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'Niño feliz', crónica de la cultura alternativa de la última generación de yugoslavos

El sistema comunista yugoslavo quería presumir ante el mundo de lo liberal que era su sociedad. Para ello, dejaba que las tendencias y la cultura popular occidental circulara libremente dentro de sus fronteras. En cuanto a  los movimientos juveniles, si algo quiso es que no fueran underground para poder tenerlos a la vista. Ese fue el caldo de cultivo de una escena punk que cambió la mentalidad de amplias capas de la última generación de yugoslavos

27/05/2023 - 

VALÈNCIA. Cuando me preguntan qué ha sido de la rica cultura popular yugoslava con la fragmentación de la federación en siete repúblicas independientes no tengo una respuesta, puedo decir una cosa y la contraria. Primero, por viejo, porque yo mantengo la atención en los movimientos culturales del siglo XX, que lógicamente han perdido fuelle o se han convertido en liturgias para cuarentones, allí y aquí, en todas partes; Segundo, y más interesante, porque hay fenómenos simultáneos. 

He hablado con gente que se lamenta de la pérdida del patrimonio cultural compartido. Es muy cierto que antes las grandes capitales interactuaban entre sí, pero con las independencias, el área de acción se restringió a espacios más pequeños y el potencial de todo lo que pasaba tomó un relieve más modesto. Sin embargo, también veo que las escenas alternativas siguen conectadas entre las capitales igualmente. Recuerdo haber visto en directo a Darko Rundek, croata, en el centro de Belgrado actuar ante miles de personas. Incluso vacilarlas, les dijo que se veía que estaban más cerca de la Unión Europea porque ya no le tiraban piedras -como había sucedido el año anterior-. Pero el público estaba entregado. Para los belgradenses alternativos eso era top de lo top. Y para cualquiera con buen gusto que no sea víctima de una ridícula exclusividad anglófila. Hay que mencionar que en esa actuación interpretó Ay Carmela, de nuestra guerra, lo que me conmovió ciertamente porque era la primera vez en mi vida que escuchaba esa canción a todo trapo delante de tanta gente. Graciosamente, a tres mil kilómetros de España. 

Darko Rundek nació en un pueblo artificial comunista, creado solo para dar servicio a una central eléctrica. Allí había ingenieros de todas las repúblicas yugoslavas, macedonios, serbios... Eso influyó en su educación y perspectivas, aunque donde se hizo músico fue en el mar. En el comunismo yugoslavo había clase media alta y la costa Dálmata era su lugar favorito para veranear. Allí Darko le pedía dinero a las niñas bien para comprar vino y, en grupo, les tocaba la guitarra. 

En esa costa, frecuentada por turistas occidentales, tenían todas las publicaciones que estos leían habitualmente en sus kioscos. Por este motivo, cuando las portadas de la prensa europea se llenaron de fotos de esa extraña moda surgida en Londres llamada punk, los chavales yugoslavos tuvieron acceso de primera mano a lo que se estaba cociendo. Rundek creó Hauser, un grupo icónico. Otros, en Rijeka, formaron Paraf, una de las primeras formaciones primero punk y luego Nueva Ola en los países socialistas. De todo esto habla el documental Sretno Dijete (Niño feliz), disponible con subtítulos en inglés en YouTube de Igor Mirković y Rajko Grlić. 

El régimen yugoslavo, como es sabido, se vio forzado por la hostilidad soviética a crear su propio sistema intermedio entre las democracias liberales y el socialismo real. La idea era que la ciudadanía estuviese abierta a las influencias culturales occidentales, y la democracia residiría en la autogestión de las empresas que a su vez definiría el sistema socialista. De esta manera, con mayor o menor disgusto, las autoridades toleraron manifestaciones artísticas que podían ser contestatarias o críticas con el sistema. La línea  roja realmente era el separatismo, ese fue el problema que más obsesionó a los comunistas yugoslavos hasta que ellos mismos fueron parte de él con la conversión de muchos camaradas a hacer del discurso contra el vecino una forma de vida.

Cuando llegaron el jazz y el rock a Yugoslavia en una de las giras que organizaba Estados Unidos -y sigue financiando- se le abrieron las puertas. Para que los grupos locales grabasen, hubo sellos del Estado. Se dio una paradoja curiosa para ser una economía socialista, se permitía grabar a más o menos todo el mundo, pero solo seguían haciéndolo quienes vendiesen por encima de 25.000 copias. Las Juventudes del Partido gestionaban revistas como Polet, donde se analizaba al día la actualidad musical occidental. Esta publicación en concreto, como explica el documental, tenía cómics, lo que acercó al punk y la Nueva Ola a los niños que la compraban por las viñetas. 

No fue la única, quizá tuvo más importancia Dzuboks (de Jukebox) que cuando llegaron los Clash y los Ramones a las portadas funcionaba ya de forma independiente. Las autoridades lo que no quisieron que hubiera era un underground. Si iba a haber movimientos rebeldes  de algún tipo relacionados con la cultura, lo mejor ante todo era tenerlos a la vista. Los países comunistas limítrofes se acordaron de sus familiares, estas revistas se filtraban por la frontera, al igual que las ondas de las radios yugoslavas.

Así se gestó una escena punk inédita entre los países socialistas y que podía homologarse a cualquiera occidental. Si el primer concierto de punk en España fue el de la Trapera y Ramoncín, junto a Basura y Mortimer, en Barcelona el 4 diciembre del 77, en Yugoslavia Pankrti ya había dado el suyo en octubre. La revolución total, sin embargo, se produjo tras la muerte de Tito. La ambición de poder de todas las facciones comunistas y sobre todo de cada república generaron una lucha que se tradujo, paradójicamente, en vacíos de poder. De repente, a algún político comunista le podía venir bien que se criticase el sistema porque eso podía erosionar a los que estaban al mando de una institución rival. 

Solo así se permitieron grupos como los que aparecen en el documental, los geniales Idoli, que parodiaban directamente al partido y el heroísmo de la clase obrera. La letra hablaba de la fundición, de los camaradas, de las chimeneas humeantes... El sentido irónico no era casual. Para sortear la censura y la autocensura, los grupos punks yugoslavos elogiaban el sistema. Era tan burdo que ahí estaba la gracia, pero nadie podía prohibir que alguien cantase que su juventud estaba siendo maravillosa, que le gustaría ser la mascota del Estado, que su pueblo era estupendo o que su policía era la mejor. Nunca he visto semejante troleo en unas letras, los ripios de los grupos politizados españoles en este sentido eran composiciones de colegio. 

Sin embargo, a los grupos que dominaban el mercado no les hizo gracia la broma. Bata Kostic, de los allí archifamosos Yu Grupa, manifestó que el punk podía tener sentido en Occidente, pero no en su país, porque ahí no había nada contra lo que la juventud tuviera que oponerse. Vivían en el mejor de los mundos donde todo estaba resuelto. Todo, menos la deuda soberana, que llevó a la federación al infierno de los nacionalismos. Ahí sí que tuvo importancia el punk, al menos para hacer brillar un legado del comunismo yugoslavo, la inmensa mayoría de punks y de jóvenes en escenas alternativas, cuando llegó la guerra, o escaparon del país o se hicieron insumisos. Ahora destaca el cabreo de Johnny Stulic, cantante de Azra, todavía encerrado en su casa de Holanda, que se niega a dar entrevistas y no quiere saber nada de su lugar de origen. No quiere ni la nacionalidad croata ni la serbia. Dijo que tenía un pasaporte yugoslavo y, cuando caducó, ya no quiso más. 

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