VALÈNCIA. Es un momento crítico para la cultura. Las políticas que se apliquen en los próximos años condicionarán en gran medida el futuro ya no sólo del contexto cultural valenciano, sino también el español y europeo. Los recursos públicos son limitados y los “cisnes negros” geopolíticos podrían limitarlos todavía más. Son tiempos de irrupción de la inteligencia artificial, de conflictos bélicos, banalización y, por qué no, de infantilización de la sociedad. La multiculturalidad en Europa es un hecho en imparable crecimiento lo que por un lado nos enriquece, pero también conllevará un difuminado lento y progresivo del acervo cultural de occidente y generado durante siglos.
Las legislaturas se suceden y con ellas los gobiernos de una tendencia ideológica o de otra. También, en ocasiones, como en el caso del gobierno ahora saliente, el mandato se revalida por las urnas. En el momento que nos hallamos, tras dos cuatrienios monocolores, los electores han apostado por el relevo, abriéndose una situación novedosa que nos mantiene atentos a qué nuevos planteamientos se pondrán sobre la mesa en relación con las políticas culturales. El desembarco de una Consellería con caras nuevas, ideológicamente situada en el otro extremo del arco parlamentario respecto a sus predecesores, no debería cercenar todo lo hecho estos años. Es de suponer que haya instituciones culturales respecto de las que se mantenga la confianza en el equipo de dirección y en el proyecto ya sea por trasversal, por más desideologizado o por cumplimiento de objetivos inapelables. También entrará dentro de cierta normalidad que los recién llegados pongan, en ciertos proyectos, la proa en nuevos rumbos, produciéndose los acostumbrados relevos. No obstante, dicho esto, la mentes de los políticos son inescrutables y los recién llegados no son una excepción.
Los códigos de buenas prácticas, cada vez más presentes en ámbitos públicos y privados, tienen un valor intrínseco por los objetivos de carácter ético y de eficacia para dar cumplimiento a los objetivos perseguidos. Políticamente, un código de buenas prácticas consensuado en la mayor medida posible, evitaría el movimiento pendular propio de los relevos cuando a un gobierno le sobreviene otro cuya ideología reside en lontananza del predecesor, como es el caso actual. Los códigos de buenas prácticas son declaraciones, más concretas o más implícitas, sobre principios, valores y conductas deseables, y pretenden ser un prototipo de buenas maneras y buenos procedimientos de actuación. En definitiva, estos códigos deben promover entre otros valores la excelencia profesional, la integridad moral, la honestidad, la imparcialidad, el compañerismo y el respeto. Ello desde un fortalecimiento en los hábito, las convicciones y el cambio de cultura institucional.
Aunque la polarización política no invita al optimismo, la implantación de un código debe aspirar, por encima de todo, a que se vaya creando, con el tiempo y las prácticas recurrentes, una cultura, una filosofía en la actuación política que logre calar en quien tiene la responsabilidad de su aplicación, sin que sea preciso que el texto del código sea de obligado cumplimiento, cual norma jurídica. Se trataría de medidas orientadoras, lo más consensuadas posibles, que calan en el imaginario colectivo, generando hábitos que desemboquen en automatismos más que en obligaciones. Si un código de buenas prácticas se aplica por mera recomendación se está haciendo por convencimiento, a modo de ideario, y no tanto por exigencia y ante la amenaza de ser reprendido.
Desde su aprobación en el año 2007, existe un Documento de Buenas Prácticas de Museos y Centros de Arte suscrito por los agentes culturales y avalado por el Ministerio de Cultura. Un documento sin carácter normativo por tanto no obligatorio, con la intención de generar compromisos únicamente para quienes se adhieran al mismo: “el documento no tiene carácter normativo y sólo supondrá compromisos para aquellas instituciones que lo asuman y sin que en ningún caso pueda suponer el desistimiento de la responsabilidad política y cultural de las instituciones que, por otra parte, dispondrán del control de los tiempos a la hora de ir poniendo en práctica las recomendaciones que aquí se expresan”
La llegada arrolladora de la crisis de 2008 dio lugar a que muchas Cajas de Ahorro, entidades bancarias y otras grandes empresas convertidas en mecenas del arte, principalmente contemporáneo, en aquellos años de vino y rosas, se volatilizaran de la noche a la mañana. Los que se mantuvieron redujeron costes drásticamente, como también lo hizo el Estado. Aquello tuvo una fatal repercusión en el sector del arte, generando un clima de incertidumbre, dando lugar a que dicho documento no tuviera la acogida inicialmente esperada.
Sin embargo, en el año 2015, con el cambio de signo político en el ecosistema valenciano se propició un clima de entendimiento y connivencia entre los nuevos responsables de la política cultural y los operadores del sector (galerías, artistas, comisarios…). La citada crisis financiera, había resultado demoledora y había que salir al rescate del sector. Se aspiraba a que las instituciones públicas contaran con el buen hacer de los profesionales del sector. La mejor manera de conseguirlo era que la gestión y dirección de las instituciones públicas con capacidad de contratación dependiesen lo más posible de dichos profesionales.
