VALENCIA. Inicialmente, estaba previsto que llegara a las pantallas españolas el pasado 11 de diciembre, puesto que las distribuidoras suelen concentrar la películas de animación en fechas propicias para el público infantil (vacaciones, verano), pero su estreno se había ido retrasando hasta que ha encontrado un hueco en la cartelera. Mal menor. Teniendo en cuenta la cantidad de cine que no logra acceder a nuestro circuito comercial, hay que celebrar que Phantom Boy (Alain Gagnol, Jean-Loup Felicioli, 2015) lo haya conseguido. Méritos le sobran. “No solo es una delicia visual, con un sentido gráfico exquisitamente moderno, que bebe en el Art Decó, el Expresionismo y la ilustración contemporánea, en la línea del gran maestro italiano Lorenzo Mattoti, sino también una ingeniosa, cautivadora y brillante excursión al folletín, el serial y las novelitas de bolsillo, con su universo de archivillanos, policías heroicos, periodistas aguerridos y cliffhangers… al que da una vuelta tan jocosa como cómplice”.
Son palabras del crítico Jesús Palacios, extraídas del diario oficial del Festival Internacional de Cine de Gijón, donde se proyectó la película a finales del año pasado, y ratifican el talento de una pareja de directores que ya obtuvo un notable éxito con su anterior trabajo, Un gato en París (Une vie de chat, 2010), que incluso llegó a los Oscars, donde fue batida por Rango (Gore Verbinski, 2010). Gagnol y Felicioli son dos de los animadores que están firmando interesantes películas de animación en lengua francesa, pero no los únicos. En Gijón también se pudo ver, por ejemplo, la entretenida Avril et le monde truqué (Christian Desmares, Franck Ekinci, 2015), según el cómic del maestro Jacques Tardi. Una historia ambientada en un París ucrónico, de estética steampunk, donde los avances científicos se han detenido en el tiempo, y que también merecería la oportunidad de ser vista por el público.
No es fácil destacar en un terreno tan sectorializado como el de la animación. Tradicionalmente, el gigante estadounidense ha acaparado un porcentaje muy elevado del mercado. Solo hay que recordar la figura de Walt Disney o las producciones que actualmente generan marcas como Pixar. A su mismo nivel, la industria nipona del anime ha crecido de manera exponencial en las últimas décadas, acaparando la otra mitad. Por las grietas que dejan ambas es por donde tratan de colarse producciones más modestas, normalmente con otras inquietudes estéticas, que muchas veces sobreviven en el circuito de festivales. La otra opción es la de imitar los modelos dominantes, a costa de perder la singularidad artística. En España, es el caso de Enrique Gato, que elabora sus proyectos (Las aventuras de Tadeo Jones, Atrapa la bandera) pensando en el público mainstream internacional. Pero también existen iniciativas más arriesgadas y personales, como la estupenda Psiconautas, los niños olvidados (2015), de Pedro Rivero y Alberto Vázquez, según la novela gráfica del segundo.
Para Francia es casi una obligación mantener un cine de animación competitivo. No solo por su larga tradición en el campo del cómic y su cercanía con Bélgica, cuna de la escuela de la línea clara (y país con el que coproduce con frecuencia), sino por razones históricas: Un alsaciano llamado Émile Cohl (seudónimo de Émile Courtet) está considerado oficialmente como el primer director de animación. Su gran hallazgo fue conseguir proporcionar movimiento autónomo a los personajes dibujados. Lo logró en Fantasmagorie (1908). Todavía no usaba los cells (hoja transparente de acetato de celulosa), ideados por el americano Earl Hurd en 1914 y básicos para dibujar los fondos de una sola vez, pero Cohl fue un pionero prolífico, que en dos años realizó más de sesenta películas para la marca Gaumont. Más tarde emigraría a Estados Unidos, donde siguió trabajando junto a seguidores suyos, algunos tan importantes como Windsor McCay, autor del célebre Gertie, the Dinosaur (1914).
En las siguientes décadas, y mientras Disney levantaba su imperio, la figura más relevante de la animación francesa sería un artista de origen ruso, Alexander Alexeïeff, conocido por la ‘pantalla de agujas’ desarrollada con su esposa, Claire Parker. Se trata de una técnica de animación en que se hace uso de una pantalla llena de agujas que pueden moverse hacia adentro o hacia afuera, presionándolas con un objeto. Estas agujas generan un relieve, el cual se ilumina desde los costados para crear con su sombra una imagen en la pantalla. El resultado es similar a un sombreado hecho a carboncillo. El matrimonio llegaría a trabajar para Orson Welles, que les pidió que usaran la técnica en la escena prólogo de El proceso (Le procès, 1962). También Jean Image (nacido Emeric Hadju, en Budapest), con títulos de corte más personal como Bonjour Paris! (1953) y otros más cercanos al modelo americano, como Jeannot, l’intrepide (1950), o Paul Grimault, que ganó el Premio Especial del Jurado en Venecia con La bergère et le ramoneur (1952), contribuyeron a apuntalar el desarrollo de la animación en Francia.
