Aunque sin llegar a la altura de 'Fargo Rock City', el periodista americano Chuck Klosterman regresa a las librerías con una obra llena de humor, rock y mala baba
VALÈNCIA.-¿Es usted una de esas raras personas que, antes de hacer un viaje o dos de 30 minutos en coche aún se detienes ante su colección de CDs para elegir los dos que pondrán la banda sonora al camino y uno más por si acaso? ¿Considera a New Order una castaña y al tiempo es incapaz de negar la evidencia de que Crazy In Love de Beyoncé es un temazo? ¿Ha construido en alguna ocasión una teoría absurda y la ha defendido con vehemencia frente a sus colegas sobre, por ejemplo, qué grupo musical ha contribuido con más ahínco a la miseria cultural de España? Si es así, está de enhorabuena porque en Matarse para vivir (85% de una historia real) (Es Pop Ediciones) habrá encontrado una compañía inmejorable para esas tardes de birra y piscina veraniegas que seguramente también ansía.
Y es que para conectar con Chuck Klosterman, el autor de este, hay que ser de una pasta especial. Klosterman no es muy popular en España, pero en Estados Unidos es un reconocido periodista cultural que ha firmado en Squire, Spin, GQ, The New York Times Magazine y todas esas publicaciones en las que, los que alguna vez hemos aspirado a ser gurús culturales de la modernidad en España, hurgamos con el fin de regurgitar con mayor o menor fortuna algún artículo para el Jot Down o CulturPlaza. Sin embargo, Klosterman tiene una ventaja sobre nosotros: nació en los Estados Unidos.
Porque, aunque desde su perspectiva eso le sirviera para plasmar de modo irónico y crítico la herencia cultural que le supuso crecer bajo la influencia del hard rock ochentero en su seminal e imprescindible Fargo Rock City (también publicado por Es Pop, que recientemente ha sacado una nueva edición), es una necedad no reconocer que hace más daño haber crecido en un país en el que en tu radio se ha reivindicado a Mecano durante décadas, que en otro en el que la MTV te bombardeara con vídeos de Mötley Crüe.
Y si aquel libro —publicado originalmente en 2001— fue una joya, este Matarse para vivir —que Klosterman escribió en 2005—, si bien no alcanza su cima básicamente por carecer de una tesis tan potente como aquel de hilo conductor, no deja de ser una entretenídisima obra de la manera peculiar y única que son los textos del periodista. Porque lo que aquí hace Klosterman, independientemente de que tenga forma de libro y narre su viaje por una parte de Estados Unidos siguiendo un itinerario por lugares en que se han producido muertes relacionadas con el rock, es brindarnos la oportunidad de conversar con él. Bueno, lo cierto es que solo habla él, pero es la sensación más próxima a revivir esas interminables conversaciones con amigos sobre música, novias, sexo, drogas y las derrotas de cada día, que seguramente, cualquier mayor de 35 años pueda tener en la actualidad.
Klosterman articula el libro alrededor de su viaje, fruto de un encargo de la revista Esquire para hacer un reportaje sobre esos lugares marco de una tragedia, y en paralelo desnuda con ironía y descaro su incapacidad para mantener unas relaciones amorosas que nos presenta cuando parece que, en ese viaje, pueden llegar a su fin. Sin embargo, aunque esas dos tramas conduzcan el avance del ensayo, son las disquisiciones del autor sobre cultura rock el verdadero hito del mismo. De ahí la cuestión inicial.
Matarse para vivir puede no conectar con quien considere que coleccionar discos es una estupidez en los tiempos de Spotify, o una vulgaridad para los seguidores de los cánones culturetas. Klosterman reivindica a Rod Stewart y a Kiss; fulmina a todas las personas que van a conciertos “para luego poder tirarse el moco” (eso en 2005, ahora hablaríamos del 90%); desprecia a Elvis y su legado de caspa en la cultura americana en una tesis que sería equiparable para el trato que se dispensa en España a Raphael o Bertín Osborne; o resitúa a Ian Curtis por encima de los nuevos dogmas (“Cantidad de gente ha canonizado a Ian Curtis, de Joy Division, por acabar colgado de una soga en 1980, pero formaba parte de su estética; el odio por uno mismo era su única directriz. Probablemente todos los componentes del grupo deberían haberse ahorcado. Nadie habría echado de menos a New Order, excepto un puñado de idiotas convencidos de que drogarse y bailar es más divertido que beber y ponerse digno”, ironiza en un momento magnífico).
Para muchos, como digo, Klosterman hablará en chino o simplemente será un cretino (sentimiento que no dudamos que sería recíproco), pero para otros, quizás para usted, que —como sostiene el autor en otra teoría cultivada seguramente en muchas tardes de tertulia— sabe que en algún momento de nuestras vidas “la música Led Zeppelin suena como la perfecta plasmación de la más perfecta versión de tu 'yo' enrollado” y echa de menos conversar y teorizar sobre ellos con los colegas, Klosterman y su Matarse para vivir quizás sean su mejor amigo mientras vigila, por encima del libro, que el nene no se le mee en la piscina.