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HISTORIAS DE CINE

‘La habitación’: La película que hay que ver

Lenny Abrahamson adapta con sutilidad la novela de su compatriota Emma Donoghue; las poderosas interpretaciones de su reparto realzan un film que, junto a ‘Brooklyn’, ha hecho que este sea el año del cine irlandés

26/02/2016 - 

VALENCIA. Fue noticia en todo el mundo, uno de esos casos que sacuden conciencias y que hace inevitable plantearse los límites de la maldad del ser humano. El monstruo de Amstetten, Josef Fritzl, mantuvo encerrada a su hija Elisabeth durante 24 años en un zulo construido por él mismo en el sótano de su casa. Fritzl llevaba violando a su hija desde los once años. Cuando la encerró llevo su aberrante dominación al extremo. Durante esos 24 años que la tuvo enclaustrada la forzó repetidamente. Como consecuencia de ella nacieron seis hijos, más uno que murió a las pocas horas de nacer. El cautiverio concluyó cuando una de sus hijas, Kerstin, fue ingresada al borde de la muerte. Llevaba una nota de la madre pidiendo auxilio. Gracias a ello Elisabeth y los hijos que permanecían encerrados con ella vieron la luz. Cuando Elisabeth se reunió con sus hijos les dijo: "Somos una familia. Nada se interpondrá entre nosotros".

La escritora Emma Donoghue (Dublín, 1969) conoció la noticia como cualquier ciudadano corriente: viendo un telediario. Una vez superado el horror inicial, reflexionó sobre ella, se informó más, amplió su conocimiento del suceso hasta empatizar, hasta plantearse qué habrían experimentado esa mujer, esos niños. Estudió, meditó, compiló experiencias… un viaje mental al infierno que dio como resultado una novela, La habitación (2010, Alfaguara) que fue finalista del premio Booker. Mucho antes de que se convirtiera en película, en una entrevista concedida en 2011 a Correio da Manhã por la publicación de su libro en portugués, la autora explicaba que investigar había sido muy doloroso, pero que el acto en sí mismo de escribir el libro fue rápido: apenas un año. Y eso se nota en el texto, fluido, vivo.

Narrado desde los ojos del niño, Jack, La Habitación toma su titulo del cobertizo en el que vive el protagonista atrapado con su madre. Desde su quinto aniversario vamos descubriendo que su mundo se rige por unas circunstancias muy especiales. Su madre ha sido secuestrada por el viejo Nick (Old Nick es uno de los apodos con el que en los países anglosajones se llama a Satanás). Los únicos nexos con el exterior son una televisión donde ver episodios de Dora exploradora y una claraboya. Inspirados por El Conde de Montecristo, el clásico de Alejandro Dumas, madre e hijo idean un plan para escapar. Sensible, inteligente, brillante, el libro cautiva y capta con su lenguaje limpio, puro, y supera las aristas de su angustiosa premisa para convertirse en una hermosa oda al amor de una madre, con un tono y una contención ante las que es complicado mantenerse escéptico.


Fue otro irlandés, el cineasta Lenny Abrahamson (Dublín, 1966) quien decidió casi de inmediato adaptar el libro al cine. En cuanto lo leyó le escribió una carta a Donoghue en la que le explicaba cómo pensaba hacerlo. Sin embargo, el éxito de la novela le hizo temer que la autora declinase su oferta. Para su suerte, y posiblemente la de todos, Donoghue no sólo estaba interesada en que lo adaptase, sino que se quiso implicar en su adaptación. Comenzó a redactar el guión y con Abrahamson y el productor Ed Guiney perfilaron el reparto de una película que, pese a lo que parecería inicialmente por su argumento, está más cerca del universo del iconoclasta Abrahamson de lo que se pueda pensar.

Director singular, el dublinés ya había logrado cierta notoriedad en 2014 con su anterior largometraje, el inclasificable Frank, basada en el estrambótico Frank Sidebottom, alter ego del músico británico Chris Sievey. Abrahamson era un director de cierto prestigio. Su opera prima, Adam&Paul (2005), participó en el Festival de Gijón, donde fue muy bien recibida y logró un galardón para su pareja protagonista, Mark O'Halloran y Tom Murphy. Ya entonces quedó de manifiesto su habilidad casi mágica para dirigir actores, similar a la de otro compatriota suyo, Jim Sheridan  (Mi pie izquierdo, En el nombre del padre). Ese don para sacar lo mejor de sus intérpretes es uno de los rasgos distintivos de Abrahamson, su sello de fábrica. Así se podía comprobar también en esa pequeña joya que es Garaje (2007) o la citada Frank, en la que además de una excepcional Maggie Gyllenhaal, el espectador podía disfrutar con un recital de Michael Fassbender ¡oculto tras una cabeza de cartón! (hay que ser muy bueno para convencer a una estrella de que no pasa nada porque no se le vaya a ver la cara en una película).

También  en La habitación uno de sus pilares fundamentales es la interpretación de los dos protagonistas, madre e hijo. Siendo como es una historia que se mueve en el filo de lo sublime y lo ridículo, lo excesivo y lo emocional, sólo unas buenas actuaciones podían mantenerla en pie. En este sentido destaca de manera poderosa la joven Brie Larson, una eterna promesa que ha encontrado un papel a la altura de su talento. La contratación de la actriz ocho meses antes del rodaje da fe de cuán rápida fue su selección. A su capacidad interpretativa, Larson unió una implicación que le llevó a escribir los diarios adolescentes de su personaje, en un proceso de asimilación del papel digno de Robert de Niro. Extraordinaria, logra una de las mejores actuaciones que se han visto en años, que se magnifica gracias a la química que establece con el niño Jacob Tremblay. Según ha relatado el propio Abrahamson, esta sintonía entre los dos actores fue clave para lograr llevar a buen término la película. Viéndola, se percibe.

