HISTORIAS DE CINE

Frankenstein, el sueño de una noche de verano que no muere

Una nueva película protagonizada por Daniel Radcliffe y James McAvoy regresa al mito de Mary Shelley, dos siglos después de su creación 

15/04/2016 - 

VALENCIA. Este viernes los cines españoles acogen el estreno de una nueva película basada en Frankenstein o el moderno Prometeo, el clásico escrito por Mary Shelley. Víctor Frankenstein (2015, Paul McGuigan) está protagonizada por Daniel Radcliffe y James McAvoy, y llega dos siglos después de que la historia se le ocurriese a su autora tras una velada literaria con Lord Byron y su futuro marido Percy Bysshe Shelley, entonces amante. Y es que, cosas del destino, este verano se cumplen doscientos años exactos de aquella noche en Villa Diodati, a orillas del lago Lemán, que lo inició todo. Fue el 16 de junio de 1816, en una mansión alquilada por Byron, cuando aquel grupo de extranjeros, la mayoría de ellos jóvenes, guapos, todos refinados y cultivados, aceptaron el reto que les lanzó el poeta: Escribir una historia que inspirase miedo. 

La casualidad había hecho que coincidieran aquel verano en ese lado del lago el gran poeta Percy Bysshe Shelley, su novia Mary y una hermana de padre de ésta, Claire Clairmont. Junto a ellos John William Polidori, médico de Byron y aprendiz de escritor, además de algún invitado ocasional como Matthew Lewis, autor de El monje, quien les visitaría más avanzado el estío. Como anfitrión, Byron propuso que cada uno escribiera un relato de fantasmas. Así, él trazó los primeros esbozos de la inconclusa El entierro; Shelley comenzó un relato que no terminó; Polidori escribió algo, pero tampoco pudo acabarlo, aunque con el tiempo redactaría El vampiro, inspirado en El entierro de Byron antes mentado; y por último, Mary Shelley tuvo un sueño muy agitado en el que vio las imágenes que le harían escribir Frankenstein.

Aquella noche mítica ha sido reflejada como tal por el cine. Se alude a ella al principio de La novia de Frankenstein (James Whale, 1935) y también en Gothic (1986), una película de Ken Russell tan pasada de vueltas como suele ser habitual en este cineasta. Con todo, el retrato más famoso por nuestros lares de aquellas jornadas es Remando al viento de Gonzalo Suárez, que se estrenó en 1988 y por la que el cineasta y escritor asturiano logró el Goya a mejor director. Con un reparto encabezado por un jovencísimo Hugh Grant como Lord Byron y producida por Andrés Vicente Gómez, la película se rodó en inglés e hizo de Suárez una de las voces más internacionales del cine español.

Remando al viento reflejaba de forma indirecta las especiales condiciones que se dieron en el llamado año sin verano, fundamentales para entender la literatura gótica. La violenta erupción del volcán Tambora, sito en las Indias Orientales Neerlandesas (hoy Indonesia), la más grande conocida en 750 años, provocó grandes anomalías climáticas en todo el mundo. El mal tiempo confinó a Byron, Polidori y los Shelley en la mansión, sin apenas poder salir al exterior. Así lo relataba la propia Mary Shelley en el prólogo de Frankenstein o el moderno Prometeo. “La temporada era fría y lluviosa, y por las noches nos agrupábamos en torno a la chimenea. Ocasionalmente nos divertíamos con historias alemanas de fantasmas, que casualmente caían en nuestras manos. Aquellas narraciones despertaron en nosotros un deseo juguetón de emularlos”.

