Antes de las tormentosas relaciones adultas que Kerouac mantuvo con Mardou Fox o con la prostituta mexicana Tristessa, hubo una mujer que encarnó en su historia personal la figura del enamoramiento primerizo, ese que dicen, nunca se olvida
VALENCIA. “Fue en el baile. El Rex Ballroom; con guardarropas en un vestíbulo atravesado por corrientes de aire, una ventana, percheros, nieve recién caída sobre la entrada; chicas sonrosadas y chicos apuestos entrando atropelladamente, los chicos entrechocando tacones, las chicas con tacón alto, vestidos cortos de los años treinta luciendo piernas sexys”. Hasta ese momento hemos asistido a un plano secuencia de cuatro capítulos, veinte páginas de recorrido junto a un grupo de chicos franconcanadienses -y uno griego- que se disponen a disfrutar del cambio de año en su pequeño Lowell, en su gran país americano todavía ajeno al nuevo incendio mundial que lejos de allí, cruzando el océano, ya arrasaba naciones. Es la Nochevieja de 1939 y nada malo puede pasar. Scotty Boldieu, Albert Lauzon, Vinny Bergerac, G.J. Rigopoulos y Jacky Duluoz tienen hambre de vida, pero no conocen bien todavía ni el protocolo ni el menú.
Por ahora solo una pandilla preocupada por los asuntos que pueden preocupar a un grupo de adolescentes: el sexo, el amor, la amistad, la diversión. También el futuro, aunque a esas edades y en esos lugares no sea más que un concepto abstracto, en muchas ocasiones encarnado en la figura de los progenitores de cada uno: si tu padre y tu madre se conocieron en un baile y después de aquel encuentro furtivo en el cobertizo te engendraron y se casaron y tu padre montó un taller que nunca ha funcionado del todo bien pero aun así resiste y da para facturas y algunas latas de cerveza diarias, entonces tu futuro tiene forma de baile, de cobertizo, de boda, de nacimiento, de taller y de latas de cerveza diarias. Las cosas se simplifican siguiendo una relación directamente proporcional a la población de tu pueblo o ciudad. A mayor número de habitantes, mayor complejidad. A menor número de habitantes, menor complejidad y menores posibilidades donde elegir.
Jacky, búscate una buena chica, ten hijos pronto, encuentra un trabajo y listo, ya puedes dedicarte a envejecer hasta que llegue el momento de hacer las maletas y largarse de Lowell y de la Tierra para siempre. Ese parece ser el mensaje que mana de cualquier esquina en Massachusetts Street, del agua del río Concord, de los patios de Princeton Boulevard, de los depósitos de gasolina detrás de las fábricas y de Chelmsford Street. Se escucha en Middlesex y en las vías del tren. Es un eco sofocado, que aunque apenas audible, nunca desaparece. Es la costumbre. Por eso cuando Jacky conoció a Maggie Cassidy en el baile de la Nochevieja de 1939 sintió que alguien acababa de activar el mecanismo que transporta a la gente de Lowell hacia el futuro: allá adelante la locomotora ya empezaba a echar humo y los vagones, tras un ligero temblor inicial, se desperezaban y se ponían a rodar. Él iba en el vagón de cola, sí, pero había cogido el tren.
Maggie Cassidy, irlandesa, “recién madurada, su carne rebosaba y estaba firme bajo el lustroso cinturón de su vestido; su boca formaba un mohín tierno, rico, rojo, sus rizos negros adornaban a veces el ceño suave como la nieve; sus labios desprendían auras rosadas que insinuaban toda su salud y alegría, diecisiete años tenía”. Y era mayor que él. Más resuelta que él. Maggie era una mujer y Jacky, con dieciséis, por muy buen deportista que fuese, por muchos insultos que saliesen de su boca cuando peleaba con sus amigos y se placaban sobre la nieve, era solo un chico. A Jacky le faltaba mucho que aprender todavía; antes de convertirse en el Jack marinero, en el Jack fugitivo, en el Jack Kerouac beatnik, viajero, escritor, bodhisattva e iluminado por el satori que llegaría a ser, tenía que ser el Jack adolescente corazón roto -no se puede empezar la casa por el tejado-. Precisamente este periodo previo a los amores salvajes con la Mardou Fox negra y subterránea o con la prostituta mexicana Tristessa es el que se recoge en Maggie Cassidy, una historia de juventud publicada por Contra que amplía el catálogo de textos de Kerouac traducidos al castellano a nuestra disposición.
Escrita en 1953 y publicada en 1959 tras el éxito de On The Road -que fue escrita en 1951 y publicada en 1957-, Maggie Cassidy es un viaje hasta la adolescencia de un autor conocido principalmente por sus aventuras en la carretera, en la barra de un bar o en clubes de jazz, pero que como todo el mundo que llega a la edad adulta, en algún momento fue un adolescente en busca del sentido de la vida; un joven preguntándose quién es y hacia dónde se supone que tiene que ir. En este libro acompañamos a Kerouac en su fase temprana de descubrimientos y revelaciones, que aquí no tendrán que ver con filosofías, religiones o esoterismo oriental, sino con todo lo que conllevan las relaciones humanas: sus grandes cimas y sus simas más miserables. El joven Kerouac se fogueará con una compañera para la que en el fondo, no está preparado; con ella aprenderá el verdadero significado de la palabra impotencia, la profundidad auténtica de los celos, la soledad interminable del abandono y el éxtasis salvífico del beso correspondido tras una larga agonía.
“La música es tan hermosa y triste que me inclino para oírla de pie pensando perdido en mi tragedia del sábado noche […] veo que quiero abrazar a mi Gransombra Maggie durante toda la eternidad. El amor se ha perdido por completo”. Es un privilegio ser testigo de los sentimientos de un Kerouac previo a su propia leyenda, un Kerouac vulnerable -casi indefenso- que aún no es un ídolo, solo un chico francocanadiense de Lowella aprendiendo a vivir. A ritmo de bebop literario, con un estilo y un pulso similar al de sus obras más célebres, en esta ocasión también se vuela sobre las frases y las ideas; si nunca se ha leído a Kerouac, téngase en cuenta que su ruptura con la norma es de hecho una de las razones por las que le recordamos. En Maggie Cassidy el torrente de sensibilidad del autor fluye todo lo libre que puede; a veces nos parecerá estar leyendo un poemario, en otras un diario personal en el que uno no se preocupa por la coherencia del producto final. A fin de cuentas, lo que hacía Kerouac, más que escribir, era vivir frenéticamente sobre el papel en el que mecanografiaba su historia, que termina de la mejor manera posible, con una lápida en la que se puede leer: “Ti Jean”, John L. Kerouac. He honored life.