VALENCIA. 25 de agosto, ¡socorro! El calendario se precipita a toda velocidad hacia el final de las vacaciones, y un desasosiego atroz acomete a millones de personas. A unos porque vuelven al curro; a otros, porque recuerdan que no lo tienen. Hay quienes, por el contrario, ven en la oficina y sus rutinas un horizonte de liberación frente al estrés vacacional, con sus aparatosos traslados y su empacho de vida familiar. Todas estas posturas forman parte de una misma realidad: nuestras vidas transitan entre el momento de prepararnos para trabajar, el de trabajar propiamente, el de volver de trabajar y el de reponernos de trabajar. Y hay quien pone en duda la lógica de semejante sistema, en el que la libertad estabulada del ocio y las vacaciones parece una parodia.
Cuestionar la mera existencia del trabajo asalariado es quizás la mayor de las herejías posibles. Es un posicionamiento que te sitúa no sólo en contra del capitalismo sino también del marxismo, el sindicalismo y cualquier corriente ideológica de izquierdas o derechas que glorifique el intercambio de tiempo de vida a cambio de la supervivencia. La teoría de la abolición del trabajo -de raíz anarquista, y por tanto absolutamente marginal- critica la ética calvinista del trabajo sobre la que se erige nuestra cultura desde hace varios siglos. Pero cuidado, también arremete contra el pasotismo o el subsidio del desempleo, puesto que si no se quiere ser esclavo de un amo del sector privado, casi peor es hacerlo del Estado. Julius Van Daal, en el epílogo del libro de Bob Black La abolición del trabajo, editado en castellano en 2013 por Pepitas de Calabaza, establece claramente que "un salario sin trabajo es una limosna dispensada por el Estado (...), destinada a comprar la paz social a un precio ruin". Después de leer este párrafo todos entenderéis porque esta revolucionaria teoría tiene tan pocos amigos y no se estudia en las facultades de Economía.
Las drásticas ideas contenidas en el libro (desaparición del dinero, eliminación de la mayoría de las profesiones y empleos) levanta en el lector un alud de preguntas escépticas, pero es el punto de partida de un debate sano y estimulante. ¿Realmente es esta la única manera posible de organizar las actividades humanas? ¿Será cierto que el sometimiento a la disciplina de los estudios, y después a la laboral, nos ha convertido de alguna manera en seres excesivamente dependientes y temerosos de la libertad?
En este breve ensayo de apenas 50 páginas, escrito en 1985, Bob Black se apoya en todo tipo de fuentes del mundo clásico (Sócrates, Cicerón, Heródoto), así como en pensadores utópicos del XIX como Robert Owen o Charles Fourier, quien ya hablaba de la necesidad de crear una sociedad en la que desaparecieran las profesiones especializadas y en la que los hombres pasaran de una clase de trabajo a otra (para satisfacer la pasión primaria del ser humano por la "variación"). Black invoca también a los situacionistas y a controvertidos filósofos contemporáneos como Schumacher ("Lo pequeño es hermoso: Economía como si la gente importara") o Iván Illich ("La sociedad desescolarizada") para lanzar la propuesta de convertir la vida en un juego y los trabajos en pasatiempos lúdicos orientados al beneficio de la comunidad. Cómo no, Black pasa de puntillas también por las teorías de Foucault sobre la vigilancia y el castigo, aunque sin duda éstas fueron fundamentales para la crítica que realiza de la disciplina en el trabajo. En su opinión, los horarios rígidos que impiden irte a casa incluso si ya has terminado tus tareas, la imposición de objetivos de productividad y otras formas de supervisión hermanan al trabajador con el presidiario y lo infantilizan también en virtud de su actitud paternalista.
"El juego generalizado desembocará en la erotización de la existencia", concluye el polemista norteamericano, quien prefigura una Edad de Oro del diletante, en la que "no habrá empleo, solo cosas que hacer y gente que quiera hacerlas". Un bonito sueño en el que inspirarnos para subir el Tourmalet de retorno a la realidad.