A ello había que sumar el auge de las redes sociales, y como consecuencia de ambas circunstancias un cambio en las pautas de convivencia, formas de relacionarse, los hábitos de consumo, y lo que vendría a ser una suerte de cambio de era también la geopolítica mundial, cuyos efectos todavía hoy no podemos ni vislumbrar.
Esta suerte de rescate se puso negro sobre blanco en forma de Código de Buenas Prácticas, manejándose argumentos, a priori interesantes, como la desvinculación de la dirección de los centros culturales de cualquier sesgo ideológico y la profesionalización de la gestión de los mismos, como sustento ético y técnico. La transparencia los procesos también fue una bandera enarbolada precisamente en un momento en el que hubo ejemplos de actuaciones arbitrarias e imputaciones por corrupción, por lo que acogerse a principios como la transparencia, la profesionalización o la neutralidad política era caballo ganador.
Pero el nuevo código de 2015 fue un texto precipitado y de escasa técnica. Las vicisitudes que rodearon su gestación y publicación en la web, de la noche a la mañana, quiénes se encargaron de su redacción, si hubo o no un debate previo y en qué términos, si se levantaron actas o se realizaron consultas con el resto de los partidos son circunstancias que permanecen en la oscuridad. Parece claro que la tan reivindicada transparencia, allí no hizo acto de presencia.
Entrando en su letra, a diferencia del de 2007, nos advierte que sus postulados son de obligado cumplimiento para los afectados, lo cual no tiene tampoco demasiado sentido, pues no se contempla tampoco las consecuencias de su inadvertencia. Además, un código del que se predica la obligatoriedad debe llevar una tramitación más propia de un texto legal, cosa que aquí brilla por su ausencia.
En los dos aspectos concretos en los que puso atención y énfasis el código fue en la estructura orgánica de las instituciones culturales y su gestión, y en el procedimiento de selección de los directores de las mismas. En cuanto a la estructura, únicamente se refirió al deber de disponer de tres niveles: patronato o consejo rector, dirección y equipo técnico. Sin embargo, la principal preocupación era fue la elección de los directores. Sólo hay que ve la portada del Código mismo; es una representación gráfica en cinco pasos, con su respectivo logo, de dicho procedimiento. Los dos más concretos son el cuarto que se refiere a la representación estamental que se quiere implantar, atribuyendo a quien no sea la administración titular hasta el 80% de la decisión, y el quinto que alude a las cinco entidades en las que se aplica este procedimiento. Todo ello sin amparo normativo alguno, con el riesgo que conlleva de caer en una eventual arbitrariedad durante el trámite.
Al código de buenas prácticas publicado se le atribuyó una fundamentación moral y una capacidad inspiradora con el fin de que sirviera de marco inspirador de las normas que se promoverían desde ese momento en materia de ordenación de las instituciones culturales públicas valencianas. La Ley del IVAM de 2018 fue un ejemplo de ello.
La representación plural en el órgano rector del Instituto de Arte Moderno se contempló, en la exposición de motivos que afirma “es necesario actualizar...sus órganos rectores en aras a facilitar una especial agilidad de gestión, así como una estrecha y activa colaboración entre los diversos agentes sociales a través de la reforma de las competencias de los órganos rectores.”
Sin embargo, en el texto normativo desaparece la referencia a la sociedad civil que se mencionaba en la exposición de motivos, cuya consideración tenía mucho que ver con la aportación financiera que a través del mecenazgo y los patrocinios. La forma lacónica de referirse la ley a todo lo que no sea presencia de las administraciones públicas es el de “personas procedentes del mundo del arte y la cultura”. Una inconcreción poco comprensible cuando los puestos reservados a los consejeros procedentes de dicho ámbito pueden constituir la mayoría de los miembros del órgano.
Un código de buenas prácticas consensuado al que deberíamos aspirar, no debería permitir la gestión cultural en base a aspiraciones ideológicas particulares y personales de sus gestores. Ello, obviamente, no significa que el director de una institución se tape los ojos ante la realidad artística que le rodea, y dejar de programar a artistas que muestran, a través de su arte, un posicionamiento ideológico claro, incluso políticamente radical. No hacerlo sería practicar una autocensura irresponsable. Los criterios para programar o dejar de hacerlo son otros sobre los que no voy a entrar ahora.