    

Mención aparte merece el recital de Tremblay, un nuevo niño prodigio que unir a la extensa nómina de actores infantiles que se han ganado el corazón del público desde los tiempos de Jackie Coogan hasta Anna Paquin, pasando por Tatum O’Neal. Como quiera que la película está contada al igual que el libro desde los ojos del niño, la credibilidad del actor que lo debía interpretar era perentoria. Un perfecto empleo de sus miradas, así como las enseñanzas de Kuleshov, dan como resultado que el artificio funcione y que resulte difícil no sentir lástima, tristeza y compasión por las víctimas de la tragedia. Con ello se logra un retrato de una gran fuerza sobre la indefensión de los más débiles, sus sufrimientos, así como del mal, que queda reflejado en toda su banalidad y miseria, sin aditamento que pueda embellecer lo que simplemente es repulsivo.

Dividida en dos partes, La habitación demuestra una unidad sorprendente con ese principio y final enlazados. Así, la primera parte, casi onírica, una pesadilla, se desliza hacia la segunda, más realista, telefílmica, si bien con apreciaciones, diálogos, situaciones y encuadres que todavía no son frecuentes en la pequeña pantalla por su crudeza y honestidad. De estética fría y ritmo pausado, el largometraje mantiene una amable quietud que se contrapone a la deriva emocional de los personajes. Nada parece estar de más, ninguna discusión, ningún diálogo. Y aunque la película elude el melodrama, si bien podría caer fácilmente en él, alcanza la intensidad de algunos de los mejores ejemplos de este subgénero.

La angustia, el sentimiento de culpa de las víctimas, la desesperación, la incomprensión, todo ello es relatado con precisión quirúrgica, sin eludir ningún aspecto pero también sin caer en el morbo gratuito. Este realismo exento de artificio sin duda ha influido en la más que positiva y casi unánime recepción que ha tenido La habitación en todo el mundo desde su aparición. En este sentido, la prestigiosa periodista estadounidense Manohla Dargis destacaba en su crítica en The New York Times como “La habitación es una película que pesa en el corazón como una piedra, ya que convoca a los terrores que sufren las víctimas reales”. Es real. Es verdad. Es un hallazgo. Una joya. Por eso es la película que hay que ver.


La habitación llega a las pantallas españolas acompañada de otra modesta cinta irlandesa, Brooklyn, de John Crowley, más convencional pero no por ello menos interesante. Brooklyn está ambientada en los años cincuenta y narra el viaje desde Irlanda a Nueva York de una joven que busca un futuro mejor. Allí conocerá el amor, pero cuando vuelva a Irlanda descubrirá que también podría tener su propia vida en su tierra natal. Y surge el dilema.

La historia de esta emigración, clásica, común, adquiere una singular belleza gracias a la elegancia estética de una narración que maneja con soltura todos los resortes del melodrama, con unos coloridos que harían las delicias de Todd Haynes, pero sin caer en los excesos del género. Hay un secreto, pero es tan humilde, que no se puede decir que sea precisamente tortuoso. Es cierto que Brooklyn es tan contenida que todo suena a viejo, pero está narrado con esa soltura, esa claridad, que hace que resulte grato de ver y fácil de olvidar.

Si La habitación está nominada a cuatro Oscars (película, director, actriz principal y guión adaptado), Brooklyn, que cuenta con guión de Nick Hornby a partir de la novela de Colm Tóibín, está nominada a tres (película, actriz principal y guión adaptado). Y aunque parece que su papel será más testimonial que el de La habitación, su éxito confirma la pujanza del cine irlandés en un año en el que dos películas de este país se han colado en la fiesta de los Oscars por la puerta grande. Brooklyn, sin grandes fuegos artificiales, con su sencillez, ha cautivado allá donde ha ido apoyada en la solidez de un reparto que lidera una deliciosa Saoirse Ronan, y en el que destaca el veterano Jim Broadbent y el prometedor Domhnall Gleeson (hijo de Brendan, sí), uno de esos actores que merece seguirle la pista, que se les compone como puede con el papel más débil.


Y ante estos triunfos artísticos cabe una reflexión: Irlanda es un país con 4,595 millones de habitantes, medio millón menos que la Comunidad Valenciana, por citar un ejemplo nacional. ¿Por qué los irlandeses logran lo que no consiguen los españoles? Un elemento esencial, obviamente, es el idioma común. Pero teniendo en cuenta que ha habido varios largometrajes españoles rodados en inglés, algunos de ellos este mismo año, cabe pensar que no sólo influye el idioma.

Todos estos éxitos no se explicarían de no mediar la existencia del Irish Film Board, una entidad que desde su refundación hace más de dos décadas ha impulsado todo tipo de películas primando siempre la calidad. Sin salir del paraguas del Irish Film Board, además de las dos nominadas a los Oscars de este año cabe recordar largometrajes como Once (John Carney, 2004), El viento que agita la cebada (Ken Loach, 2007) o la inclasificable e imprescindible Langosta (2015), del griego Yorgos Lanthimos (¿se imaginan lo que se diría en España si se subvencionara una película de un director griego? ¿con ese argumento?). Con valentía e independencia, y gracias al consenso social, el Irish Film Board ha convertido al cine en el embajador cultural del país.

Algo que en España no podemos ni soñar, aunque seamos un país diez
veces más grande. El porqué es una larga historia que, como diría Kipling, deberá ser contada en otra ocasión.

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