MEMORIAS DE ANTICUARIO

Hay otros mundos, pero están en este (I)

Las grandes subastas de arte son espectáculos teatrales. Lejos de las frías transacciones mercantiles, se hacen rodear de toda una puesta en escena. No hace falta participar en ellas para sentirse seducido de inmediato

29/11/2015 - 

Las obras de arte que representan el nivel más elevado de producción espiritual, serán acogidas favorablemente por la burguesía, únicamente si hay posibilidades de que le generen directamente una riqueza material.

Karl Marx

Que Dios nos ayude si alguna vez despojamos al negocio de las subastas de su teatralidad o de cualquier otro atributo, sería un mundo increíblemente aburrido.

Alfred Taubman. Antiguo accionista mayoritario de Sotheby´s

VALENCIA. No pocas películas de espías, crímenes de guante blanco, comedias sofisticadas tienen su consiguiente “escena de subasta”. Nombres de artistas inventados, mediocres piezas de precios inalcanzables creadas ex profeso para la película posiblemente por un familiar o amigo del productor, público variopinto de todas las razas y la más alta distinción. Cruces de miradas. El guapo con aspecto de Sean Connery siempre se lleva el mediocre lienzo-que tenemos que creernos que es una obra maestra- de un pintor maldito con nombre ruso (siempre me queda la duda de cómo lo paga), que le arrebata a la guapa y sofisticada dama y, a su vez, al millonario entrado en años. Lugares comunes.

Pero, en ocasiones, la realidad puede superar a la ficción. Estamos en Nueva York a principios de mayo de 2012 y el mundo esta inmerso en una crisis económica con pocos precedentes en el pasado. A la sala del 1334 de York Avenue la crisis no ha sido invitada. Llega el lote número 20 de la noche: “El grito” de Eduard Munch. Precio de salida: 40 millones de dólares. Las marcas se van batiendo durante doce intensos minutos de encarnizada lucha telefónica, controlada con mano maestra y con un repertorio gestual marca de la casa, por el ya histórico subastador de Sothebys, el alemán Tobias Meyer, bautizado como “el vendedor del siglo”. Hay siete aspirantes repartidos entre Estados Unidos y China. Al final, como suele ocurrir en estos casos, la escabechina va dejando sus cadáveres por el camino, conforme las pujas se van haciendo más cadenciosas, hasta que quedan dos compradores al teléfono, separados por varios miles de kilómetros. Dos personas en el mundo entero.

Los números a este nivel de lo estratosférico suelen ser bastante redondos: las pujas van de millón en millón y estamos en los 99 millones. Hay uno de los pujadores que responde de inmediato, con aire intimidatorio, al incremento del otro, pero este último se toma mucho tiempo para decidir jugarse otro millón más. Meyer en una pausa interminable lejos de sentirse presionado comenta relajadamente a la muchacha que sujeta un teléfono al otro lado del cual se encuentra el cliente "No se preocupe usted, tengo todo el tiempo del mundo” (carcajada educada y nerviosa en la sala). Cada millón es también oro para la casa de subastas. Finalmente suena la madera del martillo contra la del atril. Meyer ha superado los 100 millones de dólares por primera vez. La sala rompe en un estruendoso aplauso y con flema adquirida durante su prolongada estancia en la capital británica pregunta "¿Puedo decirles que les quiero?". Bienvenidos a ese particular espectáculo que son las subastas de arte.

En los últimos años, en más de una ocasión me han hecho un comentario de este tipo “habrá crisis pero no para el arte porque he visto el telediario y el arte no para de subir”. Yo, evidentemente tuerzo el gesto. El del arte y las antigüedades, hoy más que nunca, es un mundo heterogéneo, de compartimentos más estancos de lo que cabría desear. Daría para un interesante debate si la locura desatada en las principales subastas de arte se trata o no de una burbuja de consecuencias impredecibles. Como leí hace poco, “How long can the art market walk on water?”. Pero lo que es incuestionable, se lo puedo asegurar, es que ese mundo estratosférico se mueve por unos derroteros e interactúan unas leyes que no son aplicables al resto del mercado del arte y las antigüedades.

Si bien las adjudicaciones históricas vienen de más atrás (estamos hablando de salas de subastas centenarias), es en mayo de 2007 cuando se produce la subasta de una obra que marca un camino hasta ahora sin retorno en el arte de posguerra, e incluso de obras de artistas vivos. Salía a la venta un imponente Rothko de dos metros de altura propiedad de David Rockefeller. Una pieza de museo. Fue comprado por 8.500 dólares-una cantidad respetable para la época pero “humana”, en 1960. Cualquier cantidad superior a 27 millones de dólares convertían a esta espectacular pieza en el mayor precio pagado en subasta por una obra de arte producida después de la segunda gran guerra. Todo fue preparado concienzudamente en la casa de subastas con sede en New Bond Street para batir un nuevo registro: para empezar, contrariamente a lo que es costumbre, no se puso un valor de estimación, sino que en el catálogo rezaba un lacónico y misterioso “Departamento de referencias”, además se ofreció enviar el cuadro por avión para su exhibición privada a posibles interesados, que además recibieron lujosos catálogos con la documentación e historia del cuadro.

Ya estamos en la subasta: Tobias Meyer, al lote 31, flanqueado por dos empleados con delantales oscuros y guantes blancos, con toda la puesta en escena que merece, de acuerdo con el guión: “Y ahora…” seguido de una dramática pausa con el consiguiente murmullo. Diez minutos más tarde, cuando el martillo golpeó el atril, el óleo sobre lienzo “Centro Blanco” de Mark Rothko se había vendido por la asombrosa cifra de 72,8 millones de dólares. Por si fuera poco, no pasaron ni 24 horas cuando en Christie´s, la sala rival de King Street, sucedió algo equivalente: una escultura de Donald Judd vendida por unos inesperados 9,8 millones de dólares, fue el preámbulo de la venta de la noche: “Accidente en coche verde” de Andy Warhol se pujó por algo más de 71 millones, cuadruplicando la última venta de récord del autor.

En las grandes subastas muchas cosas no son lo que parecen. Algunas cosas nos son vedadas, y las casas nos intentan convencer de que todo es transparente. Precios de reserva que desconocemos, marchantes que actúan por cuenta de terceros cuya identidad no conviene que se sepa, misteriosos compradores, pujas con intenciones no tanto de comprar la pieza como de mantener la cotización de un artista del que se atesora obras en una situación un tanto inestable, o incluso obras que se identifican como vendidas, pero que en realidad no han alcanzado el precio de reserva y por tanto no han llegado al mínimo exigible por el vendedor pero que conviene no estigmatizar. Esto sucedió en 1975 con la famosa Lata de sopa con etiqueta desgarrada de Warhol que frente a la opinión pública se había vendido en 70.000 dólares (un récord) cuando en realidad llegó únicamente a los 55.000.

Recuerdo a la perfección la primera vez que entré en la sede londinense de Sotheby´s. Era una subasta de sábado por la mañana. Era una buena subasta, pero no top. Las grandes siempre son nocturnas. La sala llama la atención por la espectacular iluminación-como si de un espacio teatral se tratara- a izquierda un pelotón de chicas y chicos jóvenes a los teléfonos en contacto con coleccionistas de los cinco continentes. Por los precios que se barajaban (entre 100.000 y 300.000 euros) podía imaginar a esos collectors a distancia bien acomodados en magníficos sofás de áticos de diseño. Para los compradores de seis siete cifras, aquellos cuyos áticos dan directamente a Central Park, la sala exponía en una sala contigua monumentales Modiglianis, Picassos y Lichtenstein dispuestos a cambiar de paredes. Y es que hay otros mundos, pero están en este.


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