VALÈNCIA. “Al final, se quedan juntos”. O, en versión viejuna, “fueron felices y comieron perdices”. Este es el colofón de innumerables películas y series, el happy end buscado prácticamente desde el principio. La pareja, tras superar diferencias y dificultades, acaba junta y reconociendo su amor. Por el camino, la tensión sexual no resuelta (TSNR) actúa como motor de la acción y gancho para el público, deseoso de asistir al momento en que caerán uno en brazos de la otra y viceversa. Porque esa TSNR no es solo sexo y atracción. Es, en realidad, el amor verdadero, la media naranja, el contigo pan y cebolla, el alma gemela y todas esas cosas que nos han enseñado las ficciones desde siempre: el ideal romántico. El maldito ideal romántico. Si la TSNR está bien desarrollada y escrita, resulta un placer para los espectadores, si no, si se plantea únicamente por rutina, porque tiene que ser así y es lo que dicen los manuales de guion, suele resultar forzada. La química no actúa.
Ciñéndonos a las series, la TSNR inunda producciones de todo tipo: comedias, melodramas, series familiares, policíacos, terror, acción, etc. Míticas fueron Luz de luna, con la compleja relación entre Maddie (Cybill Shepard) y David (Bruce Willis) o la de Expediente X entre Mulder (David Duchovny) y Scully (Gillian Anderson). Ambos ejemplos muestran también que hay muchas formas de mostrar esa TSNR y la dificultad que entraña resolverla, por las grandes consecuencias que tiene para la narración y el enganche de los espectadores. La propia Luz de luna lo resolvió fatal y perdió gran parte de su punch cuando lo hizo, y Expediente X lo resolvió de aquella manera, hurtando al público el momentazo que esperaba.
En las series policiales procedimentales formadas por parejas de investigadores de distinto sexo parece inevitable que surja la TSNR. Así fue con Castle o Bones, donde era uno de los pilares de la ficción y gran parte de sus tramas tenía que ver con el desarrollo de la relación entre los protagonistas, desde el recelo inicial al conocerse hasta el matrimonio y la creación de una familia. De hecho, son pocas las ficciones de este tipo que no lo plantean. Entre ellas, por ejemplo, Ley y orden: unidad de víctimas especiales, donde nunca se ha dado entre Benson y Stabler.
Una serie que ha destacado precisamente por ello es Elementary, recientemente finalizada tras siete temporadas. La serie es una adaptación de las historias de Sherlock Holmes al mundo actual, de forma completamente distinta a la brillantísima serie Sherlock de la BBC. Elementary es una serie muy interesante y, aunque ha tenido sus altibajos (inevitable con tantas temporadas), destaca bastante en el mundo de los procedimentales.
Elementary presenta a un Holmes (Jonny Lee Miller) que vive en Nueva York y trabaja como asesor de la policía. Mantiene las características del personaje de Conan Doyle que tantas veces hemos visto en los muchísimos sherlocks que en el mundo han sido y sus sucedáneos (como Grisom o House): inteligencia portentosa, enorme sentido de la observación, escasas habilidades sociales, personalidad huraña y poco convencional, etc. En esta versión, uno de sus rasgos más conocidos se convierte en esencial: es un adicto, ahora en proceso de rehabilitación, aspecto que tiene una gran importancia en el desarrollo y las motivaciones del personaje.
Watson, por su parte, sufre un cambio esencial: es una mujer, la doctora Joan Watson (Lucy Liu), cirujana retirada tras la muerte de un paciente. Al iniciarse la serie ejerce como asistente de rehabilitación contratada por el padre de Sherlock para cuidarle en su proceso, lo que justifica que viva en la misma casa que el detective y le acompañe en sus pesquisas. Justamente en esa convivencia descubrirá lo mucho que disfruta en las investigaciones y acabará convertida, a su vez, en detective y asesora de la policía.
Con semejante punto de partida era de esperar que se produjera el consabido tira y afloja sentimental entre los protagonistas, porque parece que eso es lo único que daría sentido a la conversión de Watson en personaje femenino. Sorprendentemente, no ha sido así. Ese no es el camino de la serie. No ha habido tensión sexual no resuelta entre ambos, ni asomo de relación amorosa. Y eso es consecuencia de que Joan Watson ha resultado un personaje muy bien escrito, sin duda, el mejor de la serie. Una mujer interesantísima que se sostiene por sí sola, no por ser comparsa de Holmes. Un muy buen personaje femenino, alejado de clichés y con una evolución nada trillada.
La TSNR y la gran historia de amor se da entre Holmes y Moriarty (Natalie Dormer), convertida también en mujer. Si se piensa, tiene mucho sentido y responde a un tópico de este tipo de relatos: la atracción entre el bien y el mal, entre el bueno y el malo, la némesis del héroe. Lo hemos visto desde siempre en infinidad de relatos, solo que eran siempre hombres. Pensemos en algunos ejemplos como, yéndonos al cine, Skyfall o Ben hur, en la que el guionista Gore Vidal escribió la rivalidad entre Ben Hur y Masala como una relación amorosa (atracción, rechazo, venganza) entre dos hombres.
¿Y qué hay entonces entre Holmes y Watson en Elementary? Son amigos, claro. Su relación se parece a la que encontramos en las buddy movies, ya saben, películas de colegas: dos policías que investigan juntos (“es mi compañero” es el mantra que justifica cualquier cosa), dos cowboys que recorren el oeste, etc. en las que la única relación importante es la que se hay entre ellos, por más que aparezcan mujeres como supuestos intereses amorosos a lo largo del camino. Es lo que llamamos bromance (de bro, colega), el romance entre hombres, planteado como una amistad indestructible que está por encima de todo.
Así que la palabra es amor. Amor verdadero. Eso es lo que hay entre Holmes y Watson en Elementary. Respeto profundo a la personalidad y los sentimientos del otro, a su identidad, su independencia y su libertad. Un conocimiento real de quien es la otra persona, con sus debilidades, flaquezas y grietas. Confianza absoluta: no dudamos de que se dejarían matar por salvar al otro. Son capaces de apartarse cuando el otro necesita espacio o soledad. No hay sentido de la posesión. No pierden su identidad. No se pertenecen el uno al otro. No son medias naranjas, sino naranjas enteras que han compartido un recorrido en el que han conocido lo mejor y lo peor del otro. Se han enamorado de otras personas. Pueden vivir separados y, de hecho, lo hacen varias veces a lo largo de la serie, pero saben que son mejores cuando están juntos.
Que al final ese amor se explicite, lo que sucede en el último capítulo y no antes, es la consecuencia lógica de quiénes son y de todo lo vivido, además de un final coherente, no forzado para dar un happy end o completar el relato, por más que lo haga. Cuando llegamos ahí, ya sabíamos lo que les unía, lo habíamos entendido a la perfección. Esto no es esa confusión de amor con posesión que ofrece el dichoso mito del amor romántico. Esto es amor verdadero. No está mal para ser un procedimental de una cadena generalista.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado