VALÈNCIA. Manuel Rivas vuelve a la novela en Detrás del cielo (Alfaguara, 2024), una novela en la que, a partir de la caza, refleja toda la violencia contenida en el mundo. El gallego, que recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas, mantiene su compromiso con una visión del mundo oscura, pero que se puede desmontar, y no deja de contar las pequeñas brechas que se abren en ese aire irrespirable.
El autor, que presentó ayer el libro en València, atendió las preguntas de Culturplaza.
—Anunciaron el Premio Nacional de las Letras Españolas 2024 tan solo seis días después de la publicación de este Detrás del cielo. ¿Cómo viviste ese momento tras tantos años sin publicar una novela?
—La novela estaba ahí, pero el premio reconoce, según el jurado, una trayectoria. Los más contentos son los libros, porque lo que se premia es lo que uno ha escrito. Y bueno, en mi país se da las gracias... sobre todo sabiendo que fue un jurado múltiple y que había muchas personas que podrían haberlo merecido.
Luego también reflexiono sobre esa referencia a la cultura y a la literatura de Galicia en el fallo. Pienso que es algo para compartir; que más que ser un sujeto premiado, te conviertes en un mensaje para toda esa gente. Porque uno no es solo uno mismo, también es su país, un heredero, y alguien que comparte el polen del ambiente con mucha otra gente.
—Hablemos ya de la novela. Qué curioso que el primer antagonista sea un jabalí, conocido como El Solitario.
—Es interesante porque hay una especie de humanización del jabalí, pero no para considerarlo una maravilla de la naturaleza, sino para destruirlo. El Solitario me fascina, como otros animales que aparecen en la novela, porque simboliza que sigue existiendo vida salvaje. En el mundo en el que vivimos, ver desde un gorrión en el parque hasta seres que no quieren cruzarse con un humano es realmente asombroso.
Esa resistencia a la domesticación, a la docilidad... Y El Solitario tiene otra dimensión muy interesante: ha elegido su soledad. Esa soledad elegida, más allá de la soledad forzada, es algo que solemos asociar a la conciencia humana, pero aquí aparece en el mundo animal. Este jabalí no solo ha elegido estar solo, sino que es un rey que no quiere reinar. Eso le da una dimensión mitológica.
Cuando trabajaba con este personaje, evidentemente estaba observando a un animal real, pero al mismo tiempo, percibía un ser que atravesaba los tiempos. Y esa estigmatización que se le atribuye para justificar su caza, para convertirlo en un trofeo, refleja cómo tratamos a los animales en la realidad.
—La caza, como práctica, tiene reglas explícitas e implícitas que parecen otorgar a ciertos hombres un compadreo, una libertad particular, para actuar y hablar con cierta impunidad. ¿Por qué elegiste este contexto para explorar personajes tan siniestros?
—La caza es a la vez símbolo y ejercicio del poder. A lo largo de la historia, desde luego, en la época de los cazadores y recolectores era una cuestión de supervivencia, algo completamente distinto. Pero cuando deja de ser necesaria, se transforma en un instrumento y un símbolo de poder. Piensa, por ejemplo, en la Galería de Reyes y Felipe IV como cazador. O cómo el dictador que tuvimos hasta ayer en España se dedicaba a cazar cuando no firmaba decretos y penas de muerte. Aquí la caza adquiere esa dimensión simbólica del poder despótico, que hoy en día también se convierte en un poder depredador.
Ortega y Gasset llegó a escribir un ensayo sobre la caza como práctica deportiva. Pero creo que, en esencia, la caza es la sustitución de la palabra y la curiosidad. Es una expresión de excitación destructiva, que contrasta con la excitación creativa. Entre las máscaras del poder, la de la caza es de las más cargadas históricamente.
Hice una visita al Pazo de Meirás cuando aún pertenecía a los descendientes del dictador Franco. Entré con una comisión de historiadores y, en el salón principal, todas las paredes estaban llenas de trofeos de caza. El lugar era absolutamente siniestro: aquellos animales disecados parecían espectros que te miraban. Pero no solo veías a los animales, también percibías a las personas que habían sido sometidas por el mismo poder que los cazó.
Me impactó especialmente pensar que ese lugar había sido, en origen, sitio de recreo y creación de Emilia Pardo Bazán, que era donde llevaba a sus amantes. Y había sido transformado en un espacio cargado de violencia simbólica, un choque entre Eros y Tánatos.
—Se insiste en que un escritor tiene que utilizar las palabras para llegar a algo bello. Pero aquí las conversaciones son testoterónicas y violentas, nada que ver con la belleza ¿Cómo te enfrentas a ello como escritor, sabiendo que eres una persona comprometida?
—Creo que conocemos a las personas cuando empiezan a hablar, no por cómo visten o qué objetos llevan. Eso sería costumbrismo. Es a través de las palabras que intuimos cómo se mueven en el mundo, cómo mandan o quieren mandar. Las palabras anticipan, son un detector de lo que puede suceder. Kapuściński decía que sabemos que habrá guerra porque cambia el vocabulario, y algo similar ocurre aquí.
