En Madrid existen diversos establecimientos conservadores donde el paso del tiempo y las distancias sociales se borran y se acentúan a un tiempo
VALENCIA. El empresario Mithy Geoldin propuso a Mistinguette, que ya rondaba los ochenta, un espectáculo de despedida en una nueva revista en la cual una vieja vedette de variedades enseñan a una joven estrella los secretos del teatro ligero. “Me parece estupendo” -contestó entusiasmada Mistinguette- “pero, ¿quién hará el papel de vieja?”. La partida de nacimiento es una mentira convencional y la edad es un estado de ánimo: la juventud es una costumbre a conservar.
En Madrid existen diversos establecimientos conservadores donde el paso del tiempo y las distancias sociales se borran y se acentúan a un tiempo según quién domine el arte de la educación. Se llaman clubs, y en ellos se reúnen las personalidades que pueden pagarse la distinción de no ser importunadas por la fastidiosa ordinary people y el don de la clandestinidad.
Me introduce en dos de estos clubes el pintor Fernando Bellver, nieto-sobrino de Ricardo Bellver, el escultor del Ángel Caído, misterioso monumento en bronce a Lucifer sito en el Retiro, creado para la exposición de Bellas Artes de París de 1877 en la que ganó el primer premio por su singular calidad.
Fernando es es descendiente de una saga de escultores e imagineros que se remonta hasta principios del siglo XIII, partiendo del pueblo catalán de Bellver a Valencia, de ahí a Palma de Mallorca, para regresar en el siglo XVI a Valencia de donde pasarían a Madrid para dirigir la Academia de San Fernando a la muerte de Francisco de Goya. La vida de los artistas (“autónomos”, como prefiere llamarlos él) es siempre incierta: no siempre viaja un artista en busca de la fama, sino huyendo de la ruina, única manera de encontrar el éxito.
El Club A.R.G.O. se encuentra en la plaza de Santa Ana, en el viejo edifico que fuera residencia del ministro de Alfonso XIII, José Canalejas: cinco plantas que incluyen biblioteca de aires británicos, restaurante de club gastronómico, bar inagotable, zona de baile; permitido fumar, ático desde donde otear los tejados y camareros más educados que algunos de sus clientes pues no cierran hasta que el último socio se va. Únicamente se puede acceder si se ha sido invitado y allí se dan cita altos ejecutivos o gente canallesca de las artes; es decir, que te podrías encontrar desde al valenciano empresario Enrique Bañuelos,que estuvo en la revista Forbes entre los más ricos del mundo, o a Eduardo Galán, de la Revista Mongolia.
Aprovecho para alfombrarle de claveles la Gran Vía y llevar allí a Reme Maldonano, gerente y musa del mítico club nocturno valenciano La Edad de Oro, que ha venido a visitarme en los Microteatros junto a la productora Eva Vizcarra, que tiene su merecido reconocimiento en Madrid. Por cierto, que hay otros dos actores valencianos triunfando en estos Microteatros: Juan Ballester y Joan Ruiz, mallorquín de origen encargado del mismo espacio multidisciplinar en Ruzafa. La visita merece la pena.
El otro club es tan elitista o “pijo” -entre sus miembros está AliciaKoplowitz- que uno de sus socios fundadores me pide que no le haga publicidad. Es un piso de mediados del siglo XIX de 800 metros cuadrados en la calle Jorge Juan donde, después de escanear tu huella digital, puedes hojear el Newyorker en total intimidad. En sus paredes cuelgan varios Picasso, Barceló, algún Antonio López, cedidos por sus propios socios, entre los que puedes encontrar al enfant terrible del vino español, Telmo Rodríguez o a la saga de abogados Salvador Orlando,cuyo hijo Pablo me ha invitado a presentar su libro de poesía “Hábitos furtivos” bajo ese exclusivo techo donde me encuentro como en mi habitat natural.
También la gastronomía de la capital de España es un club: como cuando sacas las cerezas de una cesta, están todos relacionados, aprendiendo, compitiendo unos con otros y con ellos mismos, lo que hace que la hostelería no sólo un sea un negocio sino un espectáculo de camareros militarizados, productos novedosos y cocineros realistas, sí, pero creativos.
En los salones del Teatro Real, Paco y Rosa Vañó -hijos de Luis Vañó, ex presidente del Banco Árabe Español, nacido en Bocairent- presentaron el décimo aniversario de su colección de aceite Primer Día de Cosecha. En esta edición sus botellas fueron diseñadas, en color cereza, por el cantante Raphael, de gira con su Raphael Sinfónico y de estreno con una contenida interpretación en Mi gran noche, de Álex de la Iglesia. Los aceites extra vírgenes de Castillo de Canena, que se exportan a todo como el mundo como referente de la oliva jienense, se guardan en botellas icónicas diseñadas por personalidades del arte, el deporte o las ciencias, como Enrique Ponce, Ainhoa Arteta o Pau Gasol.
Estuvieron catando las variedades de aromáticas Picual y Arbequina: Rafael Ansón, poderoso presidente de la Real Academia de Gastronomía; Pilar De Haya Huarte-Mendicoa, de la revista Restaurantes y vinos, creadora de las originales Catas Canallas; María Victoria de Rojas, responsable de la revista Ejecutivos; la diseñadora Sara Navarro, de SarahWorld; Begoña Alejandra Novillo, de la revista In&Out; el polifacético Rafael Rincón, del Trotamanteles; el inveterado joyero Joaquín Berao, diseñador de una de las etiquetas, que me aseguró que en Japón existe un restaurante con el muy oriental nombre de Sábado Sabadete; la jerezana Paz Ivisón, Xerry-Lover y una de las mujeres que más sabe de vinos de España, que ya debe estar aburrida de tanta asociación de mujeres en la gastronomía, vistas como si fueran una atracción especial entomológica; la veterana chica Telva Mª Jesús Gil de Antuñano, periodista gastronómica de rancio abolengo, y la joven escritora Yanet Acosta, autora de El Chef ha muerto y experta en comida de la India.
La excelente mujer de sociedad Natalia Figueroa siempre deja, como la Penélope de la Odisea, amplio espacio a su esposo: le da todo el protagonismo en eso de venderse sin aparecer nunca colgada de su brazo como ocurre en otras parejas. Natalia es la empatía personificada, educada y pulcramente vestida, con una distinción que se diría que no le cabe un piñón en la boca. Su constancia siempre me recuerda aquella respuesta del crítico de misas Eduardo Gil de Muro, quien al ser preguntado por Ángel Casas sobre qué era lo peor de una misa le dijo: “Lo peor de una misa es cuando el sacerdote lo hace por inercia, por rutina”. O sea, cuando el oficiante se transforma en funcionario en lugar de ser artista. Y no hay nadie más entregado, como creador personal avant la lettre, que la pareja de un artista.