Cocinar para particulares, en el domicilio del cliente, es un servicio que, sin ser mayoritario, cada vez es más demandado. Comidas de negocios o celebraciones que requieren de un profesional que durante unas horas ejerce de cocinero privado
No cumplen los exigentes horarios que demanda un restaurante. Tampoco sufren el estrés de una cocina en hora punta. Pueden conciliar mejor su vida personal y familiar, pero, a cambio, no disfrutan del reconocimiento o la visibilidad de los cocineros y cocineras que defienden su trabajo desde un local. De hecho, la discreción es una de sus virtudes —muchas veces no pueden revelar quiénes son sus clientes—. Pero Valencia no es Madrid, ni tampoco los Hamptons, y abrirse paso en este nicho de mercado no es fácil.
Rubén Fenollar empezó a cocinar en domicilios hace seis años. Alternaba su trabajo en una cadena de apartamentos turísticos con los servicios privados en casas. «Yo me tiré de cabeza; empecé haciendo cumpleaños y poco a poco fui creciendo y viendo dónde estaba mi sitio», afirma. La dificultad de trabajar como chef particular radica, como en casi todos los negocios, en encontrar a tu clientela. Y la suya, le dijeron, estaba jugando al golf. Aprendió a jugar —«lancé miles de bolas», admite—, se hizo socio de un campo y ahí encontró lo que buscaba. Un perfil de cliente, hombre de negocios en su mayoría, que cuando escuchaba a lo que se dedicaba el cocinero, se guardaba su número de teléfono. «Fue una inversión», reconoce.
Aunque el campo de golf está en Valencia, los potenciales clientes con los que allí entabló relación son, en gran parte, de Murcia. Clientes cuya relación ha ido reforzando y que requieren sus servicios con cierta regularidad. «Son eventos privados o muy privados. Encuentros en los que apagas el móvil en la entrada y te dedicas solo a cocinar —a veces te obligan a dejar el teléfono en la entrada—. Nunca desvelo para quién estoy cocinando», explica. Hace sobre todo comidas o cenas para entre cuatro y seis comensales, «empresarios que se reúnen para cerrar un negocio con un inversor. El empresario le invita a su casa al inversor, le enseña su coche, su familia, su casa, y también a su chef privado. Eso impresiona. Los negocios se cierran en casas; se han dejado de cerrar en grandes restaurantes», apunta Fenollar. De una comida suele salir otra, por eso es imprescindible que todo salga perfecto. Te lo juegas todo a una mano.
«Hago trajes a medida. No tengo un menú. Dime qué te gusta y te hago una propuesta. La única premisa es buscar la calidad, porque son personas que saben identificarla y la pagan; es gente que se gasta mucho dinero comiendo por ahí», subraya. Rubén suele tener el primer contacto en la propia casa del cliente, allí se entrevista con la persona que le explica lo que tiene en mente y él le hace una propuesta que luego revisan juntos por si hay que ajustar o cambiar algún plato. También aprovecha para examinar la equipación de la cocina y el menaje, por si tiene que alquilar algo. El presupuesto depende mucho del cliente. «Muchos no piden presupuesto, sino que al final solo preguntan: ¿qué te debo?», señala asegurando que si buscan calidad no pueden salir a sesenta euros por cabeza.
Estamos en València (o Murcia), y como le ocurre a cualquier freelance, hay meses con mucho trabajo y otros en los que no hay nada. Por eso, Fenollar también es profesor de cocina en el CDT para Asindown. «Me gusta la formación. Cuando uno tiene conocimientos, poder darlos a otros es bonito. Son ocho alumnos con discapacidades diferentes, y mi labor es que cada uno encuentre su sitio en la hostelería y acabe trabajando en un restaurante», asegura. Esto le permite trabajar como cocinero particular los fines de semana y, además, conciliar su vida con la de sus tres hijos y su mujer, a quien le otorga gran parte del mérito de haber llegado hasta donde está: «He podido ser selectivo gracias a mi mujer; la economía que había en casa me ha permitido poder decir no a muchas propuestas que no me interesaban».
Y ante la pregunta ¿se puede vivir solo de esto? Fenollar responde categórico: «Yo sí; he currado muchísimo y he regalado muchísimo tiempo, pero la inversión ha dado resultados. Ahora estoy en un momento en el que podría vivir de esto».
