VALÈNCIA Les confieso que es difícil decidirme por la exuberante huerta que sitia las pedanías del norte de la ciudad, o por los espacios lacustre de la marjal y la Devesa, dueñas y señoras del entorno de las pedanías del sur. Es un dilema que, ciertamente, satisface tener porque una vez se conocen ambos no podemos pedir más para una ciudad. Mi debilidad por esta parte de la ciudad viene de lejos, más concretamente de una adolescencia en la que una de mis grandes pasiones era la ornitología y, claro, de nuestra Albufera qué les voy a decir que no sepan en este sentido. Rarito que era uno. El caso es que las salidas al lago y a su entorno circundante de dunas y pinos, aquellos los sábados de finales de los ochenta, con las primeras luces, cuando no en plena oscuridad, era ya un ritual. Como decía en mi artículo anterior estos son artículos sobre un patrimonio que crea la mano y el intelecto, pero una vez más el entorno natural y etnológico condiciona, y mucho, en la ciudad de València. A las pedanías o también llamados poblados del sur es inevitable que las identifiquemos con el agua o al menos con las zonas de frontera con esta, aunque es cierto que todavía quedan algunas zonas de huerta y alquerías entre la gran ciudad y el inicio de los arrozales, próximas a la Ciudad de las Ciencias, y más quedaría de no ser por alguna desgraciada actuación expropiatoria de difícil justificación.
De nuevo, y sin ánimo de repetirnos, comprobamos que la mayoría de estas pedanías tienen su origen en antiguas alquerías islámicas que, tras la Reconquista en 1238 y en virtud de lo dispuesto en el Llibre del Repartiment, son adjudicadas a los señores cristianos: el Horno de Alcedo era un rahal o explotación familiar llamada de Benimassol, el Palmar una alquería andalusí, o la pedanía de La Torre, cuyo nombre proviene de otra alquería, aunque en este caso fortificada. También tenemos alguna excepción a esta preexistencia musulmana como son los casos de Pinedo o El Saler, lugares en que su poblamiento se inicia más tarde, puesto que estas tierras estaban ocupadas, literalmente, por el, por entonces, gran lago de la Albufera, siendo su paulatina disminución lo que permitirá los nuevos asentamientos. Sobre el Saler, su nombre vendría de las salinas allí existentes, que, al igual que el lago y el bosque, eran explotaciones reales hasta el siglo XIX. El fabuloso mapa del lago que Anton Van der Wyngaerde que dibujara en 1563, ya señala algunas barracas en lo que hoy es esta pedanía, por lo que el asentamiento es cuando menos del siglo XVI, y posiblemente anterior. No es ocioso mencionar, para que calibremos la importancia de aquella enorme y hermosa lámina de agua dulce, que de las sesenta y dos vistas de ciudades españolas realizadas por encargo de Felipe II, la de la Albufera representa una de las poquísimas vistas realizada exclusivamente sobre un paraje natural.
Cada pedanía tiene su idiosincrasia y una de estas peculiaridades, que se da en el sur de la ciudad, pero también en el norte, es que, aquí también algunos núcleos de población se hallan considerablemente alejados de la metrópoli, como son los casos del Palmar o del Perellonet. Incluso tenemos también una pedanía “invisible” como la de Faitanar, puesto que carece de núcleo como tal, viviendo sus pocos moradores en casas de labranza y alquerías dispersas en el entorno de la huerta, más allá del nuevo cauce, y colindante con poblaciones importantes como Xirivella o Picaña
Ciertamente, no son las pedanías del sur asentamientos de importantes iglesias o hitos arquitectónicos, aunque como excepción siempre me ha llamado la atención visualmente la parroquia de la Purísima Concepción en La Punta por su emplazamiento cerca de la huerta y de la zona portuaria. De grandes hechuras y planta dieciochesca con elevada cúpula sobre tambor con tejas azules, fue, sin embargo, proyectada por el arquitecto saguntino Francisco Mora Berenguer en la primera década del siglo XX. Recordemos que al talento de Francisco Mora le debemos edificios tan emblemáticos y diferentes, estilísticamente, a esta iglesia como el plenamente modernista Mercado de Colón. Otro gran arquitecto, Javier Goerlich, dejó su firma en la pedanía del Horno de Alcedo con el proyecto de 1914 de la parroquia, de reminiscencias neogóticas, dedicada al Cristo de la Agonía. Como curiosidad en la pedanía de La Torre queda un vestigio en forma de torre almenada, hoy en día muy modificado, de lo que pudo ser parte de aquella alquería fortificada.
El lago de la Albufera, las formas de vida que se han desarrollado en su entorno y su arquitectura, ha inspirado a artistas incuestionables, pero también han puesto su ojo y el pincel ignotos pintores de firmas ilegibles, dispuestos a perpetrar el arte más kitsch que el entorno valenciano pueda soportar. Arte que en buena medida fue a revestir el gotelé de las paredes de salitas de espera de algunas consultas de médicos o gestorías de la ciudad. Un ejercicio artístico, más que un arte, que allá por los setenta se obsesionó por la albufera y las barracas que hizo mucho daño y que ahora vive días de depuración. Mucho antes de todo esto, y a un nivel estratosférico en comparación, tendría que ser un salmantino, el pintor Antonio Carnicero quien, a finales del siglo XVIII, pintara una de las pocas escenas, a orillas del lago, presididas por elegantes caballeros y sus sirvientes. Se trata de una obra refinada, que forma parte de las colecciones del Museo del Prado, y de una serie que encargó Carlos IV sobre puertos españoles.
Sorolla, siempre Sorolla, con la Albufera se muestra algo sombrío y Fillol nos habla en sus cuadros del paisaje, pero también de las gentes que allí trabajan con esfuerzo, Alfredo Claros, a otro nivel, se presenta como pintor sensible y luminoso. Todos ellos son artistas dentro de la tradición más académica que se han fijado en el lago .
Hay que tener talento para introducir la modernidad en este entorno tan pintoresco. Hay un artista que lo logra felizmente atrapando los reflejos especulares en el agua de las casetas que albergan los motores, y de las matas de cañizo, conformando una de las series pictóricas más importantes del último tercio del siglo XX en el arte valenciano como es la que llevó a cabo Joaquín Michavila, tras un periodo protagonizado por la abstracción constructivista. Una amplia etapa pictórica, casi obsesiva, que se le ha bautizado con el nombre de “el llac” o también “la casa negra”: acuarelas, ceras, óleo, collages. Grandes formatos, miniaturas. Serie sobradamente conocida por coleccionistas y profesionales, siendo hoy en día de las más buscadas. Michavila. En ocasiones se acerca con ojos más figurativos, en otras, sobre todo al final de su carrera abstrae, diluye, deforma sin que dejemos de reconocer los elementos que componen la obra.