VALÈNCIA. Seguro que conocen la historia: En el pasado Festival de Cannes, se coló en la sección oficial la película coreana Okja (Bong Joon Ho, 2017). En principio, nada que objetar. El incuestionable prestigio de su director, un reparto encabezado por Tilda Swinton y Paul Dano o el nivel cualitativo del film eran razones más que suficientes para justificar su presencia en la competición. Pero, ay, Okja era un film destinado desde su concepción para ser emitido por Netflix, una plataforma digital. Es decir, que tras su premiere en Cannes y algunas proyecciones posteriores en otros certámenes (Nueva York, Sidney y Edimburgo), el 28 de junio se estrenó para todo el mundo vía internet. Durante la celebración del festival, y con motivo de la polémica que generó su inclusión a concurso, se anunció que, a partir de la edición de 2018, si una película no tiene asegurada la distribución comercial en salas francesas, no podrá competir por la Palma de Oro. Unos meses después, el Festival de San Sebastián admitía en sección oficial fuera de concurso los dos primeros episodios de La peste, una serie televisiva dirigida por Alberto Rodríguez.
Pedro Almodóvar, presidente del jurado internacional en Cannes, hizo una declaración en rueda de prensa: “Netflix es una nueva plataforma para ofrecer contenido de pago, lo cual en principio es bueno y enriquecedor. Sin embargo, esta nueva forma de consumo no puede tratar de sustituir las ya existentes, como ir al cine; no puede alterar el hábito de los espectadores, y creo que ese el debate ahora mismo. Para mí, la solución es simple: las nuevas plataformas deben respetar las reglas actuales, como la existencia de ventanas de exhibición, y cumplir las reglas de inversiones que ya regulan a las televisiones. Es la única manera de coexistir. Me parece una enorme paradoja dar una Palma de Oro o cualquier otro premio a una película que no pueda verse en gran pantalla. Respeto las nuevas tecnologías, pero mientras siga vivo defenderé algo que las nuevas generaciones parecen no conocer: la capacidad de hipnosis de una pantalla. Creo que la pantalla en la que vemos una película por primera vez no puede ser parte de nuestro mobiliario”.
Ted Sarandos, director de contenidos de Netflix, no tardó en contestar, y comentó que su plataforma no hace cine para la pantalla grande, sino para la pantalla en general. “Importa la calidad de la imagen y ahí no cedemos”, añadió. “Siempre será mejor ver cine en una pantalla pequeña que no verlo en absoluto. Manda el consumidor. Hemos venido a Cannes porque este es un lugar de prestigio para el cine. Nadie nos puede acusar de no defender el cine de autor, y en nuestras películas damos total libertad al director. Nuestro negocio no es hacer taquilla el primer fin de semana, sino producir calidad que el espectador aprecie y recomiende a otros abonados. Nuestras campañas de publicidad las hace el espectador mismo”. Además, recordó que Netflix ha dado la oportunidad a millones de personas de ver, por ejemplo, Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Lung Boonmee raluek chat, Apichatpong Weerasethakul, 2010), que ganó la Palma de Oro y solo se pudo ver en unos pocos cine de Francia (y menos aún de España). Un argumento irrefutable, que no obstante se debería contrastar con cifras de audiencia, ya que parece evidente que la gran mayoría de abonados de Netflix no pagan la cuota por ver cine de autor tailandés, precisamente. Pero esa es otra historia. O no.
Una madeja muy enredada
Lo más curioso es que Okja, la película que desató la polémica, cuenta la historia de una niña que lucha contra una todopoderosa multinacional para que no sacrifique a un cerdo que ha criado durante años. Argumentos emocionales contra la insensibilidad de las grandes corporaciones. ¿Les suena? Pero más allá de la posible crítica que Bong Joon Ho haya podido deslizar en un film que, todo hay que decirlo, carece de singularidad cultural alguna que lo identifique como coreano (la uniformización de contenidos es una prioridad para una plataforma de alcance global), el meollo de la cuestión está en otro sitio. El cambio de las reglas en Cannes para 2018 fue consecuencia directa de la protesta del gremio francés de exhibidores, pero la sensación es que Almodóvar y los suyos han perdido la batalla. The Irishman, el nuevo proyecto de Martin Scorsese con Robert De Niro, es una producción para Netflix, que ha puesto 105 millones de dólares en manos del director. Si no encuentras financiación por medio de los canales tradicionales, debes buscar otras fuentes. Y en esas estamos. La siempre certera Eulàlia Iglesias se cuestionaba en un artículo publicado en la revista Rockdelux si en estos casos hablamos de TV movies o de películas cinematográficas. La respuesta no es fácil. Y no es la única pregunta que dejaba en el aire: “¿Netflix facilita un mayor y/o mejor acceso a estas películas que el circuito alternativo de salas y festivales? ¿De qué manera su política –propia de una empresa con vocación monopolística– pone en peligro la diversidad del ecosistema audiovisual?”
