Detesto la Navidad. En mi casa no pongo el árbol ni el belén. Parezco un mahometano. Además no me creo ese buen rollo, esa bondad prêt-à-porter, esa tregua un tanto forzada para quedar bien con nuestros enemigos en estas fechas tan entrañables. Cuento los días para que llegue el 7 de enero
¿En qué momento se jodió la Navidad? Yo diría que la cosa se torció cuando los supermercados comenzaron a vender mazapanes toledanos en octubre, con claro desprecio hacia la tradición y a nuestra dieta. Lo de los polvorones no fue, lamentablemente, un episodio aislado. Grandes almacenes y comercios decretaron después que la Navidad se iniciase dos meses antes de la Nochebuena con el oscuro propósito de engordar sus ventas. Lo lograsen o no, rompieron la costumbre de que estas fiestas empezaran el 22 de diciembre coincidiendo con el sorteo del Gordo y el inicio de las vacaciones escolares. De esa manera, la Navidad duraba quince días, lo que parece un periodo razonable, ni demasiado largo ni demasiado corto. Cuando estabas a punto de cansarte debías volver a clase o al trabajo.
Pero ahora es distinto. Las Navidades ocupan casi una cuarta parte del año. Esto hace que a finales de noviembre uno esté hastiado de ese viejo bobalicón y gordo, acostumbrado a perpetrar toda clase de majaderías para contentar a los insaciables niños. Se le conoce por Santa Claus, Papa Noel si tenemos trato familiar con él. Un personaje repugnante, dicho sea de paso. No nos duelen prendas en afirmarlo.
Ya se habrán dado cuenta de que detesto la Navidad.
Grandes almacenes y comercios decretaron después que la Navidad se iniciase dos meses antes de la Nochebuena con el OSCURO propósito de engordar sus ventas
Hace años que mis amigos me dejaron de llamar Javier. Hoy me conocen por Scrooge en homenaje al personaje de Charles Dickens. No soy tan carcamal como él ni tengo motivos para ser avaro, a la vista de mi escuálido patrimonio, pero ambos compartimos un carácter seco y agrio, poco dado a las efusiones sentimentales. El Scrooge que escribe dejó de creer en la Navidad cuando perdió su sentido original —la celebración del nacimiento de Cristo— y se convirtió en un reclamo publicitario para vender lencería roja y perfumes caros.
Como a Scrooge, de niño me ilusionaba hablar con al cartero que me traía la carta de mi tío, el solterón de Granada, a quien veíamos en casa de uvas a peras. También me gustaba ir de puerta en puerta, molestando a los vecinos del edificio, para cantar villancicos y pedirles el aguinaldo. Entonces sí hacía frío de verdad. Había inviernos en que incluso nevaba. Era una delicia hacer una gran bola de nieve y lanzarla contra los compañeros en el patio de la escuela. ¡Cómo nos reíamos y disfrutábamos!
Mis padres no me regalaban nada en Nochebuena. Como en la mayoría de las familias, aguardaban a Reyes para hacerlo. Papa Noel no estaba o no se le esperaba. Éramos de Melchor, Gaspar y Baltasar —tres hombres, por cierto—. Dos eran blancos y uno negro, lo que cabe interpretar como un adelanto del multiculturalismo al que todos estamos suscritos para no parecer gente anacrónica y racista.
Hoy no queda apenas nada de aquel tiempo. Para empezar, en 2016 se envían muy pocas felicitaciones por carta; los niños exigen regalos en Nochebuena y Reyes, a ser posible móviles de última generación, y en Valencia a Melchor y compañía les ha salido la competencia de las magas republicanas y laicas, un trío de señoras muy fondonas que hacen las delicias del libidinoso alcalde.
Para acabarlo de arreglar, también nos han prohibido los circos con animales. Cada año algunos nos acercábamos al de la plaza de toros con la aviesa intención de ver morir a un domador bajo las garras de un león africano. Ni siquiera ese modesto placer nos han dejado los amos de la corrección política que, de seguir así, prohibirán —como vegetarianos y animalistas que son— el pavo en la cena de Nochebuena.
Después de lo dicho, ¿cómo quieren que abrace la Navidad con espíritu fraternal? En mi casa no pongo el árbol ni el belén. Parezco un mahometano. Además no me creo ese buen rollo, esa bondad prêt-à-porter, esa tregua un tanto forzada para quedar bien con nuestros enemigos en estas fechas tan entrañables. Además de buena persona, hay que parecer muy ingenioso enviando el whatsapp más guay de la Nochevieja, ese con el que los colegas se mondarán de la risa entre selfi y selfi.
Detesto la Navidad, ya lo dije. Cuento los días para que llegue el 7 de enero. Entonces, los niños ya estarán cansados de los juguetes que los papás les regalaron. Algunos habrán acabado en la basura o en el rastro. Les advierto de que si me ven por la calle tengan la bondad de no desearme unas felices fiestas ni un próspero año nuevo, y pasen de largo. Háganme caso porque no respondo de mí. Pierdo los nervios con facilidad.
¿En qué momento se jodió tu Navidad, mister Scrooge?