VALÈNCIA. Tres de tres. Las tres últimas miniseries de Lewis Arnold son competentes. Hablamos de Des sobre un asesino que actuaba llevado por su oposición a la Inglaterra de Thatcher, Time sobre un hombre de mediana edad que va a la cárcel por conducir ebrio y tiene que sobrevivir en ese entorno hostil, y ahora le ha tocado a Sherwood, estrenada en la BBC, con una premisa mucho más original que las dos anteriores.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que la mini-serie se trata de un circo de tres pistas más que un complejo mosaico social. Coinciden dos asesinos en un mismo pueblo y seguir ambas tramas, junto con la evolución del protagonista, el detective del lugar, es pura diversión. Como elemento secundario, tenemos una población dividida entre esquiroles y huelguistas. Un conflicto desencadenado en la era Thatcher, cuando cerraron las minas, pero que todavía colea entre los naturales. Cuando van al bar todavía se siguen insultando por lo sucedido aquellos días.
La idea de James Graham, el autor del guión y nacido en el lugar, es dar a entender que la conflictividad laboral de los años ochenta fue provocada. El objetivo era derrotar a los sindicatos para poder aprobar medidas neoliberales en la economía, para ello, el Gobierno se sirvió de agentes secretos que espiaban y caldeaban los ánimos, lo que aquí se ha conocido recientemente no sin polémica como "infiltrados". Estos asuntos todavía colean en Inglaterra. Por ejemplo, la información policial de la famosa batalla de Ogreave, en el condado vecino de South Yorkshire, está clasificada hasta 2066.
Lo gracioso es que el argumento central de la serie no se trata de una trama artificial destinada al entretenimiento, sino de hechos reales. Ocurrieron en Nottinghamshire en 2004, veinte años después. Un antiguo esquirol asesinó con una ballesta a un viejo sindicalista que había hecho huelga (y lo cortó en trocitos con una espada de samurái, detalle que omite la serie, quizá para que resulte creíble). El asesino se ocultó en el bosque de Sherwood, lo que no podía evocar más el mito de Robin Hood. Para poder realizar labores de búsqueda, la policía tuvo que volver al pueblo y su presencia resucitó todos los fantasmas de 1984.
La situación en su día había sido traumática. Una polarización muchísimo mayor que el Brexit o la que cuentan que ha traído el trumpismo a Estados Unidos o sus diversas metamorfosis, estudiadas como extrema derecha 2.0 por el académico Steven Forti, a otros lugares del mundo. Durante esos largos meses, estuvieron en huelga cientos de miles de trabajadores que, como ocurre en un conflicto de estas características, no cobraban. A la desesperación por su futuro se unía la de su presente. Y en esa situación, hubo trabajadores que decidieron trabajar. Cuando la policía les escoltaba para atravesar las barreras de piquetes, en un bando y otro se encontraban padres e hijos, hermanos y familiares. En el crimen real, el esquirol asesino, con los años, había llegado a desarrollar una paranoia de que el sindicalista pretendía destruir su hogar.
El segundo crimen tuvo lugar once días después. Un hombre, que se había tenido que separar de su mujer por maltratador, se instaló en casa de su hija. Durante la convivencia, la asesinó. La disparó con una escopeta y escapó al mismo bosque donde se ocultaba el otro asesino. Este caso no se plantea en estos mismos términos en la serie, no obstante, la madre de la víctima se ha quejado de que en Sherwood se utilice la muerte de su hija para un producto de entretenimiento. La BBC, si llevó este suceso al terreno de la ficción sin que pudiera identificarse lo que muestra con la realidad fue precisamente para garantizar que sus historias respetasen a las personas que no querían estar involucradas.
Con el primer caso, en la ficción Graham fuerza la máquina creando una especie de supervillano, con el segundo tenemos una situación de melodrama familiar con tragedia mucho más interesante. Sin embargo, no son los únicos argumentos que se entrelazan en los seis episodios. Resulta que uno de los mencionados espías de Thatcher se quedó en el pueblo a vivir. Los que perdieron familiares o sus vidas se vieron truncadas por las huelgas y los enfrentamientos están ansiosos por descubrir su identidad cuando averiguan que sigue entre ellos.
De esta manera, tenemos un retrato coral del un pueblo de trabajadores con sus conflictos, un relato de factura realista prototípica británica, pero a la vez son varios los misterios a resolver, cada personaje tiene un pasado y la resolución de cada historia se dosifica con estilo para que prime la emoción. Es decir, estamos ante puro entretenimiento y resulta.
En mi opinión, el retrato de la sociedad dividida por las huelgas, los piquetes y los esquiroles es demasiado epidérmico desde el momento en el que prima el elemento lúdico. Es el decorado de fondo para unos personajes que, aunque estén al borde de resultar poco creíbles o sufrir la típica acentuación de sus rasgos o tremendismo en sus biografías propias de ficciones de este tipo, están bien contenidos y no llegan a sobrepasar la línea.
El problema quizá sea mediático, que se venda Sherwood como una obra que establece un marco histórico y define un contexto social. Esos objetivos están muy deslucidos. Aunque haya unos diálogos, no se profundiza en las motivaciones de la figura del esquirol. En este caso, no se trata de solo una persona, que sería calificado como un traidor, sino que en ese pueblo los que querían trabajar eran mayoría. Ahondar en sus razones, en por qué y cómo se produjo la escisión en el sindicato, no era el planteamiento. Lo que sí pone de manifiesto la mini-serie es la profunda grieta que abrieron en la sociedad inglesa las reformas de Thatcher.