, sin su mal rollo, claro), Fleabag, Master of None, Easy, Dates y su versión catalana Cites o Vida perfecta, por citar algunas.
Pero, además de la que hay entre los protagonistas, hay otra relación fundamental en la serie, y es la que ambos establecen con la comida y ésta con nosotros, los espectadores. En la vida real, la comida no es solo comida, lo sabemos bien, y la serie exprime hasta el final esta certeza, por lo que asume varias funciones en el relato. Naturalmente la comida es una fuente de placer, para los personajes y para quienes miramos, y también fuente de conocimiento, tanto del mundo como de nuestro interior. Por supuesto, es metáfora de los sentimientos y la evolución de los personajes, además de un vehículo que les permite expresar cosas que no se dicen pero se sienten. Es juego y diversión. Y también es un fin en sí misma, una protagonista para ser fotografiada y sentida, para establecer sinestesias a veces inesperadas y para reivindicar la sensualidad y el hedonismo. La serie da hambre, claro que sí, y unas ganas locas de ir a probar platos y bebidas por el mundo.
Gran parte de la eficacia de la serie está en sus intérpretes. Laia Costa y Guillermo Pfening derrochan encanto y química entre ellos y hacen creíbles unos personajes que juegan en el abismo del cliché y con los que es fácil tener prejuicios. En ambos prima la naturalidad y desparece toda afectación e histrionismo. Ofrecen interpretaciones veraces y emocionantes, sin las que difícilmente funcionaría un relato tan en el límite de lo verosímil. Junto a ellos van apareciendo personajes, o quizá solo presencias, que van punteando su relación y ensanchan, como ecos o digresiones, lo que les sucede a los protagonistas, tanto si interactúan con ellos como si no lo hacen. Es el caso de las apariciones de Yolanda Ramos o Agnés Jaoui, que introducen capas al discurso sobre el dolor, la soledad o el paso del tiempo.
Comentábamos al inicio que la serie presenta una estética distinta, poco convencional. La libertad creadora de Isabel Coixet se deja sentir mucho en este aspecto y recuerda a sus primeras películas. Cada capítulo tiene su propio tono y color y en la serie conviven diferentes texturas de imagen, cambios de formato, ensoñaciones, soliloquios, etc. Se podría haber ahorrado los bocadillos de cómic, que no hacen ninguna falta y resultan más bien torpes y ramplones en una puesta en escena elegante y sugestiva, que consigue una dimensión sensorial. La excelente banda sonora ayuda muchísimo.
Llegados aquí ya habrán entendido que los protagonistas tienen pocos problemas económicos y viven, a veces, en una burbuja social. Problemas del Primer Mundo. Pero no pasa nada, es la premisa de la serie, como de tantas otras, y así hay que entenderla. No hay que pedirle nunca a un relato lo que no pretende ser. Aunque, en honor a la verdad, hay que decir que se introduce alguna pincelada social y se agradece, como la historia del repartidor de Glovo, que viene a recordarnos la precariedad que sustenta a toda una industria y a un modo de vivir.
Foodie Love ofrece un mundo muy concreto. Uno hecho de emociones a flor de piel, de conversaciones larguísimas a veces irritantes, de gente guapa y culta, de restaurantes caros y personajes que critican el postureo aunque lo ejercen, como la propia serie. Si no se entra en su propuesta, si no hay feeling desde el principio, no hay posibilidad de medias tintas, es lo que es. Y es una reivindicación de la sensualidad, de la alegría de vivir y el placer de estar vivos, de las segundas y terceras y cuartas oportunidades, de no perder nunca la curiosidad por el mundo que nos rodea y de disfrutar de lo que ofrece, de saber que el dolor existe pero también el amor y la felicidad. De arrinconar el miedo a vivir y de compartir: una conversación, sexo, deseos, lecturas, tristeza, películas, belleza, angustia, dudas o comida.
No pasan ni diez minutos y es lo primero que se escucha. En Alemania los procesos legales se hacen mejor que en el resto de Europa. O si un pederasta quiere pasar desapercibido tendría que irse a Portugal en lugar de Alemania o Inglaterra. Todo para armar un documental de tres partes que más que contestar a la pregunta de quién mató a Madeleine McCann traza el perfil de uno de los sospechosos, un posible psicópata
Décadas antes de Stranger Things, Richard Ayoade, el mítico Maurice de The IT Crowd (Los informáticos) creo una de las mejores series de humor inglés de la historia. En ella pretendía burlarse y parodiar todos los clichés de la televisión de los años 70 y 80. Era una serie de hospitales, pero los médicos resolvían misterios paranormales como se liaban a tiros con recortadas o hacían artes marciales. Mientras, se abrían las puertas del infierno y ojos con patas querían sodomizar a los pacientes. Y todo contado como telenovela melodramática