El mito literario de Frankenstein es uno de los más empleados en cine. Desde la adaptación que realizó la Universal en 1931 hasta la actualidad, ha estado presente en numerosos filmes que, cada uno a su manera, han intentado transmitir las constantes que alimentan al libro. En primer lugar, el cliché del científico loco, capaz de todo por hacer progresar a la ciencia (“cuanto más me adentraba en la ciencia más se convertía en un fin en sí misma”). En segundo lugar, el dolor del monstruo (“Yo, el infeliz, el proscrito, soy el aborto, creado para que lo pateen, lo golpeen”), su soledad y su ansia de amor (“Mis vicios son los vástagos de una soledad impuesta y que aborrezco; y mis virtudes surgirían necesariamente cuando viviera en armonía con un semejante”). Y también el miedo a lo desconocido, así como los límites de la ambición (“preferiría la muerte a regresar, cubierto de vergüenza, sin haber podido alcanzar mis objetivos”, se lamenta el narrador de la historia, un explorador ártico), las posibilidades y desventajas que aporta el saber a la humanidad… Normalmente los escritores primerizos intentan ponerlo todo en su primera novela. Muy pocos lo logran. Se puede decir que Mary Shelley es una de ellos. 

En la iconografía que ha rodeado al monstruo de Frankenstein, quizás sea la película de Universal la que más huella ha dejado. Dirigida por James Whale, era una adaptación de la obra de teatro de Peggy Webling basada en la novela de Shelley. Protagonizada por Boris Karloff como el monstruo y Colin Clive como Víctor Frankenstein, fue tal su éxito que tras su estreno se realizó una secuela titulada La novia de Frankenstein (1935), dirigida por el propio Whale. La apariencia de Karloff, diseñada al alimón por el director y el maquillador Jack Pierce, ha sido portada de discos, pósters, inspirado cuadros… La idea del rayo de una tormenta como dador de vida también surge de este largometraje, así como el encuentro con la niña en el lago, la muerte en el molino… Mina de pasatiempos, en 1991, fue seleccionada por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos para ser preservada en el Registro Nacional de Filmes y tiene tal fuerza que ha inspirado a su vez películas como El espíritu de la colmena (1973, Víctor Erice), el clásico del cine español en el que la proyección del film de la Universal alteraba la vida de un pequeño pueblo castellano en la posguerra, o Dioses y monstruos (1998, Bill Condon), que relata los últimos días de Whale. 

Con ser la más celebrada, la versión de Frankenstein de la Universal no fue la primera, sino la cuarta adaptación al cine de la obra de Shelley. La primera fue obra de J. Searle Dawley en 1910 y estuvo producida por Thomas Alva Edison. Híbrido entre teatro y cine, se la considera también el primer film de terror de la historia. Las versiones sobre el mito se sucedieron tras el éxito de la Universal e incluyeron hasta una célebre parodia de Abbot & Costello, titulada en nuestro país Abbot y Costello contra los fantasmas (1948). Las adaptaciones realizadas por la productora británica Hammer, y en especial la primera de todas, La maldición de Frankenstein (1957) obra de Terence Fisher, con Christopher Lee como monstruo y Peter Cushing como doctor, aportaron una nueva relectura. Pero su éxito no logró cambiar el paradigma instalado por la versión de la Universal. 

No sería hasta principios de los setenta que se produce un cambio significativo en el tratamiento del personaje, y es de la mano de la parodia de Mel Brooks El jovencito Frankenstein (1974). Tal y como explicaba Ana González-Rivas Fernández de la Universidad Complutense de Madrid en su texto sobre las versiones cinematográficas del personaje, en ello influyó el cambio de paradigma de la propia sociedad. “Los miedos que en un principio estaban representados por la criatura han perdido vigencia, y han surgido nuevas inquietudes; paralelamente, el escepticismo postmoderno funciona en parte como anestésico, sembrando en el público cierta indiferencia hacia los monstruos ya conocidos. Es en este contexto moderno donde se reformula la relación con el monstruo de Frankenstein, con el que la sociedad parece haberse reconciliado”. El éxito de la película de Brooks fue tal que estuvo nominada a dos Oscars, incluyendo el guión adaptado escrito por el director y el protagonista de la película, Gene Wilder.

