MADRID. En la semana que transcurrió entre el 22 y el 26 de enero de 1906, el dramaturgo y escritor francés Jules Renard dejó escritas algunas de las entradas más brillantes y punzantes de su Diario (publicado en España en la editorial DeBols!illo); unos escritos que estuvo confeccionando desde el año 1887 hasta el 22 de mayo de 1910, unos días antes de la fecha misma de su muerte provocada por una arteriosclerosis que le dejó sepultado.
Jules Renard habría arrasado hoy en Twitter, la red social que suele premiar el ingenio, las frases brillantes, las citas alocadas, la chispa de la semántica que todo lo explica, que todo lo abarca. Se hubiera agradecido su lucidez en días de afasia colectiva como los actuales. Él, como Ramón Gómez de la Serna con sus greguerías, inventaron lo viral sin saberlo. La inteligencia de Renard deslumbra a autores posteriores y tan disímiles como Jorge Luis Borges o Enrique Vila-Matas, pero también a algunos de sus coetáneos. Especialmente a Jean-Paul Sartre a quien debe, en cierto modo, su definitivo estallido. En un articulo publicado el 1945, Sartre sitúo a Renard en el origen mismo de la literatura francesa del siglo XX, equiparándolo con Georges Bataille o Maurice Blanchot. Explicaba el filósofo que la gran virtud de Renard radicaba en la ausencia de mensaje en su literatura, en su nula pretensión de trascender. Y concluía aquella pieza con una tesis hermosa: “En Renard la palabra está más cerca del silencio que de la frase”.
Lo cierto es que este hombre culto -fundador de la mítica revista Mercure de France y miembro de la prestigiosa Academia Goncourt-, socialista, dramaturgo y tremendamente irónico, revolucionó los tres grandes géneros que abordó: la novela para adolescentes, la fábula y el diario. En el primer caso lo hizo con Pelo de zanahoria (1984), un relato sobre la juventud hermoso, lúcido y desgarrador. La escritora Ana María Moix escribió el prólogo a esta obra y advirtió: “No sé bien si los adolescentes pueden o no leer Pelo de zanahoria. Pero es indudable que los adultos sí deben leer esta historia para comprender qué es un adolescente, qué necesita y qué le perjudica”. En el segundo caso, revolucionó el género de la fábula naturalista con Historias naturales (1896), un compendio de relatos trabajados a fuerza de observar con detenimiento una naturaleza que avasalla. Y así, observando y leyendo a Renard, una comienza a amar a las luciérnagas (“¡Esa gota de luna sobre la hierba!”), a la vaca Negrita y hasta a los erizos que Renard hace reflexionar: “Hay que aceptarme como soy y no estrujarme mucho”. En tercer lugar, el diario. Uno que publicó póstumamente, al que consideró su gran obra maestra, revestido de naturalismo pero con un trabajo extenuado en los andamiajes del mismo.
Pues bien, en aquel diario que escribió durante más de veinte años, dejó escritas joyas. Leyendo su diario, una comprende que una única frase escrita en aquellos cuadernos valía la pena por sí misma, aunque quizás no hubiera hecho nada más a lo largo de su día.
22 de enero de 1906
Sobre todo que mi independencia no me ha haga depender de los fracasados.
24 de enero de 1906
¡La posteridad! ¿Por qué la gente va a ser mañana menos necia que hoy?
26 de enero de 1906
La palabra más verdadera, la más exacta, la más llena de sentido es la palabra “nada”.
Quizás el mayor logro de Dios sea el gato, que duerme veinte horas de cada veinticuatro.
La rabiosa e insólita actualidad de sus reflexiones hacen pensar que todas podrían haber sido escritas los mismo días de este 2017, cuando el mundo se frota los ojos después de la toma de posesión de Donald Trump como presidente de EEUU. Renard nos enseña que, efectivamente, la gente del futuro somos igual o más necia que la del pasado: ¿de qué otro modo nombrar lo que sucedió el 20 de enero, con ese desastre humano prestando juramente sobre la Biblia de Abraham Lincoln? ¿No les atacó a ustedes también la “nada” más absoluta tras escuchar su infame discurso? ¿No desearon acaso convertirse en un gato y ponerse a dormir veinte horas seguidas?.
Sin saberlo, Renard dio una cierta lección a Trump y a sus votantes, pues el escritor encarnó como pocos lo mejor del espacio rural y del ámbito urbano. Renard, escritor en invierno en París, se marchaba en verano a su Borgoña natal a observar en silencio a los minúsculos insectos, a los enormes burros y vacas, a charlar con los campesinos... No existía ningún conflicto entre un mundo y otro, más bien se alimentaban, se enriquecían.
Decía otro diarista ilustre que será protagonista en estas páginas próximamente, Ralph Waldo Emerson, que rodearse de libros era rodearse de las mentes más ilustres de nuestros tiempos. Una circunstancia que además iba acompañada de una estupenda ventaja: los libros no molestan, no interrumpen. Uno los abre únicamente cuando quiere y ellos esperan pacientes. ¡Ojalá Trump fuera un libro y lo pudiéramos cerrar! O no abrir nunca. Me pregunto: ¿qué tuits habría escrito Renard en esta penúltima semana de enero de 2017? Y sólo me viene a la mente esta lacerante reflexión que dejó estampada en sus diarios, ahora en boca del nuevo presidente de los Estados Unidos de América:
“No basta con ser feliz; es preciso también que los demás no lo sean”.