Toda la controversia se produce en un contexto en el que la tendencia general se encamina a valorar la oferta televisiva por encima de la cinematográfica, con el auge de las ficciones seriadas y la popularización de nuevos formatos de visionado. Hace unas semanas, la excelente directora argentina Lucrecia Martel, que acaba de estrenar Zama, aseguraba en una entrevista que “las series han hecho muchísimo daño a una parte del público. Por muy buenas que sean, representan una vuelta atrás en el lenguaje audiovisual. Las series han ocupado el consumo del cine de autor y lo que eso significaba en la cultura, en términos de intercambio. Sus narrativas son muy conservadoras, y con una dinámica televisiva, con diálogos cargados de información. Si lo comparas con las posibilidades de complejidad narrativa-audiovisual a las que estaba llegando el cine, es un paso para atrás”. En la misma línea se pronunciaba el prestigioso crítico Àngel Quintana en un artículo aparecido en Caimán Cuadernos de Cine, significativamente titulado El triunfo del guion frente a la puesta en escena y centrado en el modo de representación institucional que propician las series, pensadas siempre para la pequeña pantalla, y no para la sala de cine. Siempre habrá excepciones, y David Lynch acaba de demostrarlo con el regreso de Twin Peaks, pero ya alertamos sobre el tema desde esta misma sección hace meses.
Y, sin embargo, se mueve, que diría Galileo. La producción no se detiene. De hecho, aumenta a ojos vista. Y se ajusta a los términos del conflicto. Por un lado, alienta el trabajo de cineastas de prestigio, que al trabajar para plataformas digitales y elaborar productos destinados directamente a televisión, parecen adherirse al cambio de paradigma. Por otro, dan la razón a los analistas más críticos, al facturar productos que, más allá de su calidad intrínseca, se ajustan a esa mirada uniformizada y carente de riesgo que debe caracterizar una película con más de cien millones de espectadores potenciales (la cifra de suscriptores actual de Netflix). Eduardo Cruz lo planteaba, precisamente a propósito de Okja, en la revista mexicana Correspondencias: “El cuestionamiento que podríamos plantear frente a una cinta como ésta, sería: ¿Cual es el peligro de generar contenidos (casi) idénticos sin importar el nombre u origen de quien lo firme? ¿Qué significa que una compañía que alberga y, pareciera, decide lo que es considerado buen cine para el gran público limite el panorama creativo de la cinematografía internacional? Las posibles respuestas podrían orientarnos mejor en el entendimiento del fenómeno. Por el momento Okja, la película no el personaje, pareciera ser también un súper cerdo diseñado hasta el último detalle para saciar el gusto (¿gourmet?) de los consumidores de su benéfica casa productora, que como en la cinta, podría resultar ser un enorme embuste”.
El reto crítico
De un modo u otro, las películas llegan al mercado, y cuando son títulos firmados por directores de prestigio se plantea un problema más: ¿Cómo se posiciona la crítica generalista ante ellas? Los medios especializados llevan años reseñando películas que no acceden a las salas de cine, tanto en crónicas de festivales como en secciones específicas dedicadas a eso que se ha dado en llamar “cine invisible”. ¿Pero qué sucede con los grandes periódicos de tirada nacional, que cada viernes reportan las impresiones de sus críticos acerca de los estrenos semanales? ¿Debe cambiar también el criterio por el que se rigen las secciones de cultura tradicionales? Ante la posibilidad de dejar sin análisis crítico trabajos de cineastas como Noah Baumbach o Borja Cobeaga, parece que la respuesta está clara. Curiosamente, el último film del estadounidense, The Meyerowitz Stories (New and Selected), también era una producción para Netflix y estuvo en Cannes, pero no levantó la misma polémica que el coreano.
