CRÍTICA DE CINE

La La Land: el problema de 'ser' un clásico instantáneo

13/01/2017 - 

VALENCIA. ¿Se imaginan que el supuesto musical de la generación milenial suene a standards de jazz y orquestaciones de Leonard Bernstein? Ni hip hop ni trap ni EDM ni reggaeton. ¿Se imagina que su trama se desarrolle entre decorados de Casablanca y un sinfín de guiños evidentes al Hollywood del sueño americano? Pues ese es el entorno elegido por el precoz y terriblemente inteligente Damien Chazelle, un señor de 31 años que con su tercer largometraje -el segundo fue la ya oscarizada Whiplash, 2014- ha firmado la película que todo exhibidor estaba esperando para solventarse de un plumazo el invierno.

La La Land, que allá por el mes de septiembre ya era la apuesta única para arrasar las alfombras rojas de la temporada, cuenta la historia de dos soñadores capaces de arruinar sus vidas con tal de alcanzar 'el éxito': ser una actriz admirada (Emma Stone), ser un pianista de culto (Ryan Gosling). La forma en que Chazelle propone su mensaje es dramáticamente clásica: la cinta sirve para un niño de 5 años, para una adolescente de 13, por supuesto que para un joven de 22, para una emprendedora de 35, para un autónomo de 45, pera una freelance de 57, para una pareja de recién jubilados y para que los abuelos pasen un par de buenas horas en el cine (que se dice pronto). 

La calificación de apta para 'Todos los públicos' se le queda corta a La La Landporque la posibilidad de rozar algún tipo de mensaje inconveniente para convencidos políticos de cualquier bando, religiones enfrentadas o razas dispares está en las antípodas del film. Esa capacidad apelar a toda la humanidad se fundamenta en la marca blanca de los contextos posibles: ya la citada propuesta del Hollywood de los 40 y 50, donde todo es posible, pero en realidad sus protagonistas tienen una frustrante, agria y más bien contradictoria vida que se sustenta con el trabajo en la cantina de los estudios Warner (Stone) o tirarse la noche a las teclas tocando canciones populares en un restaurante sin aspiraciones. Están en pleno siglo XXI.

La industria señala el camino

Universal lo ha apostado todo -promocional y formalmente- con Chazelle. Si no lo ha hecho económicamente es porque a la película no le cabe mucho más presupuesto. Es la forma en la que la industria señala cuál es el camino de baldosas amarillas que los jóvenes creadores pueden ver iluminado, más allá de sus ideas propias (o de que esos tipos raros de las series tengan más hambre de riesgo) y con esa necesidad imperiosa de hacer películas capaces de conectar en algún momento de su metraje con 5.000.000.000 de personas en el mundo. 

Bien construida, con un talento innegable para avanzar en la historia de manera más suave que ágil y permitiéndose sus puntos de fuga (en esencia, las canciones, tan previsibles como redondas. Correctas), a Chazelle se le ha vuelto a adscribir un aliado estelar para su nueva película. Si en Whiplash J.K. Simmons (que repite con un pequeño papel) era capaz de atar los cabos sueltos del film, Stone es un ser todopoderoso capaz de moldear casi por completo y en su rostro la película de la temporada.

Parece mentira que la joven de Arizona acabe de cumplir 28 años. Con dos roles protagonistas en películas de Woody Allen y un número de más que buenos papeles encadenados, algunas estrellas de Hollywood deberían plantearse que han hecho con su carrera en lo que va de década. O eso o aceptar que aquello de ser la actriz mejor pagada de la industria más dinámica en Occidente no tiene mucho que ver con ser una proeza del oficio. Stone asume con su trabajo casi todas las expresiones del público que redundan en sus gestos, en la comunicación no verbal de un cuerpo que fluye sin fin y que demuestra una agudeza única en el lenguaje corporal.

Stone canta bien, baila bien e interpreta al menos mejor que lo anterior. Lo hace aunque la película le obligue a rehacerse a lo largo de la historia, superando o no castings, deambulando por un guión de autor que es igual de poderoso que que la dirección (todo de Chazelle). De hecho, cuesta saber si estamos ante un fenómeno -este si que es generacional- de autor que se eleva desde la dirección o de director que es capaz de hacer desaparecer las manchas de su texto. Todo funciona como una máquina engranada por alguien que podría tener 60 o 70 años, pero no tiene ni la mitad. Es una ventaja -lo de la edad- para aceptar cómo el paisano de H.P. Lovecraft vuelve a iniciar un largometraje con un torrente de alegría, cromatismo y movimientos de cámara que no solo la tecnología le permite; es que los domina con brillantez y estimula a un público insensibilizado ante las realizaciones con calma. El de Providence sabe también cómo acabar las películas; La La Land será para muchos el final más esférico entre la cosecha de la temporada.

Muy al contrario, mi percepción es que la película está lejos de ser un clásico instantáneo (tal y como ha sido publicitada y hasta analizada). Está lejos de perdurar a ese nivel en el tiempo y de aclimatarse a ese ecosistema tan anómalo de premios, parabienes y reconocimientos de flash. Ha sido -el pasado- un año de cine mediocre en Estados Unidos y ha llevado a que fuera la única baza por la vía de comedia. Dicho de otro modo: el valor refugio para la temporada de palomitas y salas llenas. Basta con recordar cuáles eran sus rivales en la terna por el Globo de Oro que ganó el pasado domingo. 

Hasta que ese envejecimiento le alcance, cabe preguntarse cuánto le puede llegar a afectar el foco de la admiración previo al visionado. También a esta crítica, porque hay que admitir que un largometraje tan depurado y actual en sus formas (y en cómo es capaz de meterse en el bolsillo a millones de espectadores) no debiera disfrutarse de una manera distinta pese a que a uno le hayan forrado los ojos de adjetivos y exclamación.

 

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