VALÈNCIA. No se si el verano es tozudo a la hora de que surjan noticias singulares o bien la bajada de las aguas de la actualidad en otros terrenos hace emerger aquellas que en pleno curso pasarían desapercibidas. Una de las tristes noticias del verano tiene como protagonista un puente medieval levantado en la ciudad de Tournai, situado en lo que hoy sería Bélgica. La citada construcción ha pasado a mejor vida por una cuestión meramente utilitaria, “puramente siglo XXI” como es la de dar paso a barcos de gran tonelaje, principalmente cruceros, por el río. Qué triste metáfora del signo de nuestros tiempos. No deja de ser una lamentable paradoja que el puente levantado en el siglo XIII, una de las construcciones de esta naturaleza más antiguas de la Europa medieval, que fue parcialmente destruido en la Segunda Guerra Mundial y que cuya restauración fue constituyo un símbolo de recuperación (como sucediera con el puente de Mostar en Bosnia destruido en la guerra de los Balcanes) fue de nuevo levantado. Ahora no es una guerra, es el supuesto desarrollo de la civilización la que lo vuelve a hacer desaparecer y en este caso de una forma definitiva y total. No quiero que se vea esto como una diatriba contra el país flamenco, pero que sucedan estas cosas, dicen mucho (o poco), y describen al menos parte de la sociedad civil de un lugar. Yo, a día de hoy, convivo, por ahora, con la creencia de que lo sucedido en Tournai sería imposible que pasara en nuestro contexto. Sí, se hicieron muchas de esas en el pasado, pero quiero pensar que en 2019 buena parte de los valencianos estamos comprometidos con nuestro patrimonio histórico y cultural.
Nuestro relato particular del verano viene protagonizado por un falso Modigliani que se pretendía introducir en el mercado. La presunta estafa ha sido abortada por el Grupo de Patrimonio Histórico de la policía autonómica. Un cuadro que, a la vista de las fotografías, echa de espaldas a cincuenta metros por lo burdo de sus resultados técnicos. No obstante se trata de un asunto rodeado de cierta oscuridad puesto que desconocemos el precio que se pretendía obtener del mismo (dato importante para determinar si se quería hacer pasar por una obra del pintor nacido en Livorno) y la identidad de ese misterioso “anticuario”. Desconozco las vicisitudes de este caso, pero algún día tendremos que hablar de qué entendemos por “anticuario”, como profesional, para evitarnos confusiones y malentendidos.
La época estival también tiene sus “serpientes de verano” en noticias que tienen cada vez más que ver con la cuadratura del círculo que supone la relación entre un turismo cada vez más masivo, y preservación del patrimonio y disfrute del mismo en mínimas condiciones. En este 2019 los protagonistas son la Gioconda con sus dos horas de cola para hacerse un selfie. Esta claro que el Louvre lo que quiere son números, visitas y en definitiva dinero, aunque en sus salas se produzcan diariamente situaciones aberrantes. En este caso me posiciono claramente con la política adoptada por la mejor pinacoteca del mundo sita en el Paseo Del Prado, que no permite hacer fotografías. Por el contra en ciertos lugares se empieza a luchar contra una situación que podría ser pan para hoy, hambre para mañana: el ayuntamiento de Roma ha prohibido sentarse en la escalinata de la Plaza de España y el de Florencia hacer picnic en la calle, mientras los megacruceros siguen empeñados en chocar contra los pantalanes de Venecia. Hace unos días en un documental sobre la situación insostenible (y muy reciente) en el barrio de Alfama de Lisboa, comentaba un visitante algo así como “cuando viajaba hace años me gustaba ver cómo vivía la gente originaria de aquel lugar, ahora es imposible porque donde voy estoy rodeado de turistas que son quienes ahora viven en ese barrio”.
