VALÈNCIA. Empezando por el final, cuenta Rosa Montero que, revisando sus crónicas para El País que conforman su nuevo libro, Cuentos Verdaderos (Alfaguara, 2024), le queda un “regusto agridulce”: “cuánto camino hemos hecho y qué difícil ha sido. Pero también: qué precarios parecen los logros”. La periodista y escritora echa la vista atrás a los años de la Transición, donde formó una mirada única sobre un país que estaba en construcción, con sus claroscuros. Esta recopilación no es una lección de historia, pero sí tal vez de periodismo; o de historia de un periodismo que se pudo ejercer entonces y ya no, tal y como admite ella misma.
Montero reúne, sin tocar apenas nada, los artículos donde siguió el 23F, la gira de Miguel Ríos, la visita del Papa a España o un fin de semana en el Teatro Chino de Manolita Chen. También algunos episodios de la crónica negra de España, donde poblaban los policías corruptos y la gente moría a puñados por la pandemia de la drogadicción.
-Echando la vista atrás y revisando los textos, ahora que hay todo un debate público sobre cómo tiene que ser la mirada hacia los años de la Transición, ¿qué encuentras?
-Lo que encuentro es una España que se nos había olvidado. Porque uno lo que antes olvida son los dolores, además. Todos tenemos una memoria muy precaria, pero la idea de lo que fue la Transición no me ha cambiado para nada; es más, se reafirma viendo qué camino hemos hecho y de dónde salíamos.
De la Transición la gente habla, fundamentalmente, por ignorancia. Las tonterías que se dicen me ponen de los nervios. La Transición fue un milagro. Teníamos todas las papeletas para convertirnos en Yugoslavia: éramos un país con muchas culturas centrífugas, sujetas artificialmente por una dictadura.
España venía de una historia cainita de 200 años entre guerras civiles, carlismos y guerras de independencia. Y, de repente, hubo un momento de gloria en nuestra historia, irrepetible (desde luego ya no estamos ahí), donde toda la sociedad (menos una minoría ínfima de extrema izquierda y extrema derecha) decidimos que ya estaba bien y que debíamos salir de ahí.
Y fue una época muy difícil, terrorífica. Con ETA matando, con asesinatos de la extrema derecha… En cinco años, entre el 76 y el 81, murieron más de 50 personas en manifestaciones. Es decir, ibas a manifestarte y te mataba la extrema derecha o te pegaba una paliza la policía. En fin, éramos un país sin derechos, sin desarrollo democrático, pobrísimo… Estábamos en el abismo. Y conseguimos hacer algo absolutamente maravilloso.
-En todo el libro se respira el interés que tienes por el lumpen. En un país que necesitaba legitimarse del todo para poder funcionar, precisamente son los rincones oscuros que lo enmiendan, la gente que le puso un pero a aquellos años.
-Bueno, pero eso también existió antes de la Transición, durante el franquismo. A mí me siempre me interesó porque es ahí donde está la vida más pura. La clase media estaba más estabilizada, pero en ese mundo está la frontera de la oscuridad social, y ahí se nota una vida palpitante, mucho más desnuda y más real. Y me sigue interesando a día de hoy, me parece que es necesario tener oído en esos susurros sociales.
-En todos los relatos y crónicas está muy presente la pobreza, la realidad material del país. ¿Es una fijación personal o realmente era el pulso del momento?
-La grandeza del periodismo es que es como atrapar mariposas en pleno aleteo. España era un país pobre… y cutre. Estas crónicas son una radiografía de aquello. Por ejemplo, cuando hablo de la gira de Miguel Ríos: ¡qué chorizadas le hacían los que le contrataban, qué caspa! Ya no somos tan así, aunque aún haya corrupción y grandes escuelas. Pero eso era la chorizada y el cutrerío a pie de calle. No es que la gente fuera simplemente pobre, es que había mucha gente pobre mentalmente, unos chorizos de mierda que tenían un montón de pasta pero que no tenían ese desarrollo social, cultural y democrático.
-En tu crónica del juicio de Nani, cuando hace su declaración uno de los testigos clave que lo cambia todo, escribes que su testimonio “poseía fuerza dramática”. Seguramente en aquella sala la única que estaba atenta a la fuerza dramática de los testimonios eras tú.
-Sí, pero cuando tú haces una crónica de ambiente (y otra persona ya está haciendo la noticia en sí), tienes que mirar más allá, tener un filtro narrativo. En el periodismo como género literario buscas lo permanente, explicar el ser humano, tener una mirada un poco lírica. Es la exigencia de salirte del barullo de lo cotidiano para poder ver las cosas con cierta perspectiva.
En el caso del juicio de Nani, había mucho de representación teatral. Sobre todo los acusados y sus defensores montaban unos números teatrales importantes. Ahí fije mi mirada literaria mientras escribía la crónica.