El gestor, el director, sin embargo, en el cumplimiento de sus funciones debería abstenerse de ejercer de artista en la sombra, si no quiere caer en una clara extralimitación de sus funciones. Es letal que el museo, el teatro, los espacios audiovisuales se conviertan en vehículos de propaganda, lo que no significa que se deban dejar de llevar a cabo políticas de mediación entre el artista, su producción artística y el público para hacernos más visible unas propuestas artísticas en ocasiones oscuras. De ello que la mediación artística sea más necesaria que nunca, pero dicho esto, me resisto a que los centros culturales funcionen como espacios de persuasión ideológica ni de reprogramación mental de los ciudadanos, lo que no es óbice para que, como decía, también se acoja en sus salas, en el seno de toda una heterogénea programación, propuestas artísticas de calidad aunque estén claramente posicionadas ideológicamente. Los espacios culturales han de ser hijos de su tiempo. El Código de Buenas Prácticas debería proteger al ciudadano del uso ideológico de la cultura, por ello la necesaria profesionalización de la gestión de los mismos, como sustento ético y técnico de la propuesta es fundamental.
No me resisto a citar un ejemplo que evidencia una aplicación nefasta del Código de Buenas Prácticas por muy vago en sus postulados que este sea. Es difícilmente explicable que la Comisión Científica-Artística contemplada en el organigrama del Consorcio de Museos la formen en su práctica totalidad cargos políticos con conocimientos en la materia fácilmente describibles, siendo estos quienes delegan cada uno en una figura del ámbito cultural. Pero, ¿qué criterios se ha seguido para que lo impulsen los presidentes de las Diputaciones o los alcaldes de las capitales de provincia?¿Qué tiene de Comisión científica-artística aquella que tiene entre los encargados de la designación al Sr. Carlos Mazón como, en su día, presidente de la diputación de Alicante, a D. Joan Ribó como alcalde de Valencia o a D. José Pascual Martí como presidente de la Diputación de Castellón?
Ha dado la casualidad de que bajo lema Trabajando por un pasado sostenible, Valencia se convirtiera entre el 18 al 22 de septiembre, en "la capital mundial de los museos y la conservación del patrimonio artístico" al celebrarse la 20ª Conferencia Trienal del Comité para la Conservación y Restauración del Consejo Internacional de Museos (ICOM-CC) uno de los mayores eventos a nivel mundial en el campo del patrimonio, reuniendo a casi un millar de profesionales de todos los continentes directores y directoras, profesionales de la conservación, personal investigador, historiadores e historiadoras, documentalistas y expertos en comisariado
El código de deontología para los museos promovido por el ICOM, es un texto referencial para un código de buenas prácticas, pues contiene una construcción detallada y sistemática de pautas en las que prima la ética y la transparencia, la excelencia en el servicio, el cuidado de los bienes a conservar y proteger, la responsabilidad con el compromiso hacía la sociedad, la preocupación por la suficiencia financiera, la cooperación con los agentes que se relacionan con las instituciones y contribuyen a su funcionamiento y mejora y otro largo catálogo de objetivos, muestra del mejor de los desempeños posibles. Contando con este referente lo fácil hubiera sido seguir sus pautas, pero no se hizo así,
El código del ICOM no entra en los criterios de representación de sectores en los órganos de gestión ni, en concreto, en la elección de los directores: “La dirección del museo es un puesto clave y, por lo tanto, cuando se nombre a la persona correspondiente el órgano rector debe tener en cuenta las cualificaciones y conocimientos exigidos para ocupar ese puesto con eficacia. A las aptitudes intelectuales y conocimientos necesarios debe ir unida una conducta irreprochable desde el punto de vista deontológico”, establece. Contando con el referente del Código de Deontología del ICOM (Consejo Internacional de Museos), entidad rectora de la museística a nivel internacional, lo fácil hubiera sido seguir sus pautas, pero no se hizo así,
Por el contrario, en comparación con código del ICOM, el actual Código de Buenas Prácticas en la Cultura Valenciana recoge unas pautas de actuación muy genéricas y poco discutibles, más bien podría hablarse de proclamas, o bien reglas que constituían el contenido de normas jurídicas vigentes. Nos referimos a manifestaciones tales como que “el ciudadano es la razón de ser de la Administración” o que era fundamental “la mejora constante de los servicios”, que no dejan de ser generalidades y obviedades. También que debería trabajarse por objetivos y en atención a resultados o que las instituciones culturales públicas deberían dotarse de profesionales cualificados y comprometidos con sus fines en todos los niveles organizativos, o que ha de formarse al personal para gestionar una administración moderna y eficaz.
En definitiva, volviendo al inicio de este artículo: debemos aspirar a ser más ambiciosos en los criterios éticos que deben regir en el ejercicio del servicio público de la cultura. La cultura no puede ser objeto de batallas ni revanchas en plan “te quito a ti y a los tuyos para ponerme yo y los míos”. Los ciudadanos no podemos ser la escusa y el soporte ciego, mudo y sordo, para todo tipo de maniobras. La cultura, y más en estos tiempos, es un servicio público especialmente sensible pues es un ámbito en el que depositamos nuestras últimas esperanzas y ha de ser prestado con calidad, objetividad, transparencia, honorabilidad y rindiendo cuentas. No puede fallar la credibilidad en quienes la cuidan puesto que la cultura es lo que más nos identifica y define.