Después de cuatro temporadas de House of Cards, Frank Underwood sufre el desgaste lógico de un personaje malévolo hasta el exceso. Nuestro diagnóstico es rotundo: los Productores Ejecutivos deberían matarlo para darle un final digno
VALENCIA. Los políticos cuanto más los conoces menos los amas. La posibilidad de encontrarnos con dos elecciones generales seguidas en nuestro país en menos de un año y cuatro temporadas de House of Cards no son precisamente el mejor antídoto. “La distancia entre el amor y el odio es tan ancha como el filo de una navaja”, decía Maugam. En el terreno de la ficción, con la evolución de Frank Underwood algunos sentimos que se ha cruzado la línea, y tras el último atracón hemos sufrido una terrible indigestión. Una cosa tenemos clara: Underwood debe morir. O él o nosotros.
No es la primera serie que necesita dar un carpetazo a sus temporadas de una vez por todas, por mucho que les pese a sus Productores Ejecutivos. Cuando uno tiene en sus manos la gallina de los huevos de oro, pedirle que la mande a la estantería de los coleccionables de DVD es complicado de asumir. En este caso, además, no contamos con las cifras de audiencias para corroborar la situación, puesto que Netflix no muestra sus cifras de visionados. Nuestro argumentario se basa en nuestra apreciación sobre aspectos de construcción de personaje, de concepción de guión y en el desapercibido buzz social generado más allá del entusiasmo inicial por su vuelta. Algo está pasando.
Durante las dos primeras temporadas Frank Underwood tenía un objetivo claro: alcanzar el poder, y si era necesario manipular, incluso matar para conseguirlo. El fin justificaba cualquier medio, y las puñaladas por entonces resultaban divertidas. Llegó la tercera temporada y su escalada se desvaneció porque llegar más alto era imposible. La lucha por mantenerse en el poder a partir de ese momento se volvió tediosa ante unos enemigos que en realidad no han estado a la altura jamás. Como defienden los teóricos del guión, una buena historia se sustenta bajo un buen protagonista que a su vez ha de tener un antagonista que esté a su altura, incluso que le supere, y de esta forma haga más interesante al personaje principal.
Con esta nueva tanda de episodios somos testigos además de una particular Guerra de los Rose entre Claire y Frank, un matrimonio enfrentado ahora por la zanahoria del poder, aunque sin el sentido del humor de la película del director Danny DeVito. Un sentido del humor que le falta a esta obra desde su primer minuto, y que ahora su carencia se evidencia todavía más. Underwood se toma demasiado en serio a sí mismo y cree que es mucho más inteligente que los demás.
Para rematar, en esta cuarta temporada finalizan una de las tramas principales sobre la guerra contra el terrorismo con un Underwood diciéndonos en el último episodio algo así como que “voy a ser más malo que nunca, ya verán” (pero tampoco vemos nada del otro mundo como para estremecernos), en su empeño constante en esta serie por decir más que hacer, por cebar nuestras ansias de ver el siguiente episodio a base de cantos de sirenas. Pero sobre todo no entendemos para qué. ¿Qué quiere Underwood más allá de la pura malicia? Porque ya no se trata de poder sino de exterminio sin ningún asunto ideológico detrás, tan plano y unidimensional como lo que transcurre en el argumento de un videojuego básico.
Cuando la malicia del personaje se oculta bajo el paraguas de su obsesión por mantener el poder, de su trastorno de sociópata, las piezas encajan. Si se manifiesta debido a su vena sádica, cuando disfruta viendo sufrir a los demás, los resortes igualmente funcionan. Pero mearle a una lápida de mármol porque es donde está enterrado su padre, que está muerto y por tanto ya no se entera de nada, cuando estamos hablando de una persona adulta y no de un turista inglés borracho por Mallorca, o escupirle a una figurita de Jesucristo sin tener delante al Opus Dei, a Rouco Varela, ni a nadie que por lo menos se escandalice, es el colmo de la desmesura.
