Las inauguraciones y los cierres de restaurantes marcan muchas veces el pulso de la actualidad gastronómica porque su análisis nos ayuda a entender cómo se transforma la ciudad en la que vivimos. El peso relativo de las aperturas con respecto a los negocios que bajan la persiana y la observación de qué tipo de negocios entran en escena y cuáles se quedan en la estacada nos da muchas pistas sobre cómo éramos y cómo queremos ser (o en qué pretenden los demás que nos convirtamos). Digámoslo de otro modo: cuantas más tiendas de empanadas argentinas industriales, cheesecakes y cadenas de quinta gama prosperen, más cerca estaremos de ser una ciudad perfectamente estandarizada e indistinguible de cualquier otra. Cuantas más casas de comida casera y asequible veamos caer bajo el yugo de una promoción de viviendas turísticas en bajos, más insulsa y costosa será nuestra vida cotidiana.
Cada año surgen montones de negocios con ilusión y buenas ideas, pero el sector de la hostelería nunca ha sido fácil ni sencillo, sobre todo en el medio y largo plazo. Se estima que cerca de la mitad de los restaurantes cierran durante su primer año de vida y más del 70% no supera el primer lustro. Esta selección darwiniana radical contrasta con el paisaje, cada vez más reducido, que conforman los restaurantes emblemáticos, las tabernas “de toda la vida” y los bares de solera que son, en el fondo, los lugares que más disfrutamos.
Paradójicamente, en un contexto en el que la mayoría de los nuevos locales de restauración luchan sin éxito por sobrevivir, vemos cómo otros, que siguen funcionando bien tras décadas de actividad, se disuelven porque no encuentran continuidad cuando a los fundadores les llega el merecido momento de la jubilación. Eso es lo que ocurrió con Gure Etxea hace más de una década, con Masía Romaní (Bétera) y con Leixuri este mismo año, por poner algunos ejemplos.
Saxo y el rescate de los amigos hosteleros
Sin embargo, en los últimos tiempos hemos conocido historias muy bonitas de bares y restaurantes muy arraigados en la ciudad que se han mantenido vivos gracias al empeño de amigos y fieles parroquianos. En verano de 2024, ante la inminencia del cierre por jubilación y la ausencia de sucesión familiar, Luca Bernasconi, Paco Senís y Jose Manuel Herráiz se lanzaron al “rescate” de uno de sus bares preferidos: el mítico Saxo de la calle Doctor Sumsi. No fue una operación estratégica, sino romántica. Su fundador, Fernando, no quería traspasar el negocio a cualquier “mindundi”. Sin embargo, de buena gana lo dejó en manos de varios de sus mejores clientes -experimentadísimos hosteleros, por otra parte-. Tras una remodelación estética necesaria pero no disruptiva, el Saxo vive hoy una segunda vida sin perder su esencia como lugar de encuentro para profesionales del sector y reducto de autenticidad sin chorradas. Buen tomate, excelente jamón, salazones exquisitos y muy buen rollo… poco más se puede pedir.

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Maipi es, claramente, otro ejemplo de traspaso con componente romántico. En 2024 supimos que Germán Carrizo y Carito Lourenço tomarían las riendas de la emblemática barra de Ruzafa tras la jubilación, largamente anunciada, de Gabi y Pilar. La pareja de cocineros argentinos añadía un nuevo local a su cartera, compuesta entonces por Fierro, Doña Petrona, Tándem Gastronómico y La Central de Postres -y ahora también por La Oficina-. A pesar de ser muy buenos conceptualizando nuevos negocios de restauración, en ningún momento tuvieron la tentación de dar un volantazo y convertir a Maipi en otra cosa. El objetivo, de nuevo, fue mantener la esencia de los fundadores y conservar su activo más valioso: la clientela de siempre.

