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MEMORIAS DE ANTICUARIO

La desescalada y el decorado de una València sin turismo

7/06/2020 - 

VALÈNCIA. Espero que este artículo sea el último de una serie impuesta por las circunstancias. Por tanto sin planear, y dedicada a estos tiempos extraños, y a días en los que la vida ya no se si retorna a lo que había, o se dirige a nuevos territorios, a tientas, es decir hacia una desconocida normalidad que, por ahora, es diferente a la que según bandos se disfrutaba o se padecía antes del confinamiento. Días en los que, lejos de haber quedado petrificada la ciudad, se ha aprovechado para acometer actuaciones urbanísticas provisionales o iniciar otras definitivas que están dando que hablar, puesto que, más allá de unos maceteros un tanto desafortunados, tienden a restringir -afortunadamente- el tráfico rodado privado por lugares emblemáticos y otorgando más accesibilidad al peatón y a medios de transporte alternativos. Estos días me he fijado en detalles de la plaza del ayuntamiento que me habían pasado desapercibidos. Otro proyecto que parecía semi abandonado y que parece que va a iniciarse de una vez por todas en próximas fechas es el llamado “plan de la muralla”. Un proyecto cuya iniciativa hay que atribuirla a gobiernos anteriores de signo muy distinto, y que pretende la recuperación de parte de la antigua fortificación musulmana del siglo XI que transcurre como el Guadiana -por eso de aparecer y desaparecer- por el corazón del barrio del Carmen. 

Por lo que respecta a mis barrios de residencia y trabajo, ambos en el epicentro de la ciudad, me temo que tardaremos en ver cambiar la situación de nuestras calles puesto que es evidente que el centro histórico sufre un retraso en la carrera al regreso a la normalidad respecto a otras zonas de la ciudad mucho más residenciales. Hemos necesitado vivir en nuestras carnes esta anómala situación para darnos cuenta de que paradójicamente la vida intramuros, el que fue el primer centro comercial de la ciudad desde tiempo inmemorial, se ha dejado por el camino parte de su esencia en apenas dos décadas que inauguran este siglo XXI. El precio de la indiscutible prosperidad que para nuestra ciudad trae el turismo masivo quizás esté siendo demasiado alto porque cuando aquel se ha retirado hacia al norte, forzosamente por la pandemia, nos hemos dado cuenta de que vivimos en un hermoso decorado y poco más. Algunos han caído en ello con sorpresa (lo cual me sorprende a mí también) y ahora nos planteamos si quizás otra planificación del turismo pudo ser posible, porque ahora cambiarlo todo lo veo poco menos que imposible.

Por un camino marcado por la turistificación han ido quedando cadáveres en la cuneta en forma de históricos comercios que colmaban de tipicidad y, ante todo, llenaban las calles de transeúntes. Mejor no mencionar las últimas caídas para no ahondar más en la herida. Ahora los que resisten, como dejados caer, se hallan diseminados con una distancia demasiado grande entre unos y otros como para tejer una trama mínimamente densa. Discrepo, por ello, de aquellos que han escrito con la mirada un tanto superficial y hedonista propia del visitante (que también hace falta y hasta yo me he dejado seducir por ella, es inevitable) que estos días hemos retrocedido treinta años en el sentido de que nuestras calles han quedado libres de forasteros, y por tanto que disfrutamos de un ambiente propio de aquellos años en los que València, sus terrazas, comercios, cafés y calles eran para solaz exclusivo de los valencianos. Mucho me temo que eso no es realmente así, y sólo hay que ver material gráfico de la época, puesto que por aquel entonces, en un entorno, eso sí, más degradado urbanística y socialmente, las calles rezumaban una actividad comercial casi febril más allá de la hostelería y las grandes marcas que uniformizan las ciudades. Recuerdo ir con mi madre a un mercado de Mossen Sorell lleno de puestos que, más allá del modesto edificio de principios del siglo XX, se desparramaban por las calles que lo rodeaban. Ahora el recinto, hace unos años rehabilitado, languidece respecto de su función original, ante la desigualdad de armas frente a la competencia de los supermercados adecuados en tamaño al barrio que de célebre marca francesa, en los últimos años han aterrizado. Los ciudadanos del resto de la ciudad estos días siguen haciendo vida en sus entornos aunque esté permitido traspasar fronteras urbanas, y es llamativo comprobar el contraste entre aquellas zonas residenciales y las que se han volcado a dar cobijo al visitante ocasional. Hay una iniciativa en ciernes que tiene que ver con el comercio cultural de la ciudad y de la que sabremos más en próximas fechas. Es preciso que seamos conscientes de que los comercios culturales mantenemos la idiosincrasia de la ciudad frente a la uniformidad que imponen las grandes firmas y las franquicias. 

Me acerqué al Museo de Bellas Artes para celebrar su reapertura y caer rendido ante una exposición asombrosa de un artista prácticamente desconocido entre el gran público. El valenciano José Ginés Marín (Polop de la Marina, Alicante, 1768 - Madrid, 1823) estudió en la Academia de Bellas Artes de San Carlos trasladándose a Madrid para completar su formación en la de San Fernando de quien fue director en 1817, aunque llevaba un par de décadas escultor de cámara honorario. Se trata de un conjunto de escenas sobre la Matanza de los Inocentes en terracota policromada de un hiperrealmismo asombroso, que nos remite al gran Barroco del Siglo de Oro, y, hay que decirlo, nada complaciente ni idealizado. Una exposición altamente recomendable a pesar de su crudeza, que ha sido posible gracias a un proyecto de mecenazgo destinado a la restauración de un conjunto que no deja indiferente a nadie. 

Completa la oferta temporal la exposición Ni clásicos ni modernos que recoge una muestra con fondos propios y de la Diputación de València de la pintura española de la segunda mitad del siglo XIX. Un atractivo cajón de sastre en el que caben toda clase de temáticas propias de aquellas décadas en las que la modernidad se iba haciendo paso lenta pero imparablemente: la tradición, memoria, identidad, emoción, grupo social, pueblo o patria. Podemos disfrutar de obras menos conocidas de Ignacio Pinazo, Francisco Domingo, Gisbert, Pradilla, Martín Rico, Muñoz Degraín o Agrasot, entre otros.

Foto: ESTRELLA JOVER

Contrasta el silencio de las calles estos días con el ruido entre las paredes del IVAM con una noticia que a mí me ha pillado por sorpresa, quizás porque no suelo estar al tanto de estos asuntos: José Miguel García Cortés, director del museo desde la segunda mitad de 2014 no seguirá al frente de la institución. No entraré en el fondo de la cuestión pero sí al menos déjenme que reconozca su labor dada la papeleta que tenía encomendada después de años de desgaste y desprestigio y, en definitiva, tiempos para olvidar en todos los sentidos. Sin haber regresado al lugar que nunca debió abandonar el IVAM, como buque insignia del arte moderno en nuestro país, (hoy muchas de aquellas exposiciones hoy son presupuestariamente inabordables), pienso que el director saliente ha llevado a cabo estos años una notable labor. A destacar muestras con los extraordinarios fondos propios como las dedicadas a la abstracción y a la ciudad, o la sensacional que tuvo como protagonista a Fernand Léger, la dedicada a Miró y que dio que hablar por su particular comisariado y hace unos meses con la excelente muestra dedicada a Dubuffet. También fueron magníficas fueron las antológicas dedicadas a Ángeles Marco, Anzo -ya tocaba- a medio siglo de mujeres artistas valencianas o a Eusebio Sempere. Buen viento Sr Cortés y gracias.

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