VALENCIA. “Una historia verdadera” anuncia una leyenda sobreimpresa en la pantalla en negro. “New York, 1929”, localiza una segunda. Una imagen cuidada, en blanco y negro, que lentamente vira a color. Y en apenas cinco segundos, El editor de libros ha dado las claves, las coordenadas por las que viajará este largometraje de Michael Grandage que protagonizan Colin Firth y Jude Law y que llega este viernes a las pantallas españolas. Hay clasicismo en un discurso lineal. Es algo demodé. No es extraño. Se trata de un film que mira más allá del aquí y ahora. El riesgo es no asumir riesgos. La excusa de todo es Thomas Wolfe. Autor minoritario hoy día, aunque está considerado como uno de los grandes de la Literatura estadounidense del siglo XX, su figura es difusa, casi se podría decir que olvidada, convertida en una delicatesen para los amantes de las notas a pie de página. Murió a los 38 años de edad. Era joven. Muy joven. Su gran obra estaba por llegar. Resulta triste llorar a un joven talento.
Como un Cristo de la Literatura contemporánea, fue inmolado por la locura de su mente ubérrima, por su pasión por la vida. Dejó un puñado de escritos de gran valor, cuatro novelas largas, muchos cuentos, poesía, novelas breves tan maravillosas como El niño perdido… El intocable William Faulkner dijo de Wolfe que era el mejor de su generación y él mismo se ponía en segundo lugar. Hallarán rastros de Wolfe en escritores de cabecera como Jack Kerouac o Philip Roth. Pero hay algo más hermoso en su vida que su intensa obra inconclusa, algo que junto a su Literatura venció a la autodestrucción y el destino: la amistad que mantuvo con Maxwell Perkins. Un poco de contexto, no mucho; Perkins es una leyenda de la narrativa mundial. Descubridor de F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Marjorie Kinnan Rawlings o James Jones, editor de editores, es el geógrafo sin el cual decenas de exploradores de las palabras jamás habrían podido emprender sus viajes. Wolfe fue el más osado de los aventureros con los que trabajó. Perkins le ayudó a publicar, apostó por él cuando nadie lo hacía, y también fue el Horacio testigo de su tragedia.
En 1978 Andrew Scott Berg obtuvo un gran éxito con su biografía Max Perkins: editor of Genius. En ella se prestaba especial atención a la intensa relación entre Perkins y Wolfe, un vínculo filial con la absoluta dedicación que siente un padre por un hijo, tan intenso como el del amor carnal pero más puro, menos egoísta. Ha sido este libro, que fue un éxito en Estados Unidos y obtuvo un premio Nacional, el que ha servido de material de inspiración para el largometraje de debut del veterano director de teatro y ópera Michael Grandage. Escrito por el tres veces nominado al Oscar John Logan (Gladiator, El aviador), el film arranca con diez minutos de presentación impecables, a través de los cuales conocemos todo lo que tenemos que saber antes de la función.
Recapitulemos. Vemos al torturado Wolfe (excesivo y al tiempo verosímil Jude Law) esperando ansioso en la calle bajo la lluvia a que alguien se dé cuenta de su talento, empalmando cigarrillos como si fueran oxígeno. Y contemplamos también, unido a su indisociable sombrero, al riguroso Perkins (excepcional Colin Firth, excepcional), primero trabajando y después como perfecto padre de familia de cinco hijas, inmerso en su amable rutina, sensato hasta las trancas, advirtiendo a su primogénita que la gente se no enamora de verdad hasta que tiene cuarenta años, mientras se enfrenta a las palabras de Wolfe, al prodigioso inicio de su primera novela: “…una piedra, una hoja, una puerta ignota; de una piedra, una hoja, una puerta. Y de todas las caras olvidadas. (…) ¿Quién de nosotros conoció a su hermano? ¿Quién de nosotros observó el corazón de su padre? ¿Quién de nosotros no estuvo siempre prisionero? ¿Quién de nosotros no será siempre un extranjero solitario?”.
Pero no es sólo una historia de dos. Es un triángulo amoroso. Porque El editor de libros es una película de amor. De todos los tipos de amores. De las dependencias afectivas y emocionales. Y la tercera pata la representa la amante de Wolfe, la diseñadora de vestuario Aline Bernstein (Nicole Kidman), quien no aparece hasta poco después, cuando sabemos que Perkins ha visto el talento que subyace tras los centenares de páginas del primer manuscrito del novelista y le ha dicho que publicarán su novela. Su presencia no es anecdótica y ornamental. Fue ella la que hizo llegar a Perkins esta primera novela de Wolfe, que finalmente se titularía El ángel que nos mira. Fue ella la que ayudó al débil y quebradizo escritor en sus inicios, pagando desde el papel a la mecanógrafa. Fue ella quien le sufrió. Pero a diferencia de Ofelia no se arrojó a las aguas del río. “No te imaginas por lo que he tenido que pasar para poder mirarte y no sentir nada”, dice en un momento de la película. Por frases así hay actrices que matarían. Y escritores.