Antes de mi visita “principal” hice una corta escala en el Museo del Prado para contemplar la última adquisición “valenciana” de la institución. Miguel Falomir (València 1966) ha colocado al artista valenciano Juan de Juanes en el lugar de privilegio que merece; es decir, en lo más alto de la pintura renacentista en España, hasta el punto de que la gran pinacoteca le dedica toda una sala, la 51 (rotonda de Goya) lo que sólo sucede con un selecto grupo de artistas
Ahí cuelga su Ecce Homo o las tablas que, hasta finales del XVIII, formaban parte del Retablo de San Esteban que se hallaba en la homónima iglesia valenciana, hasta que fueron enviadas a Madrid, al ser adquiridas por el rey Carlos IV. Desde hace pocas semanas se exhibe una pieza que ya es propiedad de la pinacoteca gracias a la Fundación Amigos del Museo Del Prado: el Oratorio de san Jerónimo. Una pieza valenciana por partida doble puesto que se trata de un mueble (un oratorio portátil), con diseño y pinturas en la parte externa de las puertas, obra de Juan de Juanes (San Vicente Ferrer y San Pedro Mártir), destinado a proteger y resaltar una fina obra escultórica en alabastro, San Jerónimo, de otro valenciano: Damián Forment (Ca. 1480-1540).
La Casa-Museo Sorolla (General Martínez-Campos 37) era mi objetivo principal de la mañana, y en especial la obra de pequeño formato que se instala en la piso superior. El museo ha entrado definitivamente en la ruta cultural de la capital a la vista de la afluencia de visitantes un día entre semana de agosto. Se trata de una modélica fundación, un trozo de València en Madrid, como me comentaban, puesto que buena parte de los cuadros que cuelgan en sus muros fueron pintados por el maestro frente al mar, en el entorno y calles de nuestra ciudad y en la localidad de Jávea, lo que no deja de producirme sentimientos contradictorios. Hay que señalar también que la visita nos muestra el carácter coleccionista del pintor, que en vida reunió una notable colección de antigüedades: cerámica, tallas, artes decorativas, muebles… La sala principal del palacete, en la que se pueden admirar varias de las obras más importantes, es también un trozo de verano: el agua, el viento, el cielo y las figuras bañadas por la luz cegadora del Mediterráneo son omnipresentes. Cierto es que Sorolla es quien decide, después de una casi miserable infancia y una laboriosa juventud, ir a Madrid, pues es allí desde donde podía hacer fortuna, lo cual es lógico, lo que produjo que buena parte de su obra se trasladara a lo que es hoy día el museo. Pero lo es también que una vez fallecido, la figura de Joaquín Sorolla fue recordada en su ciudad natal, diría que tan sólo de boquilla (más allá de una pléyade de artistas que continuaron sus postulados artísticos), si nos atenemos a la escasa obra importante que existe en Valéncia. El coleccionismo valenciano y las instituciones no repatriaron obra importante del maestro (salvo pocas excepciones), en años en que podían adquirirse magníficos óleos del maestro a mejores precios. Tampoco los más importantes coleccionistas de su obra, hoy en día, se encuentran junto a la playa que tanto pintó. En Valéncia existe poca obra verdaderamente importante; es más de pequeño formato y, sobretodo, retratística. No nos engañemos: nunca podrá llevarse a cabo un Museo Sorolla en condiciones de calidad suficientes puesto que cada vez hay menos obra “de campanillas” en el mercado y los precios que se alcanzan no pueden ser abordados desde las instituciones (más todavía después de la exitosa exposición en la National Gallery de Londres). Siempre he dicho que interesa más un museo del siglo XIX, la segunda edad de oro del arte valenciano. Señores, es lo que hay.
A cinco minutos en bicicleta, quince andando, en pleno barrio de Malasaña se encuentra en Museo Romántico (calle San Mateo, 13). Un palacete decorado tal como sería una casa señorial del siglo XIX. Nada más entrar, de nuevo València: un cuadro del pintor valenciano José Ribelles y Helip “alegoría de España con la reina María Cristina e Isabel II”, a continuación un retrato de Isabel II niña, estudiando geografía, firmado por Vicente López. En la siguiente estancia un abanico obra del taller valenciano de Juan bautista Montunai con otra escena alegórica protagonizada por la reina Isabel II, y seguidamente un cuadro, de clara impronta romántica de Genaro Perez Villaamil con las Torres de Serranos como protagonistas. València en Madrid.