VALÈNCIA. “Lo cierto es que los aeropuertos han visto besos más verdaderos que los salones de bodas y las paredes de los hospitales han escuchado rezos más sinceros que las iglesias” decía Ana María Matute a propósito del único sentimiento que me importa junto con la belleza: el amor. “Si als teus ulls jo veig el mar, vuic ser roca de coral” [Si en tus ojos veo el mar, quiero ser roca de coral] añadió la cantante Suu y Carlos Sadness en su single “Barcelona Tropical”. El amor a lo que vivimos es la experiencia más completa que nos puede brindar la vida.
La mejor sidra se hace en una casa de Grameo, una aldea asturiana en plena cuenca minera, con cuarenta habitantes y mil quinientos metros de altura desde donde no se ve nada al amanecer por una nube que se encaja en el valle. No hay discusión, es esa. “Esa sidra no se escancia. Se bebe directa” nos dijo una asturiana majísima que teníamos por vecina. Y tenía razón. Aquella era una verdadera sidra. Un licor perfecto. Una aldea de casitas de colores, en las que el gallo canta a deshoras porque está desorientado y el gato Winnie es simpatiquísimo, se convierten en el contexto para hablar del amor al verano en España. Ya sedujo el Cantábrico a Joaquín Sorolla hace más de cien años.
Corría la Belle Époque –ese período anterior a la Primera Guerra Mundial en el que el lujo se manifestaba de formas desorbitadas entre las clases altas y la miseria era indiscutible para el setenta por ciento de la sociedad– y San Sebastián, Ribadesella, Zarautz o Santander se establecieron como epicentro del lujo estival de las clases altas españolas. En él, la élite social desplegaba sus mejores vestidos, se disfrazaba, iba a la playa, daba fiestas y recepciones a las que iba la realeza… ¡Comillas se convirtió en la capital española por un día el cinco de septiembre de 1881 tras la decisión de convocar el consejo de ministros! Sorolla trazó un minucioso recorrido por la sucesión de tendencias de la época del cambio de siglo desde esas playas, que, en definitiva, son reflejo de las profundas transformaciones que impuso la llegada de la modernidad a la sociedad.
La visión del artista valenciano planea sobre todos los ámbitos y siempre se basa en la importancia indudable de esa tímida hermana del arte: la moda. Descubrimos un Sorolla íntimo, que pinta a su mujer y a su hija como sus musas, abriéndonos una ventana a su vida privada y su realidad cotidiana. También un Sorolla público, un afamado retratista de la alta sociedad que plasmó los nuevos hábitos de ocio de la pujante burguesía, como los viajes para tomar saludables baños de mar a la costa cantábrica o levantina que empezaban a ponerse de moda entre las élites y que fueron el germen del turismo actual. También un Sorolla bohemio, que viaja con frecuencia a París y se convierte en cronista visual del ambiente vanguardista de los cafés, del teatro, de la ópera, de la Alta Costura y, en definitiva, de los nuevos placeres de la vida urbana y cosmopolita. Siempre tomaba especial atención en recrear la moda del momento, que podemos apreciar en recopilaciones fotográficas y en su obra, como únicos testigos de una época y sociedad que iba quedando atrás a medida que los actos se iban superponiendo. Veranos en el Cantábrico (Editorial Turner, 2022) retrató a este Sorolla. Mariana Gasset –su editora y cabeza pensante detrás del proyecto– encontró entre familias y aristócratas a Sorolla. Manuel Carvajal (1865-1936), duque de la Vega y marqués de Aguilafuente, no se despegaba de la cámara. Una de sus instantáneas más logradas es el retrato del pintor Joaquín Sorolla en Zarautz, con el Cantábrico en el horizonte y un lienzo todavía fresco. El cuadro se titula “Bajo el toldo, Zarautz”. Hoy en día, esos popelines blancos en forma de vestido –todavía quedaban años hasta la llegada del bikini– con guantes y pamelas atadas con ligeros chales fue la forma con la que el pintor retrató a su familia en tierras bañadas por el Cantábrico.