La esposa de Perkins (impecable Laura Linney), la minusvalorada Louise Saunders, es el contrapunto, el equilibrio, el Norte, atrapada en la vorágine de palabras de Wolfe, una deriva que va a más y que arrastra a todos como un huracán. Ellas son también talentosas, brillantes (Bernstein, que ganó un Tony, con el tiempo publicaría también varios libros, entre ellos la colección de relatos Three Blue Suits en uno de los cuales representó a Wolfe con un personaje al que desdeñaba). Ambas son generosas, dedicadas, y se ven eclipsadas por el invasivo y apabullante talento del novelista. La primera reclamará su espacio, le reclamará a él, y lo hará de manera desesperada, como quien sabe que se le pierde la magia entre los dos; la segunda invocará que regrese su vida convencional, ortodoxa, que vuelva Perkins.
Todo se supedita al triunfo literario. Y llegan las grandes ventas. Con ellas, el conflicto. Lo resumió perfectamente en su día Miguel Ríos, cuando escribió en el prólogo del libro del valenciano Vicente Mañó que “nadie sale indemne de un éxito”; Wolfe no sale indemne. Ni Perkins y su esposa. Ni Aline. Ella, cuarentona, se había enamorado del joven escritor y ve como lo pierde en aras de la Literatura, ese ideal imposible y destructor. El divertido Wolfe, un punto arrogante, inconscientemente soberbio, se convierte en un monstruo, un torrente infernal, un huracán devastador. Perkins, orgulloso del genio de Wolfe, lo trata como un hijo espiritual al que quiere guiar pero sus esfuerzos son infructuosos. Porque al final, Wolfe no puede soportar el enorme peso de haber visto cumplido sus sueños.
Es algo que se intuye aunque no se conozca la historia. Desde el primer instante se es consciente de que se está asistiendo a una caída desde lo más alto de un ego inabarcable; de que en la gloria que tanto añora Wolfe, en el reconocimiento, sólo hay la misma mentira que en el fracaso, como bien advertía Rudyard Kipling en su famoso poema If. Porque ésa es la moraleja de la historia: que no hay ninguna verdad en la cultura del esfuerzo porque no existe ninguna justicia (y por lo tanto injusticia) en la existencia. Sólo hay una certeza, la que dejó consignada Alfred de Musset: El ser humano es un aprendiz y el dolor es su maestro. Ésta película habla de ello. Ya lo dice Aline Bernstein en otro de los grandes diálogos de un film lleno de ellos: “Los seres humanos no son ficción”. El dolor es real.
Por la película vemos desfilar a algunos de esos aprendices. Un episódico Hemingway en la piel y sangre de Dominic West, anunciado la Guera Civil española, con frase en castellano incluido; un triste y desgarrador Scott Fitzgerald, en la destrozada mirada de Guy Pearce… Faltan algunos personajes claves, como la agente de Wolfe, Elizabeth Nowell, la gran ausente del film. Un lunar. Otro que añadir a la elección de Law. No porque el buen actor británico no se esfuerce. Como es de rigor se atreve con el acento del sur de Estados Unidos e intenta hablar como si fuera un nativo de Carolina del Norte, estado del que procedía Wolfe. Pero Wolfe era más joven. La diferencia de edad, clave en la relación entre el escritor y su amante Aline, ni se vislumbra. Es más, el novelista era corpulento, enorme, casi dos metros de alto. Law no es precisamente bajito (1,82), pero no puede transmitir físicamente la rotundidad de un gigante físico. Aún así engaña. Es un trampantojo. Es brillante. Eso hay que admitírselo.
El perfeccionismo, la obsesión, los venenos de la creatividad, los celos, el miedo, la soledad, la frivolidad de las ambiciones artísticas ante la trágica fuerza de la realidad, todo ello sazona una película notable que pese a sus numerosos méritos se ha dado de bruces contra la taquilla, donde apenas ha alcanzado los cinco millones de recaudación para un presupuesto de 17. En el Festival de Berlín, donde estuvo a competición, pasó sin pena ni gloria. Ya le sucedió algo parecido a otro interesante largometraje sobre escritores, el apreciable The end of the tour (2015, James Ponsoldt), que se acercaba al contemporáneo David Foster Wallace. Pero ese aparente fiasco no supone un baremo para medir la calidad de El editor de libros. Es un largometraje que sólo se podrá calibrar con los años. Un deseo: Merece ser recuperado, aunque sólo sea por las emociones que suscita esa secuencia final, en la que Firth lee la carta de despedida de su atormentado amigo (como alguien pudo escribir que está ‘apático’; está de Oscar). Ese cierre tiene más verdad y contiene más vida que la mayoría de las películas que se han producido este año. Si existiera la justicia poética, cabría confiar en que el tiempo repondrá a El editor de libros en su justo lugar, en que se convertirá en el film de culto que se vislumbra tras sus pliegues. Pero la vida no es justa. Ni injusta. Sólo es.