A Bea Sánchez Pastor todo el mundo la conoce como Tiataper. Hace seis años, dejó el mundo de los eventos para dedicarse a lo que más le gustaba, la cocina, y emprender un pequeño proyecto que ha ido evolucionando. Bea acude a casa del cliente para cocinar la comida que deja preparada en táperes para las siguientes dos semanas. Ofrece un listado previo de platos de donde el cliente elige cinco. Comida casera donde caben canelones de pollo, albóndigas de salmón y salsa de eneldo, lentejas con sepia u hojaldres de ternera picada estilo Wellington. Una vez elegidos los platos, Bea hace la compra de todo lo que necesita y, en la fecha acordada, va a cocinar a la casa, acompañada por su robot de cocina. En dos horas deja preparadas raciones para que dos personas puedan comer durante quince días. El negocio creció tanto que se asoció con otra cocinera y alquilaron un obrador desde donde elaboran la comida. Bea admite que ha trabajado muchísimo durante estos seis años con los táperes, pero hace un mes decidió paralizar el servicio porque «le dedicaba demasiadas horas».
«Ahora nos estamos dedicando más a preparar la comida en rodajes de publicidad, celebraciones y eventos de diferentes tamaños. También hago de home economist (la persona que se encarga del estilismo de la comida para fotos o vídeos). Y cocinamos para empresas. Ofrecemos un servicio para aquellos que no quieren acudir a un catering grande, con el desembolso que supone, pero tampoco a un horno», concreta. En estos casos, Bea tiene unos menús elaborados para que el cliente pueda elegir entre diferentes opciones. No es necesario un número mínimo de comensales, pero sí que hay un mínimo de facturación, una cantidad bastante asumible.
Aunque Bea estudió hostelería, nunca ejerció en una cocina profesional, sino que siempre se dedicó a la producción de eventos. Acabó muy quemada del sector, «pero una no puede huir de su oficio —remarca—. Sí se puede vivir de cocinar para particulares, yo creo que sí, pero con la mirada puesta en los catering y eventos».
Antonio Ortuño se mudó a Nueva York en 2005 para desarrollar su carrera de artista. Volvió a València el año pasado. Diecisiete años que han dado para mucho. Vivir del arte es complicado, así que durante los primeros años Ortuño también trabajó como paseador de perros. En 2011, empezó a darle vueltas a otras opciones laborales: «Me pregunté qué otras cosas sabía hacer, y entonces lo tuve claro: ¡cocinar!». Montó una página web en la que se ofrecía para cocinar a domicilio comida mediterránea y, a partir de ahí, despegó.
En esos once años cocinó para personas muy reconocidas. Para una de esas familias cocinaba dos días a la semana. Llegaba al apartamento de Tribeca los martes y jueves y dejaba la comida preparada para varios días. «Era el responsable de hacer la compra, y las únicas reglas que me dieron al entrar fueron que allí solo comían productos ecológicos y no podía utilizar latas. Otra cosa muy común en las casas norteamericanas es que no quieren fritos, tanto por salud como por no dejar olor en la casa. Yo, como máximo, hacía croquetas», explica. «Trabajaba en casas de esas que ves en las películas, de las que tienen bibliotecas y salas de billar», cuenta. No era raro que le hicieran firmar contratos de confidencialidad o que tuviera que dejar el móvil al entrar.
Llegó la pandemia y, como pasó con todo, el sector también se resintió. Antonio Ortuño decidió volver a València con la idea de extender la cultura de los chefs privados a la ciudad. «Los chefs privados nos adaptamos al cliente, a los estilos de vida y presupuestos según las necesidades de cada uno. No es algo que solo puedan permitirse las familias con dinero. Yo voy a tu casa a hacerte feliz, a que puedas recibir gente en tu casa totalmente relajado y despreocupado. Esto no es un lujo», remarca. Él ahora está impartiendo clases de cocina en València, labor que compagina con su trabajo como cocinero privado tanto en España como en Nueva York, donde viaja regularmente para seguir complaciendo con sus recetas a sus clientes. Y, como Rubén Fenollar y Bea Sánchez, cree que sí, que un cocinero, aunque no tenga restaurante, puede ganarse la vida. Aunque la mayoría deba complementarlo con algún otro extra.
Artículo publicado en la revista Plaza de agosto