La coordinación territorial entre todos los municipios que forman parte del área metropolitana obliga a València a cambiar su rol. Es hora de acompasar la ciudad real a la ciudad administrativa
VALÈNCIA. El sábado pasado el Micalet tocaba a difuntos a primera hora de la mañana. El sonido desde el kilómetro cero de una ciudad que se ensancha a sur y norte cuando se mira a lo lejos desde allí arriba. Al mismo tiempo, alguno de sus campaners habituales, quienes tocan a gloria los días grandes, encaraban el cuarto día intentando poner en pie una casa anegada en Paiporta, a apenas unos metros de la rambla del Poyo.
El último martes de octubre, a las cinco de la tarde, València era una ciudad por completo diferente de la que ya es ahora. En ese momento la rambla comenzaba a tener un caudal inquietante para un espacio que Google Maps define como ‘zona de senderismo’ y que tiene cuatro estrellas sobre cinco. A esa hora València, algo agitada por el viento, se preparaba para una tarde llena de presentaciones de libros (como cualquier día), con una programación cultural intensa, algunas reuniones y encuentros cancelados (“parece que hay alerta”). València miraba al cielo. No llovía.
A las seis de la tarde la subida de la rambla se acercaba al caudal de las comparaciones imposibles. Cuatro veces el caudal habitual del Ebro, ha establecido la meteoróloga Victoria Rosselló. A esa hora ni tan siquiera los alcaldes de l’Horta Sud eran conscientes de lo que venía, a merced de la pendiente. “Yo estaba en mi casa a las seis de la tarde en el centro de Paiporta cuando empezó a llegar el agua”, ha dicho su alcaldesa. València seguía mirando al cielo. No llovía. Debíamos estar mirando en otra dirección: aguas arriba. Después, todo. Para tanta y tanta gente, nada.
Nos hemos dicho que València se salvó por los pelos. Gracias al Pla Sud, el cambio de un Túria por otro… Imagino que sí. Pero no, València el último martes de octubre tampoco se salvó. Y haría mal en creerlo. Podría dar la impresión, desde entonces hasta hoy, que València camina como cualquier otro día. Al fin y al cabo es una ciudad operativa donde, desde el día después, bajo el Micalet, centenares de personas toman el aperitivo y hay grupos en bici atravesando el Túria (el del jardín). Pero esa apariencia es un puro artificio funcional. Tras el paso de cada jornada, València tenía un poco más de barro.
No, València no se salvó. Fueron nuestras vecinas quienes estaban saliendo del trabajo en el polígono y no volvieron a esta parte del término municipal. Nuestras peluqueras, que al borde de acabar el turno se volvieron desde la Alameda hasta Picassent, pero terminaron en Sedaví encaramadas a cualquier parte. Nuestros amigos, llegando a Picanya después de todo un día indiferente en el cap i casal. Sus vidas eran absolutamente normales a las seis de la tarde. También la de València, cuya escenificación de una aparente normalidad cual capital media europea ya no puede ocultar que está rota. De Forn d’Alcedo a Utiel, los códigos postales de sus vecinos quedaron desperdigados en algún lugar de ningún sitio a eso de las ocho de la tarde, cuando mirábamos al cielo.
No, València no se salvó. Porque València es también aquella que apenas tenía nombre y ahora ya lo tiene. “Quan dic que sóc de Paiporta la gent no sap on està i acabe dient que sóc de València. Voldria tornar a eixe moment on la gent no coneix Paiporta ni és portada de diaris de tot el món”, escribe la periodista Laia Marqués.
Si Martín Domínguez, tras el 57, hablaba de la València silenciada ("dentro y fuera de la riada"), l’Horta Sud ha sido nuestro territorio muteado. Siempre un poco menos, siempre más lejos. El símbolo de una València metropolitana fallida, acaso como una raíz que el profesor Sorribes atribuía a la mirada blasquista: “unos señoritos de centro mirando con desdén a la huerta”. L’Horta, la del Sud, y como la de los demás puntos cardinales definidos a partir de sus sistemas hídricos, conforma la València real. Con 156.500 desplazamientos diarios entre Horta Sud y el municipio de València; 900.000 entre el área metropolitana y València.
Tanto movimiento real pero una mínima coordinación administrativa. “No se va a una velocidad metropolitana. València tendría mucha más energía si se diera cuenta que tiene que ser capital y no lo es…”, contaba a este medio Josep Sorribes en 2017. Mientras el Consell Metropolità de l’Horta se disolvía, en Francia (1999) se desarrollaba el gran plan metropolitano. Quince regiones metropolitanas en Francia y en Italia, doce en Alemania (cuatro de ellas con oficina propia en Bruselas).
Ciudades como València viven su día a día más allá de sus propios corsés municipales. “Existe una ciudad real que es distinta de la ciudad política o administrativa. Ha conformado una realidad que tiene cierta sensación de inacabada. Mis colegas italianos hablan de la ‘città senza confine’. Justo eso es lo que ha ocurrido”, comentaba el geógrafo Joan Romero, uno de los mejores y más insistentes divulgadores de la importancia metropolitana. “El resultado final es un cuadro hecho por pinceladas, sin unidad”, le gusta resumir.
Por la ausencia de una gobernanza metropolitana en la que la propia València y sus municipios cercanos tuvieran una coordinación real (en asuntos como la vivienda, los derechos sociales, la gestión de recursos…), los costes han sido inmensos. También en la organización territorial.
El urbanista Fernando Caballero ponía el foco estos días en “cómo una autoridad metropolitana puede planificar el crecimiento con planes generales a un nivel territorial mayor al del municipio. Definiendo dónde se debe construir y dónde no. De forma que luego se compense a aquellos ayuntamientos a los que no se permita crecer más” (la financiación principal de los municipios suele pasar por por el IBI, por tanto por el crecimiento urbano dentro del municipio).
“Es urgente -pide Joan Romero desde hace años- acomodar las formas de gobernanza a la realidad, no a la inversa”. Y de qué manera tan cruel la realidad obliga ahora a la gobernanza a acomodarse. Es urgente, dolorosamente urgente, como nunca antes. Lo merece l’Horta Sud, lo merece València. Ante una reconstrucción que marcará nuestros próximos años, nos merecemos asumir de una vez por todas una València que no solo mire a su campanario. València no puede seguir empequeñeciéndose mirándose hacia adentro.
Estos días hemos constatado (aunque ya lo sospechábamos) que los puentes son pasarelas para conectarnos. Que somos una misma ciudad. O mejor, el mismo pueblo. Que no podemos seguir mirando hacia el cielo, cuando la realidad está tan cerca, tocándonos. Tocándonos de una forma insoportable.