-El poder es un valor que otorgamos los demás a la persona poderosa. Leyendo tu crónica de Nani o la del 23F, cuando hablas de la policía o de los golpistas, no sé si tienes la sensación de estar quitándoles algo del poder que sentían que tenían.
-Te discutiría la máxima. El éxito es algo que otorgamos y es producto de la mirada de los demás, pero el poder es más que eso. La gente más poderosa es completamente invisible, ajena a esa mirada y valoración de los demás. El poder sí se tiene. El poder físico en una familia, por ejemplo, de un padre que pega; el poder de la mafia, de tener un ejército de sicarios que puede matar… El poder se tiene, no se otorga.
-Pero cuando tú estás hablando de unos policías corruptos que pensaban que podrían hacer lo que quisieran, o de unos guardias civiles que están acorralados en el Congreso de los Diputados, les estás restando el poder que creían tener.
-Más que restarles poder denuncias el que tienen. Es el poder de los medios, el cuatro poder. Dice Malala muy bien que una pluma es más poderosa que una pistola. Nuestro poder es la denuncia, la visibilización. Para ser un cuarto poder, debes tenerlo, no sirve cualquier medio. Otra vez, el poder se tiene.
-¿Escribes desde la urgencia?
-Sí. Muchos de estos artículos se escribieron en unas condiciones de escritura brutales, que forman parte del día a día del periodismo, de su grandeza y su miseria. No sé ni cómo pude hacerlos. Por ejemplo, el relato del 23F, me mandaron ir a las nueve de la mañana a la redacción tras una noche sin pegar ojo, me sentaron frente a una máquina de escribir, y me dijeron que hiciera una crónica para las páginas centrales sin que hubiera acabado aún el golpe [Tejero no se entregó hasta mediodía].
No sabía cómo iba a terminar cuando empecé a escribir aquella crónica. Me traían teletipos y lo que iban escribiendo diferentes periodistas de toda España. Yo escribía y, conforme acaba los folios, me los arrancaban del rodillo para llevarlo a talleres. De otra manera pero igual de urgente escribía las crónicas del juicio de Nani, o la visita del Papa a España. Era muy difícil, pero también un pelotazo de adrenalina que cuando acababas te quedabas agotada de no poder ni hablar en dos horas.
-¿Escribías también desde la urgencia de aquel país que se estaba construyendo?
-Más que desde la urgencias, desde la responsabilidad del país. En aquella época, los medios de comunicación fueron importantísimos para el sostenimiento de la democracia. Toda democracia necesita medios de comunicación fuertes. Este es un problema actual: estamos atravesando una crisis de credibilidad democrática y también en una crisis de los medios de comunicación a nivel mundial.
En esa labor de democratización en España, El País hizo un papel inmenso. También otros medios de comunicación. Todos los periodistas trabajábamos con la sensación clara de que nuestro trabajo no era solo periodismo; que nuestro trabajo era, de alguna manera, una contribución a un cambio social.
-Empiezas el libro con dos crónicas sobre drogas. Ahora vuelven este tipo de relatos, pero con cierto aire de romantización. Tú que has estado cerca de ello, ¿cómo lo ves?
-Veo que no tiene nada de romántico. Era un horror, una pesadilla. Precisamente llevo escritos un par de artículos donde cuento que está volviendo. Es un infierno y me da verdadero miedo que vuelva. No te imaginas la cantidad de familias que perdieron hijos o hermanos por haber caído en la droga. Les robaban el dinero a la familia, era un suplicio y un sufrimiento. Y murió mucha gente. En los primeros setenta hubo una época de psicodelia, con los porros y el LSD; luego la gente se pasó a la heroína. Y de ahí, una cantidad inmensa se murió.
-Has comentado en alguna entrevista que los ritmos del periodismo ya no son los tuyos. ¿No querrías volver al periodismo en general, o al periodismo de ahora en particular?
-Este periodismo ahora es una pena, porque una cosa que me sorprendió al leer estas crónicas es que están escritos como si fueran novelas, como si fuera pura ficción. Algo que ya no se hace. ¿Por qué? Pues porque para hacer este tipo de reportaje tienes que investigar siete veces más, ir al más pequeño detalle. Para saber que alguien se tomó un carajillo en El Brillante, tienes que haber ido al bar y preguntar al camarero, por ejemplo. Eso te exige una investigación muchísimo más larga; y las empresas tienen que pagarla, y las empresas están bajo mínimo.
Yo creo que, si quisiera, podría hacer más crónicas, no he dejado de ser colaboradora. Me ha encontrado, pero ya no me apetece. Lo he hecho muchísimo, lo he hecho demasiado: empecé con 19 años. Y aunque me he sentido muchas veces privilegiada, ahora tengo ganas de otras cosas.