Habitual ya en toda clase de productos cinematográficos, el monstruo de Frankenstein y la obra que lo creó siguieron siendo objeto de inspiración para diversas obras, incluidas las que, como la antes mentada de Gonzalo Suárez, iban a la raíz de la creación. No sería hasta 1994 que finalmente llegó la más fidedigna al libro, obra del británico Kenneth Branagh. La nueva adaptación remarcaba esta lealtad a la letra escrita ya desde el título que era bien explícito: Frankenstein, de Mary Shelley. Con guión de Frank Darabont (Cadena perpetua) y un reparto que incluía a estrellas de la talla del propio Branagh, Robert de Niro como el monstruo, Helena Bonham Carter o el oscarizado Tom Hulce, la película recaudó más de 112 millones de dólares de la época en todo el mundo pero su elevado coste, 45 millones, la convirtió en casi ruinosa. Logró tan solo una nominación al Óscar y fue objeto de muchos chistes a causa de la omnipresencia egocéntrica de Branagh. Pero pese a su fracaso inauguró un tipo de filme más barroco que a partir de entonces acercarían el imaginario de Shelley a las nuevas generaciones con otro estilo. 

La influencia de Branagh se puede ver nítidamente en algunas de las revisiones contemporáneas del libro. Ése es el caso de la aparatosa, absurda y fallida Yo, Frankenstein (2014), una fantasía demencial de corte futurista dirigida por Stuart Beattie, con un imposible Aaron Eckhart como monstruo, que tomaba como punto de partida una novela gráfica de Kevin Grevioux. Son largometrajes en los que el romanticismo del original se transforma en un exceso de sonidos, donde los colores del vestuario tienen un valor simbólico, y los decorados son muy aparentes en lo estético, pero en los que las ideas que lanzó Mary Shelley se diluyen las más de las veces ahogadas por la cacharrería, los efectos especiales y los decibelios de la banda sonora.

En este estilo de ruido y furia cabe incluir la nueva versión que se exhibirá a partir de este viernes en España. Víctor Frankenstein ha contado con guión de Max Landis, hijo del célebre John Landis (Un hombre lobo americano en Londres, The Blues Brothers), quien ha pergeñado un refrito de influencias del más diverso pelaje. De entrada, el protagonista es Igor, o mejor dicho, una relectura muy peculiar del ayudante del doctor Frankenstein. Curiosamente, este personaje no se encuentra en el original de Mary Shelley, sino que apareció primero en la película de James Whale de 1931 con el nombre de Fritz. Este Igor, pues, hijo bastardo de las adaptaciones cinematográficas y no de la novela, se convierte en el principal punto de vista del filme. Pero no es el Igor jorobado del cliché, sino una suerte de mescolanza entre el hombre elefante, el Grenouille de El perfume y Will Hunting, aquel genio innato que se inventaron Matt Damon y Ben Affleck. Igor se nos presenta en un patético prólogo en el que lo vemos sometido a toda clase de vejaciones, malviviendo como payaso en un circo en el que sufre en silencio indignidad pese a tener un cerebro privilegiado. Por si fuera poco, el arranque del argumento parece sacado del vídeo clip de U2 ‘All I want is you’, con Igor enamorado en silencio de… ¡la trapecista! El desparrame es así.

El desarrollo de la trama está a la altura de su planteamiento. Tras una evasión del circo rodada en slow motion al más puro estilo Matrix, esta nueva adaptación del clásico se abona al efectismo más simplón, con movimientos de cámara extenuantes, golpes de efecto burdos y diálogos obvios. Se parece tanto al libro de Mary Shelley como un garabato a un lienzo de Velázquez. Por si fuera poco, desperdicia los personajes y los ridiculiza, como a Víctor Frankenstein que aparece traumado por la muerte de su hermano cual personaje del melodrama Gente corriente, mientras que su retrato de mad genious (“genio loco”, así se le llama) se lleva hasta los extremos más risibles. Explosiones, malos de opereta, silencios dramáticos y música al máximo volumen, todo se encadena hasta un final precipitado que enfría cualquier elogio y en el que el monstruo es convertido en poco menos que una sombra de lo que es. Fantasía adolescente, cómic postmoderno, Víctor Frankenstein tiene el valor nutritivo de un paquete de palomitas. El único mérito reseñable de este ameno e insustancial castillo de fuegos artificiales es pues constatar la grandeza del talento de Mary Shelley, cuya historia sobrevive hasta el más burdo de los tratamientos, y pone de manifiesto el poder de aquella metáfora, surgida durante el sueño de una noche de verano, a orillas de un lago suizo. 200 años después, Frankenstein sigue vivo. La inmortalidad quizás era esto.

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