Llamar al timbre de esa puerta que pasa desapercibida en la calle Serrano Morales es como elegir la pastilla roja de Matrix. Es entrar a un espacio con las paredes desnudas de decoración, sin apenas luz natural, mesas de mantel blanco impoluto y una pared negra que hace resaltar la bodega acristalada —tiene una gran selección de vinos y, sobre todo, champanes—. Como en la filosofía del compositor Wagner, lo importante es la ópera, no el espacio en el que se representa. Y esa música comienza con el sonido de un carro y los pasos firmes de José Vicente Pérez, que arranca una sonrisa al dar a conocer con orgullo lo que tiene ese día: lubina, rodaballo, rémol, atún rojo, gamba roja, espardenyes (holoturias)… Cada día una captura, y lo mejor de la lonja
Y eso es El Bressol: producto; todo lo demás que lo eclipse está de más. También en la forma de cocinarlo, pues no hay una gota de aceite o pizca de sal que valga, solo los tiempos precisos en la plancha, olla u horno para que el pescado o marisco no esté crudo. José Vicente susurra el menú degustación del que es difícil quedarse con algún concepto. No importa porque el primer acto de la ópera ya te ha cautivado. Un carro lleno, sí, pero un menú en el que también hay anchoas, buñuelos de bacalao, tartar de atún salvaje rallado con mojama, caldito de langosta… y así hasta llegar a las profundidades del mar y salir a puerto con su tarta de manzana. No sobra nada y aun menos falta. Bocados que se acompañan con un vino o alguna de sus centenares referencias en espumosos.
Una ópera conducida por un director que mide los tiempos en cocina y en sala, pues José Vicente está en ambos lados. Una tarea que se intuye difícil pero que borda con diligencia, amabilidad y sin perder los tiempos del acto. También con la formalidad de los restaurantes de antaño, pero sin sobrepasarse. Con su pasión, su delicadeza y su constante búsqueda en las lonjas ha construido la opera más ambiciosa de la historia —y no me refiero al Anillo del Nibelungo—. Una opera que empezó de niño, con las recetas de su madre, perfeccionó en los restaurantes que trabajó (Zalacaín, La Hacienda, Nazario Cano…) y terminó de perfilar en El Bressol, siendo esta última la nota que le faltaba para la excelencia. Ha logrado que tras tomar la pastilla roja no se quiera salir al exterior sino todo lo contrario: seguir explorando ese mundo escondido en el Mediterráneo y que José Vicente muestra con recelo y solo para unos pocos —tiene capacidad para diecisiete comensales—. Un mundo del que cuesta salir por la puerta.
No has probado ningún tartar de atún rojo como este, pero tampoco ningún pisto (receta de su madre).

- Fotos: Mikel Ponce