VALÈNCIA. La mejor pinacoteca del mundo celebra su cumpleaños por todo lo alto y como lo merece. Son ya 200 años a lo largo de los cuales ha logrado esta posición de privilegio. El Museo del Prado inició su andadura en el año 1819, en el edificio neoclásico diseñado por Juan de Villanueva en 1785 y con una colección de trescientos cuadros que provenían de lo que fueron las colecciones reales, y posteriormente enriquecido con numerosas donaciones, legados y adquisiciones. Se trata de un museo para estar orgullosos, pues reúne en sus salas la sucesión de obras maestras por metro cuadrado más importante del mundo. Además, el estado de conservación de la colección es verdaderamente ejemplar. En su bicentenario podemos felicitarnos de que sea un valenciano, Miguel Falomir, quien rige los designios de la institución. El Prado se conoce por primera vez de niño, se descubre de verdad cuando se le pasa a uno la “edad del pavo” y a partir de ahí nace un idilio del que uno ya no se cura porque es un museo interminable. A partir de ese instante se revisita todas las veces que hagan falta y nunca hay dos visitas iguales. Una vez más, hay otros mundos, pero están en este.
Podemos tener una idea de lo que ha sido el arte valenciano a través de los siglos con una visita al Museo de Bellas Artes de València, pero obtendremos una visión más objetiva si la visita la realizamos al Prado, puesto que la selección se realiza de entre lo mejor de lo mejor del arte europeo de los últimos siete siglos. Hay que concluir que la imponente colección, expuesta a los ojos del mundo entero, está salpicada de nombres valencianos a lo largo y ancho de todos los períodos artísticos desde el último Gótico hasta las primeras décadas del siglo XX. Imposible hacer una enumeración exhaustiva, aunque sí haremos referencia a los más relevantes.
El Prado dedica a Ribera las salas 8 y 9, dos de mis favoritas del museo, aunque no expone toda la colección del pintor porque atesora una setentena de óleos, varios dibujos y aguadas y algunos aguafuertes, técnica de la que fue un consumado maestro. Del período del último Neoclasicismo académico es Vicente López Portaña, pintor del Rey y uno de los artistas españoles más importantes del momento del que el museo tiene excelentes obras de entre las que destacaría, en la sala 75, el exquisito cuadro 'Carlos IV y su familia homenajeado por la Universidad de València' , en la visita que realizó a la ciudad en el año 1802. La universidad literaria que por entonces estaba en la calle de la Nave regaló al monarca esta obra en la que se presenta a la institución valenciana como una matrona y sus hijas que son los diversos estudios. Contemporáneos de López son los también valencianos Mariano Salvador Maella del que El Prado de casi ochenta obras entre óleos, dibujos y grabados, siendo uno de los artistas mejor representados del último tercio del siglo XVIII y José Camarón Bonanat del que existen en la pinacoteca nueve óleos y un conjunto de dibujos importante. Ya en las postrimerías del siglo XIX el nombre propio es, evidentemente, el de Joaquín Sorolla. Diecisiete lienzos (salas 60 y 62) del pintor de luz, de entre los que destacan claramente dos obras maestras: 'Aún dicen que el pescado es caro' (1984), un apabullante homenaje al duro y peligroso trabajo en el mar, y sobretodo 'Chicos en la playa' (1908), puesto que el resto son obras secundarias, principalmente retratos. Seguidor ferviente de Sorolla fue Antonio Fillol Granell del que el museo dispone de seis magníficos óleos, cinco de ellos de claro contenido social entre los que están sus obras maestras 'La bestia humana, 'La defensa de la choza' y 'La gloria del pueblo'.
Hace aproximadamente un mes tuvo lugar la presentación de un cuadro restaurado por el propio museo, del pintor valenciano José Garnelo y Alda (València, 1866- Montilla, 1944), 'La muerte de Lucano'. El magnífico óleo de grandes dimensiones, pintado con a penas veinte años, se hallaba en unas condiciones deplorables hasta el punto de que tenía una falta en su parte derecha por la que prácticamente cabía una persona, además de una docena más de grandes roturas. Afortunadamente el fragmento de lienzo fue hallado y se realizó tan felizmente el “reinjerto” que es inverosímil si se observa el cuadro que faltara ese pedazo, que lo hacía prácticamente irrecuperable. Toda una proeza.
El Prado no solamente atesora un inigualable conjunto de pinturas que cuelgan de sus muros; en sus almacenes se custodia una enorme colección de dibujos, grabados e incluso fotografías. Quizás dada la cantidad de obra de artistas valencianos, no toda expuesta por cuestiones de espacio, debería establecerse un canal de comunicación permanente para la cesión temporal o incluso permanente de obras (lo que en la actualidad se denomina “el Prado disperso”).
Muy recomendable es la visita a la exposición, que dedica el museo hasta el 27 de enero, a la figura enigmática y fascinante de Bartolomé Bermejo (h. 1440-h. 1500) del que tanto la fecha de nacimiento como de muerte hay que poner entre interrogantes, es, posiblemente, el mejor artista español de su tiempo. Bermejo, aunque al parecer nace en Córdoba, se dirige a la pujante y cosmopolita València, donde pasa varios años trabajando con los Osona en varios encargos, como socio, con el fin de evitar el control de los gremios y sus restricciones.
Es en nuestra ciudad donde recibe su primer encargo importante, que es nada más y nada menos que el retablo de San Miguel de Tous para el caballero Antoni Joan (impresiona pensar que semejante maravilla se pintara en València en torno a 1568), que hoy en día desgraciadamente se encuentra en la National Gallery de Londres; una de las tres obras maestras del autor junto con el Santo Domingo de Silos entronizado del Prado y la Piedad Desplá de la catedral de Barcelona.