VALÈNCIA. La flauta mágica es una ópera con muchos estratos de significación. En uno de ellos se contrapone –o se complementa- lo aristocrático con lo popular. En otro, el mundo filosófico y racional con el del sentimiento y la sensualidad. En un tercero encontramos lo femenino frente a lo masculino. Un cuarto enfocaría la lucha por el poder. Envolviéndolo todo, el simbolismo de la masonería (a la que pertenecían tanto Mozart como Schikaneder, autor del libreto). Y por último, los elementos fantásticos que contiene y que permiten encuadrarla, aunque sólo aparentemente, en el marco de un cuento para niños.
Para complicarlo aún más, esta obra de Mozart hiere muchas sensibilidades actuales por las abundantes declaraciones machistas y racistas que contiene, por más que al final la protagonista femenina tome la iniciativa en el rito iniciático y se la deje ingresar en la selecta familia masónica. Muchos directores de escena, y también numerosos comentaristas musicales, se vuelven locos para lavar el nombre de Mozart de tales actitudes, olvidando que así era la vida –y la masonería- en el siglo XVIII, a pesar del racionalismo y la Ilustración.
Graham Vick, director escénico de esta coproducción de Les Arts con el Festival de Macerata, ha añadido, a todo lo anterior, la dificultad de incorporar setenta ciudadanos no profesionales, de distintas edades, sexo y razas, a la interpretación. Añaden al texto original en alemán expresiones y comentarios en castellano de carácter totalmente actual. Actualidad que se sumaba al vestuario y la escenografía. Vick ha declarado al respecto que trataba de implicar a un grupo variado de personas porque que conviene abrir la ópera a la sociedad, y que quien paga el edificio y las entradas debería sentirse representado allí.
En Macerata, donde el pasado verano se estrenó esta producción, se empleó el italiano por parte de estos nuevos participantes, y Vick lo justificó por el interés del propio Mozart de utilizar el idioma hablado por la gente, el alemán en el caso de Viena. En lo que respecta a València, la mezcla de castellano y alemán descolocaba un montón. Tampoco gustó mucho al público italiano la mezcolanza lingüística. Hay que señalar que, al menos en València, se tradujeron al castellano no sólo las partes “añadidas”, sino también alguna de las originales. Fue el caso del diálogo entre Papageno y Papagena disfrazada de anciana. El uso de la lengua en que cada compositor ha querido escribir sus óperas debería respetarse. Máxime cuando hoy disponemos de un magnífico servicio de traducción en el respaldo del asiento delantero. Imaginemos cómo sonaría, por ejemplo, La Revoltosa cantada y hablada en alemán: lo mismo sucede con un singspiel como La flauta mágica.
La escenografía, de Stuart Nunn, se limita a un fondo constituido por los edificios del Banco Central Europeo, la sede de Apple y la Basílica de San Pedro. Evidentemente, como símbolos de los poderes económico, tecnológico y religioso en la sociedad actual. Estos edificios giran y muestran a veces sus reversos (misiles con un temporizador en funcionamiento -no se sabe muy bien a quién y dónde apuntan-, una imagen gigantesca de la Virgen con la boca tapada, aludiendo, seguramente, que ni a la Virgen María dejan hablar en la Iglesia, etc). Se van introduciendo así, a lo largo de la representación, nuevas exigencias de análisis simbólico que sobrecargan el significado de la ópera y que, por otra parte, chirrían frecuentemente con el libreto y, a veces -lo que es más grave-, con la música. Al final, como cabía esperar, se derrumban todos los centros de poder, en medio del jolgorio general.