Como en el caso de Okja, The Meyerowitz Stories (New and Selected) pasó por algunos otros festivales y llegó al público de Netflix el pasado 13 de octubre. Al no acceder a las salas de cine, los medios generalistas no le han dedicado el espacio que sí hubiera tenido de haber disfrutado de un estreno normalizado. Y probablemente lo merece, porque Baumbach ha realizado su película más entrañable en mucho tiempo, lejos de la condescendencia que caracterizaba sus últimos trabajos. Una de sus grandes bazas radica en un Dustin Hoffman en tal estado de gracia que ya hay quien pide su candidatura al Oscar (lo que llevaría la controversia a una nueva dimensión). Encarna al padre anciano de una familia disfuncional que se reúne a raíz de su enfermedad y aprovecha para saldar deudas emocionales del pasado. Baumbach asume su condición de heredero de Woody Allen (las tribulaciones de cierta clase media culta neoyorquina) y urde un film tan eficaz como convencional, sustentado en unos magníficos diálogos, un reparto sólido (que incluye a Ben Stiller, Adam Sandler, Emma Thompson, Candice Bergen o la escritora y cineasta Rebecca Miller) y una apelación a los sentimientos que no suele fallar. Un producto gratificante y para todos los públicos, que no se caracteriza por sus arriesgadas decisiones de puesta en escena, sino por plegarse a una concepción del cine comercial con tinte independiente plenamente asumida por el espectador medio. Más aún: Como ya hiciera con evidente trazo grueso en Mientras seamos jóvenes (While We’re Young, 2014), Baumbach vuelve a reírse del cine con voluntad rupturista o de vanguardia, esta vez a través del personaje que interpreta Grace Van Patten.
El tono de comedia de algunas secuencias (con momentos realmente hilarantes) compensa la imperiosa necesidad de catarsis de Baumbach en otros tramos de un film irregular, con personajes de perfil muy descompensado (la tópica y fácil resolución del conflicto de la hermana), pero que permite reconciliarse con un director que se había dejado llevar por la fácil deriva hipster tras la apreciable Una historia de Brooklyn (The Squid and the Whale, 2005). Y si de sentido del humor hablamos, hay que mencionar también otro estreno de Netflix, esta vez del 12 de octubre: Fe de etarras, la nueva película de Borja Cobeaga, que tuvo su premiere en el Festival de San Sebastián y fue directa a la plataforma unas semanas después. El director y su guionista habitual, Diego San José, regresan, por enésima vez, al tipo de comedia que llevan desarrollando desde los tiempos del programa televisivo Vaya semanita, basada en la parodia de la sociedad vasca, por un lado, y en el choque cultural de la misma con el resto del Estado, por otro. Una fórmula que funciona tanto en su vertiente más cáustica como en la más popular (suyo es también el guion de Ocho apellidos vascos), pero que aquí peca de reiterativa, probablemente porque Cobeaga ya había abordado el tema del terrorismo con más acierto en Negociador (2014), donde no contó con San José.
Dos títulos, en todo caso, que más allá de sus aciertos y errores podrían haber llegado con total normalidad a los cines, donde se proyecta material de similar e inferior calidad, y que se ajustan a unos parámetros comerciales mayoritarios, pero que forman parte del contenido que oferta una plataforma en una interesante encrucijada. Como ha señalado en la revista So Film Christian Siegler, investigador en el College of Business, Arts and Social Sciences de la Universidad de Brunel (Londres), Netflix “necesita producir series y películas de calidad que funcionen en todo el mundo, pero los gustos de los españoles no son los mismos que los del público chino o alemán. Así que se encuentra entre dos aguas: necesita ofrecer una proposición local única, pero con aspiración internacional”. Y no es tan fácil como parece. La serie Marsella (Marseille, Dan Franck, 2016), producida en Francia y con Gérard Depardieu como protagonista, ha sido un sonoro fracaso. Otras como Sense8, Gypsy, The Girlboss o The Get Down han sido canceladas sin que les temblara la mano, demostrando que se rigen por los mismos criterios que cualquier otro canal. Y eso, definitivamente, no es una buena noticia.