MADRID. Hace 128 años, en la Rusia más fría que se pueda imaginar, un escritor llamado Leon Tolstoi escribió en sus Diarios del 1 de febrero de 1889:
Sí, el progreso está en el incremento de la luz, pero la luz es siempre la misma.
Esta entrada de Tolstoi ha hecho que recuerde uno de los versos del último poemario de la fascinante Mercedes Cebrián, Malgastar, publicado en La Bella Varsovia: “Noto cómo me rozan el progreso, el liderazgo, el éxito, / sin embargo, si hubiera aquí un banquito me sentaba/ a mirar, a ver pasar a gente que entra y sale / de sitios”.
Sospecho que el autor ruso no hacía alusión en su entrada al tipo de subida de luz que ahora sufrimos los españoles y que nuestro presidente del Gobierno combate a fuerza de convocar al dios de la lluvia; más bien intuyo que Tolstoi pensaba en la cantidad de luz que su gélida Rusia era capaz de proporcionar a sus hijos campesinos. En cualquier caso, esa entrada del diario que puede leerse como aforismo o greguería, la interpretamos hoy de un modo tristemente poético. ¿Es cierto que la luz sea siempre la misma? Pregúntele a Rajoy.
Leon Tolstoi estuvo escribiendo sus diarios desde 1847 –comenzó con apenas 19 años- hasta veinte días antes de su célebre muerte, ya saben: la noche del 27 al 28 de octubre de 1919, con 82 años recién cumplidos, el escritor abandonó su casa de Yásnaya Poliana mientras todos dormían, incluida su mujer, Sofia Andréyevna Tolstáya, una escritora, copista y fotógrafa que le dio trece hijos en 25 años, sin apenas descanso y en un diván de la casa. En los diarios del escritor no son pocas las ocasiones que se refiere a ella. Sofía Behrs –su nombre de soltera- escribió por su parte otro diario desde el año 1862 hasta el año 1919 que en España ha publicado la editorial Alba. En él no escatimaba reproches a su marido. Especialmente desgarradora es el texto que, con apenas 18 años, Sofía escribe en su diario los días posteriores al de su boda. Justo después de que Leon obligara a leer a su futura mujer sus diarios íntimos -repletos de experiencias sexuales turbulentas, fiestas, emborrachamientos- la joven escribe:
Todo el pasado de mi marido me parece tan horrible. Creo que nunca podré acostumbrarme a eso. Quizá cuando tenga otros objetivos, cuando consiga los niños que deseo tanto, mi vida por fin estará completa y encontraré en ellos esta pureza sin pasado, sin horrores, sin todas las cosas que ahora mismo me producen tanta amargura de mi marido”.
Una de las experiencias más extraordinarias para un “diariófilo” es leer, entremezclados, los diarios del matrimonio. Eran esos escritos íntimos su particular campo de batalla, allí se declaraban amor y reproches a partes iguales. Aquí un ejemplo de los diarios de Leon:
He sido grosero y cruel, y ¿con quién? Con la persona que me ha dado la mayor felicidad de mi vida y a la única a la que amo. Sonia, sé que esto no se olvida, no se perdona, pero te conozco bien y admito toda mi bajeza. Mi pequeña, soy culpable porque soy malo, pero hay dentro de mí un hombre de bien que, por momento, asoma. Ámalo y no le hagas reproches.
En esa misma entrada, invadiendo el diario de su marido, Sofía escribe:
Es L. quien escribió eso, me pidió perdón. Pero después se enfadó de nuevo, ignoro por qué y lo tachó todo.
Los estados de excitación y delirio casi constantes del escritor radicaban en la tenaz persecución que sufría por parte de los medios de comunicación de su época. Autores como J.D. Salinger o Thomas Pynchon tuvieron su antecedente natural en Leon. Las excursiones y visitas a Yásnaya Poliana eran constantes –así se recoge en el libro Conversaciones y entrevistas: encuentros en Yásnaya Poliana, publicado en Fórcola- . Entre esas visitas destacaban las de los pintores de la época que ansiaban tener retratos de ese famoso escritor campesino que estaba revolucionando a una nación. En el verano de 1891, el pintor Iliá Repin fue invitado a la finca. Repin retrató a Tolstoi con una camisa blanca -que la propia Sofía cosió para su marido- y descalzo, muy cerca de la tierra que amaba y loaba en sus escritos.
Tiempo después fue el artista M.V. Nésterov el que pasó una semana en Yásnaya Poliana pintando este cuadro con el lago de fondo.
En ambas imágenes se percibe a un Tolstoi pensativo, idealizado, convertido en una suerte de deidad campesina que todo lo atrapa, que todo lo prende. Un dios que, sin embargo, dudaba de sus propias cualidades tal y como se constata en sus diarios del 3 de febrero de 1898:
Sigo igual de improductivo intelectualmente.
La muerte de Leon estuvo a la altura de sus emocionantes diarios y merecen su propio relato único que ya fue llevado a la gran pantalla. Aquella noche del 27 al 28 de octubre, Tolstoi, acompañado de su médico Makovitski, salió en pijama de casa. El cochero les dejó en la estación de Shékino y allí mismo tomaron el primer tren que llegó. Todos los periódicos contaron la noticia de muerte. El que consiguió la exclusiva fue Konstantín Orlov: había encontrado al anciano Leon, después de días de periplo, con su hija y con cuarenta grados de fiebre en la estación de Astápovo. Su viaje, en el tren y en la vida, había finalizado por una neumonía. Un gran número de informadores, seguidores, campesinos y fotógrafos se acercaron a la estación para ser testigos de la muerte del genio. Sofía llegó más tarde y según cuentan, sólo pudo observar la muerte de su marido desde lejos.