Impedimenta publica esta novela breve y amable en la que la música, si bien no nos hará libres, sí logra generar espacios, físicos y emocionales, en los que podemos refugiarnos de las escaseces
VALÈNCIA. La música —como la poesía—, tiene muchas virtudes y poderes, pero entre ellos no se cuenta, aunque nos guste creer que sí, la capacidad para derribar regímenes tiránicos o sistemas corruptos. Solemos hablar de su poder liberador, pero esa libertad va por otro sitio. Hasta el momento, lamentablemente, las guitarras no pueden con los rifles. Las notas, si bien no inofensivas, no hieren como las balas. Por no hablar de matar (salvo en momentos muy concretos y en contadas ocasiones). El impacto de unas y otras puede ser muy profundo, pero es preferible enfrentarse a las primeras que a las segundas. Las posibilidades de sobrevivir son mucho más altas. Ambos instrumentos, musicales y de la muerte, son herramientas generadoras de cambios. El cambio es el territorio que habitan y en el que cumplen su función: es allí donde pueden ser fieles a su naturaleza. Ambas, claro está, son obra humana. Obra, de hecho, muy temprana. Tan temprana que se diría que no podemos ser del todo nosotros sin ellas. Es curioso. Y es cierto, eso sí, que a los déspotas, sátrapas y a toda la corte de parásitos que viven de sus crímenes y excesos, la música les suele incomodar, y enseguida tratan de ponerle un corsé o una mordaza. O ambas.
Ya sean temblorosos líderes religiosos en contra del baile, dictadores asesinos de cualquier tipo de disidencia, o alcalduchos inseguros y enemigos de la pluralidad, todos se sienten amenazados por el poder de la música, y por ello desarrollan leyes, prohibiciones, penas y calamidades destinadas a silenciar la música y a acallar a quienes la practican. Y eso, como decíamos, que son ellos quienes tienen las armas. El problema es que estas medidas, en muchas ocasiones, generan un efecto indeseado (para ellos). A poco que una melodía censurada logra escapar del cerco diabólico, sus receptores se convierten en repetidores y amplificadores a todo lo que dé de sí la preocupación, el interés o el morbo. Las ganas de llevar la contraria al censor. Lo que se conoce como el efecto Streisand.
El músico y escritor rumano Cătălin Partenie sabe algo de censura. Hasta los veintisiete años vivió bajo el mandato de Nicolae Ceaușescu. A Ceaușescu tampoco le entusiasmaba la idea de que la música pudiese crearse y distribuirse con total libertad en su proyecto de sociedad utópica, y menos cuando esta comenzaba a tambalearse. Su Rumanía se encontraba en el cruce de caminos entre Europa occidental y la URSS, unas coordenadas en las que ha sido tradicionalmente difícil mantener la autonomía y la independencia, más en un momento en el que el mundo en dos bloques luchaba por la hegemonía en la concepción, precisamente, de cómo debía ser el mundo. Las ideas se defendían a la sombra de los potenciales hongos nucleares futuros y su onda de destrucción total. La música resultaba demasiado subversiva cuando servía de catalizador de ideas, y por eso se reprimía de diferentes maneras si se percibía en ella una crítica, meridianamente clara, camuflada, o incluso cuando no la había pero se pensaba que alguien podía entender que sí. La Rumanía de Ceaușescu, por supuesto, no era una excepción.
Adicionalmente, tampoco era sencillo encontrar instrumentos con los que tocarla, así que el panorama para cualquiera que soñase con dedicarse a ello, era cuanto menos, descorazonador. No obstante, como la vida, la música se abre camino, en forma de canciones, o como escenario para artes primas hermanas, como la literatura. Es el caso de La Madriguera Dorada, primera novela de Partenie, traducida por Laura Fernández y publicada por Impedimenta, la historia de un joven rebelde de quien ya sabemos en la primera página que ha recibido un disparo y que acostumbraba a ser el mejor amigo del protagonista. A partir de aquí se construye una historia en retrospectiva que resulta, paradójicamente, entrañable, del modo en que lo son los recuerdos cuando son pulidos de asperezas con el paso de la lija del tiempo. Paul es batería y ha logrado que lo expulsen de la facultad de Filosofía para cumplir su sueño de convertirse en músico de una banda de rock. Fane, nuestros ojos en esta historia, ha quedado fascinado por Paul, y se ha hecho con una guitarra eléctrica para seguir sus pasos. Es diciembre de 1988 en Bucarest. Se avecina el fin de una era.
La madriguera a la que se refiere el título es un almacén de teatro que Paul, Fane y Oksana —a quien conocemos en un concierto de bossa nova en un restaurante para gente con suerte y contactos, con camareros de uniforme y concierto en directo—, han acondicionado y han convertido en algo así como un hogar, pero esa madriguera es también, desde lo metafórico —y desde lo personal: no pretendemos aquí hacer aquello que tanto odiaba Nabokov y cualquier persona con dos dedos de frente, el interpretar en clave simbólica la literatura como si fuese un acertijo— la esfera que se crea alrededor de la música cuando esta nos traslada fuera de la realidad más rutinaria. A Fane le sucede así: “En mi cuarto tenía una radio de válvulas fabricada en Rumanía con un gran altavoz y un tocadiscos en la parte superior, todo en un estuche de madera. Era una cosa vieja, pesada y engorrosa, con un dial enorme lleno de nombres de ciudades de Europa del Este. No tenía ningún disco, pero una vez un compañero de clase me había prestado Made in Europe, de Deep Purple. Es un álbum en directo. Una de las canciones me había volado la cabeza. «Mistreated». Me había gustado tanto que había estado a punto de programar el despertador en mitad de la noche para escucharla. Puse el disco sin parar durante cuatro días porque luego tenía que devolverlo […] Cuando me metía en la cama, contemplaba aquellas fotografías como un monje en su celda habría contemplado unas imágenes sagradas”. Como un monje en su reclusión contemplando lo sagrado. Una guitarra no es una pistola, es verdad, pero puede abrir agujeros a través de los cuales entre la luz.
Jekyll&Jill acoge en su catálogo esta mitología personal de lo humano, lo posthumano, el colapso, el recuerdo y la desolación propia de la caducidad
Capitán Swing publica esta antología de nouvelles del canadiense, autor de ciencia ficción, periodista y activista tecnológico con una visión muy lúcida del presente