CRÍTICA DE CONCIERTO

Nancy Fabiola Herrera: un viaje con predominio de lo hispano-antillano

París, España, Cuba y los campos de algodón americanos fueron el hilo conductor de las obras ofrecidas en el Palau de la Música

2/02/2018 - 

VALÈNCIA. Un recorrido a lo largo del canto español (o de inspiración española), hispano-cubano y afroamericano, llevó a Nancy Fabiola Herrera desde Pauline Viardot hasta la habanera de Carmen (brindada como regalo), pasando por Granados, Antón García Abril, Miquel Ortega, Xavier Monsalvatge, Joan Comellas y los espirituales negros. El trayecto, ciertamente, era ambicioso. Porque pasar de un nombre como el de Viardot, ligado al enriquecedor método de canto que su familia (la del famoso cantante y profesor Manuel García) estableció en el siglo XIX, sumergirse luego en las dramáticas tonadillas de Granados, picotear en dos españoles contemporáneos, aterrizar en el Caribe, pasear por las iglesias negras del sur de EEUU, y retornar a Europa con una cigarrera tan estimulante como Carmen, tiene su mérito. Pero también sus riesgos.

Se agradeció mucho el foco puesto sobre el trabajo de Pauline Viardot-García (1821-1910), siempre conocida como “hija de” (Manuel García), “hermana de” (María Malibrán y Manuel García jr.) o, eso sí, mezzosoprano importantísima, pero poco conocida en su labor como compositora y en las habilidades como pianista. A esta última faceta tuvo que renunciar por imperativos e intereses familiares, a pesar de haber sido alumna del mismísimo Franz Liszt. No se quedó, sin embargo, arrinconada. Su voz, bien templada en la escuela del padre, triunfó en toda Europa, y fue admirada por nombres tan ilustres como los de Saint-Saëns, Chopin, Rossini, Delacroix o George Sand. En el caso de Ivan Turguénev, la admiración se convirtió en mucho más que eso.

Nancy Fabiola Herrera interpretó con gusto su música, aunque el hecho de desgranar obras con el gen de los García, grandes investigadores de estilos, técnicas y secretos belcantistas, hizo que cualquier pequeña desigualdad entre los registros de la voz o en la regulación dinámica, chirriara más de la cuenta. Estuvo bien acompañada, al igual que en todo el recital, por el pianista Rubén Fernández Aguirre. En cuanto a la labor de Viardot como compositora, de las tres piezas presentadas el miércoles (“Madrid” y “Les filles de Cadix”, con texto de Alfred de Musset, y una habanera de versos anónimos), pareció ésta la más conseguida, con una delicada síntesis entre el ritmo caribeño y la factura francesa.La mezzo canaria abordó a continuación las Tres majas dolorosas de Granados, que pusieron en escena al amor dándose la mano con la muerte, exigiendo del intérprete fuertes dosis de dramatismo que estuvieron bien servidas, con un fiato considerable y un fraseo muy expresivo. Sólo cupo reprocharle alguna estridencia en el agudo, así como la mala articulación del castellano, que hubiera hecho difícil la comprensión del texto (de Fernando Periquet) de no haberse reproducido en el programa de mano. Este problema fue constante a lo largo de la velada.

Las Canciones de Valldemosa, de Antón García Abril sobre textos de Antonio Gala, añadieron al recital unas nuevas coordenadas, de mayor suavidad, que facilitaron a la mezzo lucir registros más igualados, graves consistentes y una notable delicadeza expresiva. Acabó la primera parte con tres poemas de García Lorca musicados por el compositor y director de orquesta catalán Miquel Ortega. El canto, muy atractivo, se quedó algo corto en la plasmación del drama latente en los textos lorquianos.

En la segunda parte del recital, Herrera abordó las Cinco canciones negras de Xavier Montsalvatge, un conjunto de piezas que, precisamente, ya se le habían escuchado en la misma sala (octubre de 2014), si bien acompañada entonces por la Orquesta de Valencia y Yaron Traub. En la primera (“Cuba dentro de mi piano”, con texto de Rafael Alberti), voz y piano lloran, con ritmo de habanera, la pérdida de esa colonia. “Punto de habanera”, cuyos versos escribió Nestor Luján, estuvo muy bien cantada. La mala dicción se acentuó en “Chévere” (texto de Nicolás Guillén). La famosísima “Canción de cuna para dormir a un negrito” (versos de Pereda Valdés) fue interpretada de forma irreprochable, haciendo gala, además, de un sofisticado nivel en cuanto a técnica vocal. Pero no logró transmitir toda la ternura que contiene, y, al igual que en el “Canto negro” posterior, faltó algo de idiomatismo.

Tres breves piezas de Joan Comellas i Maristany concluyeron con éxito el recorrido antillano para pasar al capítulo de los Espirituales negros, donde, curiosamente, la dicción pareció mejorar al cantar en inglés. Sin embargo, es éste un mundo muy difícil de afrontar desde Europa, pues requiere un adiestramiento in situ, y unos entornos sociales muy determinados para su maduración. La impostación de corte operístico les perjudica, y el asunto no se soluciona dando unos cuantos gritos. La raza ayuda, pero no lo es todo: muchos cantantes negros de formación clásica fracasan también al abordarlos. La mezzo canaria no logró en ellos el feeling ni la capacidad improvisatoria que necesitan, además de la intensidad emocional -de alta graduación- indispensable para el género. No es nada extraño, por otra parte. Imagínense a un canadiense de Alberta, por ejemplo, cantando flamenco: la probabilidad de éxito parece escasa.

Sin embargo, el público aplaudió mucho, y exigió obras fuera de programa. La primera de ellas volvió a repetir la actuación de 2014. Se dio como regalo, al igual que entonces, una sexta canción negra escrita por Monsalvatge para su recopilación, pero que el editor no quiso incluir al tratarse de otra nana. Luego, como segundo encore, Herrera inició la Habanera de Carmen bajando del escenario, paseando y bromeando por el patio de butacas mientras la cantaba, y provocando, en definitiva, un auténtico delirio de los asistentes.


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