Las coproducciones con Bélgica se convirtieron en norma a partir de la década de los cincuenta y, sobre todo, de los sesenta, cuando cobran vida en la pantalla (tanto la de cine como la televisiva) personajes tan famosos como Astérix y Obélix, creados por los franceses Albert Uderzo y René Goscinny, o el inmortal Tintin, obra del belga Hergé (Georges Prosper Remi). Fueron los estudios Belvision, ubicados en Bruselas y dirigidos por Raymond Leblanc, los que más partido les sacaron, al margen de las adaptaciones con actores de carne y hueso, mucho antes de sus aventuras contemporáneas sustentadas en las infinitas posibilidades de las tecnologías digitales. En 1959, año en que se estrenó la primera serie de televisión protagonizada por Tintin, también llegó a París el polaco Walerian Borowczyk, que si bien ha pasado a la historia por films eróticos como Cuentos inmorales (Contes immoraux, 1974) o La bestia (La bête, 1975), se inició en el terreno de la animación surrealista y trabajó con Chris Marker.
A lo largo de su historia, el cine de animación francés ha ido apuntalando su evolución con algunos títulos que, por su singularidad, se han convertidos en auténticos clásicos. Probablemente, el más importante de todos sea El planeta salvaje (Le planète sauvage, 1973), donde René Laloux adaptaba una novela de Stefan Wul. Una historia de ciencia ficción que su director definió como “un himno a la educación” y que mantiene su vigencia como el primer día. Ganó el Premio Especial del Jurado en Cannes, y contó con unos magníficos diseños de Roland Topor (también coguionista), un ilustrador, escritor y cineasta, autor de El quimérico inquilino (que llevaría al cine Roman Polanski) y miembro del Grupo Pánico junto a Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal. Laloux volvería a tener colaboradores de lujo (el dibujante Moebius y el escritor de novela negra Jean-Patrick Manchette) en Los amos del tiempo (Les maitres du temps, 1981), otra epopeya de ciencia ficción basada en Stefan Wul.
Otro hito reciente de la animación francesa es Kirikú y la bruja (Kirikou et la sorcière, Michel Ocelot, 1998), basada en un cuento popular africano. Kirikú es un niño nacido en una aldea africana que, como consecuencia de la maldición de una bruja, sufre los efectos de la sequía. Su destino será salvar al pueblo. En palabras de Diana Albizu (Sensacine), “la estética bidimensional de Ocelot, inspirada en el arte pictórico de África Occidental, choca de frente contra las convenciones estéticas del cine de animación de la época y apuesta por una vuelta rotunda hacia los orígenes en cuanto a forma y fondo, contando una sencilla historia que como mejor podría escucharse es en torno a una hoguera”. Su éxito provocó la realización de otras dos películas: Kirikou et les bêtes sauvages (Bénédicte Geloup, Michel Ocelot, 2005) y Kirikou et les hommes et les femmes (Michel Ocelot, 2012).
También hay capital francés, aunque bastante diluido en su condición de multitudinaria coproducción internacional, en Vals con Bashir (Vals Im Bashir, Ari Folman, 2008), una de las cintas de animación más importantes de los últimos años, nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa por Israel. Como ella, Persépolis (Persepolis, 2007), dirigida por Vincent Paronnaud y Marjane Satrapi, autora del cómic homónimo, también optó a una estatuilla, en este caso en la categoría de animación, pero tampoco la obtuvo. Aunque es una coproducción francoestadounidense, no pudo con Ratatouille (Brad Bird, Jan Pinkava, 2007), financiada por Disney y Pixar. Pero lo cierto es que no le hacía falta ningún premio (y se llevó muchos, como el del jurado en Cannes) para ganarse el corazón del espectador, gracias a una historia de tintes autobiográficos protagonizada por una niña que crece en el Irán de la Revolución Islámica y que es enviada a una escuela en Austria, donde se siente vulnerable y tiene que combatir los estereotipos que la vinculan con el fundamentalismo religioso y el extremismo de los que ha huido.
Aunque si de nominaciones se trata, el animador francés Sylvain Chomet se lleva la palma. La consiguió por primera vez con el cortometraje La vieille dame et les pigeons (1997), y repetiría con Bienvenidos a Belleville (Les triplettes de Belleville, 2003) y El ilusionista (L’illusionniste, 2010), basada en un guión de Jacques Tati. Nunca ha conseguido subir al estrado para recoger la estatuilla, pero su caso es similar al de Marjane Satrapi: No la necesita. El trazo nostálgico de sus personajes se basta para seducir la mirada. De hecho, Bienvenidos a Belleville era un film prácticamente mudo que, además, rompía una lanza por las clásicas dos dimensiones frente a la avalancha tridimensional que ha caracterizado el género en los últimos tiempos.
Phantom Boy se une a la larga lista de títulos citados y demuestra nuevamente el papel de liderazgo francés en el viejo continente. Su futuro parece garantizado, aunque conviene tener en cuenta el análisis de la historiadora Jayne Pilling, que en el libro colectivo Animatopia. Los nuevos caminos del cine de animación (Festival de San Sebastián, 2013), comentaba: “Si bien Francia es el líder europeo en producción y coproducción de largometrajes animados potentes, sigue sin estar claro si ‘el mercado’ permitirá la sostenibilidad de los largometrajes animados para adultos que no encajen en las categorías de temas importantes/relevantes desde el punto de vista sociopolítico, películas de género o dirigidas a nichos de público, versiones en formato largo de series televisivas de éxito, adaptaciones de novelas gráficas de probado recorrido comercial… Las películas de animación francesas están destinadas al mercado mainstream (que sigue siendo el del público infantil y familiar), pero también ofrecen una alternativa real al cine comercial de fórmula de Hollywood”. Son, señala, “películas que atraen (lo que alimenta ciertas esperanzas) a espectadores adultos y sin hijos”, un matiz clave para confiar en que la animación continúe gozando de buena salud.