La sala principal de Les Arts se encontraba al completo. Y estaba también llena de carteles y pancartas reivindicativos y de protesta, en torno a las pensiones dignas, los desahucios, la violencia de género, el paro juvenil o la corrupción: todo ello, quizá, como contrapunto de los poderes representados en la escena. La modernización se hizo extensiva a otras muchas cosas: los tres muchachos andaban en patinetes eléctricos, y esto tuvo su puntito de gracia, por la suavidad del artilugio, (hay producciones donde aparecen volando). El monstruo con forma de serpiente, de complejo significado en los círculos masónicos, fue sustituido por una máquina excavadora, y el pobre Tamino acabó en sus fauces. La Reina de la Noche, por su parte, a punto estuvo de llegar al orgasmo con el protagonista, agarrado de forma sospechosa a su cintura. Los famosos gorgoritos de esta señora adquirieron entonces un sentido muy diferente al de la furia.
Seguimos: Monostatos no sólo muestra deseos libidinosos hacia Pamina, sino que a punto está de violarla, y lo pillan ya con los pantalones desabrochados. Las Tres Damas parecen tres señoras que hacen la calle. Pamina va disfrazada de nena cursi, para pasar después a modelito fin de año. Papageno es un vendedor ambulante de la marca “Superpollo” y de pollo va disfrazado: para algo es un pajarero. Tamino lleva una llamativa bandolera del Valencia. Sarastro aparece de repente, en impecable traje de chaqueta, en medio de obispos, militares, popes ortodoxos, monjes budistas y un montón de gente variada... ¿quizá porque los masones solían estar muy bien relacionados?
En fin: el director británico no tenía bastante con las ya ambiciosas propuestas del binomio Mozart/Schikaneder y se metió en un complicado jardín. Naturalmente, aquello no tenía fácil solución. Estaban sobre la mesa, o bajo el mantel, todos los conflictos de la humanidad entera, sin olvidar ninguno. Y ni siquiera la música de Mozart es capaz de expresar tantas cosas en dos horas y media. Desconcertados unos, enfadados otros, aburridos los más, lo cierto es que Graham Vick se llevó uno de los mayores abucheos que se han escuchado en la Ópera valenciana. Es verdad que hay un público que odia cualquier tipo de modernidad, incluso las geniales, y que sólo quiere cartón-piedra con trajes de época. Pero debe reconocerse que las innovaciones epidérmicas, las que no sirven para profundizar de verdad en el hilo dramático, las que sólo pretenden llamar la atención o inventarse cosas, irritan con razón.
El día anterior, en el programa de mano para el magnífico recital que Piotr Beczala dio en el vecino Palau de la Música, Arturo Reverter sintetizaba las características que la voz de tenor debe tener en el canto mozartiano (Beczala, aunque ahora aborde otro repertorio, trabajó mucho y bien a Mozart). Decía Reverter de aquella etapa: “[era]un lírico muy puro, lejos de las explosiones sonoras, pero de emisión bien regulada, muelle, de timbre argénteo, de color muy atractivo, no exento de ciertas penumbrosidades, de método de canto estricto y sólido, de expresión justa y de legato interesante”. Un decálogo temible porque implica la pureza absoluta en la emisión, y un control muy estricto del fiato. Pero es la misma partitura de Mozart la que pone estas exigencias sobre el tablero: ante tanta transparencia, ante tanta belleza, sólo resultan admisibles voces capaces de expresarlas con limpieza. En los tenores y en todos los demás.
Dmitry Korchak fue un buen Tamino, muy querido en Valencia por actuaciones anteriores brindadas en la misma sala. Su voz, por la luz y el color, resultan adecuadas para interpretar a Mozart. Sin embargo no alcanzó, quizás, esa pureza absoluta en la línea de canto que exigen los pentagramas del compositor de Salzburgo, y mostró demasiada tirantez en el agudo. Fue, en cualquier caso, lo más impecable y mejor del elenco vocal.
Pamina, en la voz de Mariangela Sicilia, exhibió en el primer acto un instrumento demasiado ligero y afilado, echándose en falta el carácter más lírico que se requiere para el papel. Mejoró bastante, en este aspecto, durante el segundo, pero aún le queda camino para dominar este rol.