Underwood es tan excesivo que no se relaja ni un segundo. Necesita ser malo a cada momento, dar el cantazo siempre que puede. Salvando las distancias, nos recuerda al Pablo Iglesias que últimamente nos abruma dando la nota en cada aparición televisiva, ya sea con un morreo entre compañeros masculinos, con un comentario de mal gusto y fuera de lugar sobre una diputada femenina en medio de una sesión en el Congreso, con los últimos carteles por el Día de la Mujer trabajadora, o con el regalo de un pack de DVDs de Juego de Tronos para el Rey. Por favor, ¡basta!
Se podría entender en cierto modo la incorporación de la escena del salivazo de la tercera temporada sólo porque sabemos cómo funciona el algoritmo copia fórmulas de Netflix, que probablemente le indicó a los productores de House of Cards que no debían olvidar hacer algún guiño a la mítica serie El Ala Oeste de la Casa Blanca, sobre todo a aquella escena del capítulo “Dos catedrales”. En ella Bartlet, también en una iglesia, se enfadaba con Dios y le llamaba cabrón. Fíjense cómo éramos por entonces que eso nos resultaba de lo más escandaloso, y ahora, en la era Underwood, nos parece simplemente el típico apodo junto al nombre de un tal Luis dentro del apunte de cualquier contabilidad B del montón. El Dios en The West Wing era un capullo porque le mandaba a Bartlet, que siempre había creído en él, una enfermedad incurable. Una lucha interna de un creyente perfectamente comprensible en el marco de la serie.
Pero todavía hay más. El implacable, sádico y malévolo Underwood, resulta que por un momento se arrepiente del gesto y decide limpiar con su pañuelo las babas que le gotean a la imagen. Cuando ¡zas!, la figura cae al suelo y se rompe. El último antagonista de Frank acaba de caérsele encima literalmente (subtexto: Dios vence a Frank). Sin embargo la refriega no dura ni un asalto, con Jesucristo en el suelo destrozado en añicos (subtexto: Frank es imbatible). Una escena de una profundidad y complejidad abrumadora.
Como sentenciaban en el Washington Post en un artículo demoledor en el que afirmaban que “House of Cards es el peor espectáculo visto jamás sobre la política estadounidense”, según la ficción de Netflix parece ser que “solo hay dos personas inteligentes en Washington”: Frank y Claire. En el artículo repasan con detalle unas cuantas decisiones políticas de Underwoood que jamás ocurrirían en la política norteamericana real porque algunas son hasta ilegales.
Si lo comparamos con otras series en las que también abundan tontos de remate podríamos recordar la comedia Veep, en la que Selina Meyers trabaja rodeada de ineptos. Unos asesores tan chapuzas, egoístas e irreflexivos, sin embargo, como la propia Selina. Es decir, idiotas todos, no unos más que otros.
Otro acierto de Veep, como también de The West Wing y muchísimas otras series, ya sean políticas o no, es que son mucho más corales, con bastantes más personajes y por tanto ricas en diversidad de tramas, mientras que en House of Cards tenemos que aguantar hasta el hartazgo escenas y más escenas de Kevin Spacey y Claire, con dos o tres personajes más alrededor y poco más.
Una de las obsesiones de Underwood es su legado, convertirse en alguien mítico para la posteridad. No nos cabe ninguna duda que, para que su biografía fuera de las más visitadas en Wikipedia, necesita acabar con un final digno de Julio César, con siete cuchilladas como mínimo. Según los medios, en la próxima quinta temporada el actual showrunnner no continúa con la serie, no sabemos si por decisiones ejecutivas o tan exhausto como nosotros del excesivo FU.
Nuestra propuesta a los responsables es rotunda: en vez de matar al guionista después de cada temporada, que ya llevan unos cuantos, como en los buenos seriales a quien deben de exterminar es al protagonista. El golpe en la mesa lo damos nosotros. Underwood debe morir.
En plena invasión de culebrones turcos, Netflix está distribuyendo una mini-serie de este país que lo que emula son las grandes producciones de HBO. Historias muy psicológicas en las que todos los personajes sufren. El añadido que presenta esta es que refleja la división que existe en Estambul entre las clases laicas y adineradas y los trabajadores, más religiosos. Sin embargo, una escena en la que un hombre se masturba oliendo un hiyab ha desencadenado reacciones pidiendo su prohibición