Estas conversaciones violentas son rituales que reflejan la estructura del poder, y son parte de lo que creo que es el propósito de la literatura: explorar las zonas de sombra, los lados oscuros. Si amputáramos esa exploración, mataríamos la literatura, reduciéndola a sermones o ensayos.
Hay una carta que George Sand envió a Flaubert donde le preguntaba por qué no usaba su talento para transmitir bondad y hacer mejores a las personas. Flaubert respondió: "Llevamos dentro el bien y el mal, y ambos luchan en nuestro interior. Lo que me interesa es el matiz que surge de esa alquimia".
Como escritor, yo escucho. Y eso significa no interrumpir. A veces, escuchar al demonio es necesario. Porque, al final, sabemos que el verdadero demonio muchas veces viste de cardenal.
La belleza puede ser muy convulsa, compleja. Una vez, un pintor se enfadó conmigo porque le pregunté sobre la belleza. Me respondió: "Un incendio en un bosque también es belleza".
—¿Cuánto de la crueldad de tus personajes depende de su pasado y cuánto de decisiones conscientes que toman para perpetuar esa violencia? La tradición y la decisión parecen entrelazadas…
—Sin duda, hay una mezcla de ambas. Cada personaje tiene su propio matiz, y no es mi papel decidir qué castigo o juicio merecen, pero lo que sí veo es que el poder despótico, que a menudo comparten, tiene una jerarquía implacable. Los déspotas se eliminan unos a otros en una lucha constante por alcanzar un poder absoluto, un poder que nunca les satisface, porque su objetivo final es anular completamente al contrario, dominar la mente y el espíritu de los demás. Por eso volvemos al tema de la caza: ese poder depredador que busca someter no solo a las personas, sino también a la naturaleza y al curso de la historia. En este brutalismo contemporáneo que vivimos, esa idea del "nosotros" frente a "los otros" se ha convertido en una herramienta peligrosa. Pero también es interesante observar qué los desmonta.
—¿Cómo se puede salir de la espiral de violencia que estos personajes generan? Pasa que las mujeres, que se enfrentan a estos, lo hacen desde la confrontación que alimenta también esa violencia.
—Hay un punto de partida en esta historia que fue casi una obsesión para mí: Carl Schmitt, el arquitecto jurídico del nazismo, un tipo brillante pero siniestro, decía: "Caín mató a Abel, así empezó la historia del mundo". Yo que creo que la humanidad empezó con el ser humano queriendo contarse cuentos, me encuentro con la idea de que la historia humana es como un crimen prolongado.
En Detrás del cielo, la caza animal se transforma en una caza humana, Tras do Ceo -lo que allí se desata- es una metáfora de la historia, del mundo, e incluso de España. Pero también aparecen personajes que desarticulan este poder despótico. Y lo hacen con una herramienta inesperada: el humor. El humor tiene la capacidad de desmontar esas palabras que pavimentan el odio. Es una forma de rebeldía sutil, pero profundamente efectiva. Frente a la violencia, el humor no solo desactiva, también crea un espacio de resistencia.
Y sobre los personajes de las mujeres, el relato de Caín y Abel tiene su contrapunto en Eva, que desobedece al "gran capo" al comer el fruto prohibido. Ese acto de desobediencia, presentado como pecado original, en realidad puede ser visto como una metáfora de la rebeldía frente a la injusticia. Creo que la clave para salir de esta espiral de violencia está ahí: en no dar el consentimiento, en no decir amén.
—Decías que Tras do Ceo es una metáfora del mundo y de España, pero te pregunto justo lo contrario. Aunque aborda temas universales, hay elementos culturales que la anclan en Galicia. ¿Qué hace que esta historia sea, en realidad, profundamente gallega?
—Me parece interesante que le des la vuelta, porque es habitual hablar de cómo lo local se convierte en universal. Muchas obras literarias y creativas parten de ubicaciones muy concretas. Por ejemplo, con Ulises podemos trazar un mapa y reconstruir la memoria a partir de un lugar específico. Pero creo que lo universal no existe sin los detalles singulares, sin la precisión en los giros, en las formas de hablar, en lo que ancla la historia a su territorio. Es esa concreción la que hace que la narrativa sea verídica.
Hoy en día hay mucha literatura que podríamos llamar "de aeropuerto", una suerte de cosmopaletismo que pretende hablar de todo pero que no pertenece a ningún lugar. Dicen: "Esto podría pasar en cualquier parte". Pero no, cuando digo que Tras do Ceo es una metáfora, me refiero a que primero es una historia cargada de realidad. Cada planta mencionada, los movimientos de la niebla como un gran animal, las estaciones, los giros idiomáticos, los tics de los personajes, las experiencias de la emigración... Todo está basado en una realidad muy precisa, y para mí esa precisión es esencial al escribir.