Lo mismo cabe decir de Tatiana Zhuravel como Reina de la Noche. Una soprano tan ligera no puede darle a este personaje la prestancia necesaria, por mucho que dé (mejor o peor) los sobreagudos. Y por mucho que en esta producción vaya casi de poligonera disimulando con gabardina, La Reina de la Noche necesita una voz muy ágil que, al tiempo, tenga graves y fuste (una soprano dramática de agilidad). En el siglo XVIII abundaba más que ahora esta tipología vocal, pero, en cualquier montaje de esta ópera resulta necesaria una cantante que se aproxime algo más. De lo contrario, el personaje (nocturno, malvado y dominador) no encuentra el lugar que le dio Mozart. Zhuravel mostró más solidez en la segunda de sus arias
Sarastro encontró en Wilhelm Schwinghammer un intérprete de voz rotunda y bien timbrada, traduciendo perfectamente la autoridad que le otorga el libreto, pero bajando con bastante dificultad a las simas abisales planteadas por Mozart. Bien estuvo en la faceta de actor, aunque no quedó demasiado claro el papel que le asigna Graham Vick en su lectura renovada. Seguramente, a pesar de su inteligencia, control y cortesía, tendría el despacho en uno de los tres edificios.
Papageno se hizo oír estupendamente, incluso en sus correrías por la sala, y plasmó bien ese carácter profundamente popular y terrenal que tiene, como contrapeso a la intelectualidad de los iniciados. Estuvo a cargo del barítono Mark Stone. Papagena (Júlia Farràs-Llongueras), representó su papel con gracia, pero la voz resultó pequeña.
Monostatos estuvo interpretado por Moisés Marín. En el libreto es negro, aquí le llamaban “moro”, pero apareció con una especie de pasamontañas, con alguna intención que se nos escapa. Intentó, aunque se quedó algo corto, darle al aria que tiene asignada toda la amargura que le provoca el rechazo por el color de su piel. Amargura que –aquí sí- está claramente consignada por Mozart y Schikaneder.
Hay dos tríos en La flauta mágica –el 3 era un número importante dentro de los rituales masónicos- : el de las damas, representando al reino de la noche (la oscuridad, como la ignorancia, es femenina. Nada nuevo, ni siquiera en el siglo XXI). El segundo trío es el de los muchachos, que pertenecen al mundo del sol, de la luz, de la sabiduría. Las damas estuvieron servidas por miembros del Centro Plácido Domingo (Camila Titinger, Olga Syniakova y Marta Di Stefano). Los muchachos por Lucas Tino David Rebato, Kiran Sundip Patel y Dionisos Savastakis. En ambos tríos faltó una presencia mayor de los altos, que desaparecían bajo las voces sopraniles, y un punto más de ajuste y seguridad. Sacerdotes, caballeros y oradores cumplieron bien, y estuvieron a cargo de Deyan Vatchkov, Vicent Romero y Richard Wiegold, los dos primeros duplicando los papeles.
Orquesta (dirigida por Lother Koenigs) y coro también gustaron, aunque la primera vio bastante disminuida su presencia acústica a causa de la pasarela que rodeaba el foso y que permitía una mayor aproximación de cantantes y actores al público.
En definitiva: una propuesta escénica bastante insatisfactoria, no por la contemporaneidad, sino por la endeble coherencia y la escasa tensión dramática. Y un elenco vocal que, con alguna excepción, no pudo compensar lo anterior. La suma de todo ello no da, pues, un resultado muy brillante. Y sólo la increíble belleza de la partitura hizo que el público aguantara hasta el final.
Asistieron a la representación el ministro de Cultura José Guirao, el President de la Generalitat Ximo Puig, y el conseller de Cultura Vicent Marzà. Quizá las pancartas sirvieran, al menos, para recordar a los políticos -y ¿por qué no? a cierto público que parecía enfermar sólo con verlas- las situaciones de emergencia social en que se encuentra mucha gente.
Eso nunca está de más. Con La flauta mágica y en cualquier otro sitio donde encuentren visibilidad. Cosa distinta es pretender que Mozart era y dijo lo que no dijo y no era.