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Askua y el reto de sustituir a Ricardo Gadea
Vamos un poco más atrás, hasta 2021. Ese año cayó la bomba: Ricardo Gadea dejaba Askua tras 28 años al frente de uno de los restaurantes de producto de referencia absoluta en la ciudad. No lo dejaba en manos del mejor postor, sino de una persona de su confianza -un amigo de la familia- dispuesta a enfrentarse al reto de dar continuidad a sulegado. David Vázquez no venía del mundo de la hostelería (era fisioterapeuta), pero tenía una fuerte afición a la gastronomía. El reto de sustituir a Ricardo como jefe de sala era enorme; Askua es uno de esos restaurantes cuyo éxito no se puede explicar únicamente por su calidad gastronómica, sino por la personalidad que le imprimió su carismático propietario.
David tomó las riendas de Askua con 27 años y se metió en la cocina con la idea de regresar eventualmente a la sala una vez tuviese consolidado el nuevo equipo. “La meta siempre ha sido aportar cosas nuevas sin romper con lo anterior; mantener a Askua como templo del producto, manteniendo los proveedores y la calidad en todo momento”. El steak tartar, las mollejas y la carne siguen siendo los platos estrella, pero han desaparecido algunos clásicos como la croqueta de rabo de toro. La desnudez del producto que abanderaba Ricardo sigue siendo una de las enseñas del restaurante, pero David ha apuesta también por un menú ejecutivo que antes no existía y por platos más elaborados que encontramos en los “fuera de carta”. David reconoce que hay clientela de toda la vida que se ha mostrado muy receptiva a los pequeños cambios y otra que se aferra a los platos clásicos de siempre.

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La exitosa renovación generacional de Dukala
Noreddine Lameghaizi y Juan Pérez regentaron durante casi dos décadas el restaurante marroquí más apreciado de la ciudad. Dukala abrió sus puertas en 2004, primero en la calle Sogueros y a partir de 2008 en su actual emplazamiento, Sanchis Bergón. Allí empezó a trabajar Hugo Soriano con 17 años, primero de forma intermitente como camarero extra, y posteriormente como empleado fijo.
“En realidad soy cliente desde los 14 años, porque la mujer del hermano de Juan es una de las mejores amigas de mi madre. Vamos, que es el restaurante al que íbamos toda la familia. Uno de nuestros favoritos”. Así lo recuerda Hugo, con el que hablamos un año y medio después de que decidiese abandonar su profesión como buzo profesional de obra marítima para embarcarse junto a su mujer, Pilar Correal Ortiz, en la aventura de tomar las riendas de Dukala tras la jubilación de sus fundadores. “Cuando Noreddine y Juan me ofrecieron quedarme con el restaurante, me faltaban solo quince días para irme a trabajar durante varios años al Congo”.
En su caso, al igual que le ocurrió a David Vázquez en Askua, Hugo asumió la dirección de los fogones por primera vez en su vida. “Al principio sufrimos mucho miedo e incertidumbre porque nunca nos habíamos enfrentado a la realidad de llevar las cuentas, formar equipo… No estábamos acostumbrados a eso de llevarte todos los días los problemas a casa. Además, yo la sala la tenía super controlada, pero la cocina profesional era nueva para mí. Siempre me ha gustado cocinar, pero en casa. Noreddine se comprometió a enseñarme todo y el hecho de conocer mucho los platos de la carta fue también una gran ventaja”.
La carta de Dukala sigue siendo escueta, pero infalible. Sus clásicos, como el tajín de ternera y ciruelas, la bastela Azama y cordero m'hammer siguen presentes, pero Hugo también quiere imprimir su sello, aunque sea con gestos sutiles. “Las croquetas de espinacas y marisco ahora son un poco diferentes, porque les pongo calamar y langostino al sofrito y les doy forma alargada -apunta-. También hemos recuperado clásicos de Noreddine como las lentejas con langostinos o la carrillada de ternera. Otro de nuestros objetivos es dejar de ser un restaurante de invierno, con temporadas de verano flojas, y apostar por cambios en la carta para atraer a un nuevo público durante esos meses en los que nuestra clientela fija, que es el 80 por ciento del total, se va de vacaciones a sus segundas residencias”.
Dukala, en suma, ha conservado su aura de restaurante-oasis en el que la clientela llama al personal por su nombre y se sabe los platos de memoria. Es un restaurante muy familiar los domingos, pero que también atrae con su luz tenue y su ambiente íntimo a las parejas durante los fines de semana. Así fue, y así sigue siendo.