“Detente, amador de las antigüedades…”
Traducción del latín del texto que reza en una lápida del siglo XVIII en el viejo cauce del Turia
“En lo camp de argent
una ciutat bella sobre aygua corrent”
Verso anónimo del siglo XVII, acerca de la ciudad de Valencia
VALÈNCIA. Ya no sólo por la cantidad de hitos arquitectónicos que, desde el siglo XIV al XXI, jalonan sus casi diez kilómetros, sino también porque todo es aquí un tanto equívoco, hacen de este un tema complejo. Para empezar su actual nombre es una aclaración en sí misma: “Antiguo cauce del río Turia”, por tanto, en su mención queda implícito lo que no es, junto con lo que fue: un río que inicialmente se bifurcaba en dos mangas que abrazaban un amplio terreno llano sobre el que se fundó la antigua ciudad romana Valentia. La primera manga de agua dejó de serlo de forma natural y la segunda al ser desviado el transcurso del río a finales de la década de los 60, algo que a los valencianos nos ha tocado explicar varios millones de veces siempre que viene alguien de fuera y percibe sagazmente que no pasa agua por donde debería hacerlo. Un longitudinal espacio, una inmensa cicatriz tornada en verde, a través de la que se puede iniciar y acabar el relato de la ciudad, con lo que todavía queda, y con lo que ya no está. Por si fuera poco, todos creemos conocerlo sobradamente y cuanto más rascamos, más aparece porque además está vivo, sin acabar. Se trata del elemento urbano más relevante en la actual Valencia y, junto con la torre campanario de la Seu, el más icónico.
El peculiar carácter del valenciano, que en buena parte todavía representa un misterio para mí, se hace notar sobre el entorno urbano. El Turia no ha escapado a ello y la relación de Valencia con su río es todo menos un remanso de aguas tranquilas. Una relación de amor- y odio puntual, pues ha sido-y es- escenario de celebraciones como aquella naumaquia que se celebró la noche de 12 de julio de 1755 en la que medio centenar de pequeñas barcas iluminadas con fanales, y dos barcazas más grandes, navegaron por el lago artificial construido a base de diques de contención entre dos de sus puentes.
Años de desprecio cuando una vez desviadas sus aguas se propuso el espacio como gran excalectric que recorriera de Este a Oeste la ciudad, mientras los rebaños de ovejas pacían por las antiguas orillas o era inundado de campos de fútbol de tierra allá por la década de los 70. Recuerdo, a finales de esa década, ir con mi padre a ver algún partido e impresionarme la cantidad de siluetas apostadas en los petriles: “Fútbol del de verdad es el que se ve aquí” decían algunos.
Temor ante las crecidas y pánico cuando las riadas sucedían hasta la última y devastadora de 1957. Escenario de historias y leyendas: desde la arribada milagrosa de la gran talla románica del Cristo del Salvador, que se venera todavía en homónima iglesia, hasta el lugar de esparcimiento del caimán-dragón para los de la época- que se conserva en el Patriarca desde que, según se cuenta, la ciudad fuera salvada del mismo por un misterioso caballero.
Hoy, afortunadamente es una joya del urbanismo que conecta muchos barrios y que permite a gran parte de los ciudadanos tener a pocos minutos una gran zona verde.
Desde que Anton van den Wyngaerde (Amberes, ca. 1512/1525 - Madrid, 7 de mayo de 1571) realizase sus vistas de la ciudad y por supuesto del río, ningún grabador, dibujante, pintor o fotógrafo que ha retratado Valencia en su globalidad-lo que comúnmente se denominan vistas- se le ocurrido no hacerlo desde otro lugar distinto a aquel que permite en primer término mostrar el Turia y, más allá, el centro histórico con su perfil característico del que emerge por encima de todas las torres, el Miguelete.
Son raras las vistas de Valencia desde otra posición. Desde los grabados de François Ligier para Alejandro Laborde a principios del siglo XIX, las espectaculares vistas de Alfred Guedson a mediados de ese siglo, a las extraordinarias fotografías de Jean Laurent en el último tercio del siglo XIX. De entre los pintores si tuviera que quedarme con una obra, sin duda elegiría alguna pequeña tablilla de Ignacio Pinazo que tiene como protagonista alguno de los puentes con la ciudad antigua al fondo.
Se trata de una obra en piedra tallada impresionante, y más en la época en que se llevó a cabo, si sumamos a ello la edificación de los cinco puentes históricos. Los pretiles del río ya fueron fabricados previendo grandes avenidas, aunque en un buen número de casos sus muros no fueron suficientes. Se levantan a lo largo de siete kilómetros en el lado más largo, el margen derecho. Se llevó a cabo por la "Junta de Murs i Valls" desde 1592 y hasta 1596. A esta Junta le sucede 1606 y 1674 la "Fàbrica Nova del Riu". En 1729 finalizaron.
La piedra es el elemento unificador del cauce: adornos, bancos en piedra, lápidas. Uno de los elementos menos conocidos es una gran lápida mármol de época romana que se encuentra junto a uno de los petriles a la altura del puente de Campanar. Fue hallada a mediados del siglo XVIII y está dedicada a la diosa Isis por una cofradía de esclavos de aquel momento. Parece que estaba de moda la adoración de la diosa egipcia, así que este grupo de esclavos de Valentia sufragó este pequeño monumento “Sodalicium vernarum colentes Isid” (El colegio de los vernas de los adoradores de Isis). La inscripción es hoy difícilmente legible y viene acompañada por otra del siglo XVIII por la que tengo especial devoción “Detente, amador de las antigüedades…”. Pocos son, no obstante los que le hacen caso. Siguiendo con la piedra, existen lugares cuyo nombre se nos hace tan familiar que nos despreocupamos por saber de qué traen causa. No todos sabrán que la Petxina que da nombre al paseo existe junto a la margen derecha hace referencia precisamente una gran pechina ejecutada en piedra tallada, que se encuentra en el lecho a la altura de la Casa de la Caridad, afortunadamente protegida con una valla.
Habla el historiador Josep Vicent Boira, de una obra espectacular cuando se refiere a los puentes históricos de Valencia, pero el problema es que han dejado de cumplir buena parte de su función. Hoy en día únicamente conectan los dos lados del antiguo cauce, pero las aguas no cortan sus tajamares. Bueno, en parte es cierto, puesto que si bien es cierto que el agua ya no discurre no es baladí que sus ojos permitan la continuidad de un jardín de varios quilómetros de longitud, y de los miles de usuarios de este. Desde el inicio junto al parque de cabecera y su desembocadura en los astilleros son un total de 19 puentes y hablar de todos da para un libro. No hay ninguna ciudad en España que se acerque a esa cifra (Zaragoza o Sevilla no pasan de 10). De estos cinco pueden considerarse históricos: San José, Serranos, La Trinidad , Puente del Real y Puente del mar. Tampoco la cantidad de puentes históricos construidos entre los siglos XV y XVII tiene parangón entre las ciudades españolas. Cada uno con sus peculiaridades: el de Serranos enfrenta majestuosamente con las torres que le dan nombre, los del Real y del Mar presentan sendos pares de casalicios con sus respectivas imágenes, el de la Trinidad con sus magníficas esculturas en elegantes contrapostos de Ponzanelli y el de de San José con sus bóvedas escarzanas y la imagen de San José obra de Octavio Vicent, sufragada por los falleros de la ciudad en 1951.