CRÍTICA DE CONCIERTO

Viktoria Mullova disipa las brumas nórdicas y muestra la modernidad de Sibelius

Junto a la Orquesta Sinfónica de Bamberg, la violinista rusa indaga en el complicado mundo interior del compositor finlandés

14/11/2017 - 

VALÈNCIA. El Concierto para violín de Sibelius, que abrió el programa del día 12 en el Palau de la Música, tuvo con Viktoria Mullova una lectura, cuando menos, sorprendente. Se trata de una obra muy interpretada en directo, y que también ha sido grabada hasta la saciedad. Sin embargo, la versión de la violinista rusa, acompañada por la batuta de Jakub Hrůša dirigiendo a la Bamberger Symphoniker, dejó sorprendido a buena parte del público.

Se espera casi siempre de Sibelius una música de corte nacionalista, pues algunas partituras suyas (Finlandia o la Segunda Sinfonía, entre otras) fueron utilizadas como emblemas patrióticos en los movimientos de liberación frente a Rusia. No sucedió así con el Concierto para violín, pero buena parte de las versiones parecen buscar también ecos del paisaje finlandés en el primer movimiento, recurren a la melancolía de corte romántico en el segundo, y subrayan los elementos rítmicos y danzables del tercero. Se olvidan con frecuencia, por el contrario, aspectos más modernos y originales que coexisten con los nórdicos colores y la exaltación romántica. Como señala Alex Ross “muchas veces, en la música de Sibelius, la exaltación de la sublimidad de la naturaleza da paso a un temor incipiente, que tiene menos que ver con el paisaje exterior que con el interior, el bosque de la mente”. Cabe recordar que, en el caso concreto de Sibelius, ese “bosque de la mente” tuvo un anochecer temprano.

Quizá por eso, la interpretación de Mullova y Hrůša quiso ser gélida en el mejor sentido del término: dura, cortante, sin contemplaciones, con todas las aristas al aire, incluso en una obra que parece –sólo parece- plegarse a convencionalismos tradicionales. Se trabajaron hasta el infinito todas las gradaciones que van del piano hasta el pianissimo, es decir, la gama menos exultante de la dinámica. Y se hizo patente un tenso diálogo de la solista con la orquesta, tan tenso como la escucha recíproca que practicaron entre sí. No hubo en este caso esa exclusiva atención a las responsabilidades de cada cual, sino un trabajo conjunto con Sibelius como objetivo. El carisma ejercido por Mullova y la habilidad de Jakub Hrůša facilitaron, sin duda, la tarea.

A destacar el virtuosismo de la rusa en las dos cadenzas del Allegro moderato, La ubicación de la primera, situada casi al principio del movimiento, ya muestra la libertad con que el compositor finlandés se enfrenta al formato clásico del concierto para solista. En ambas, al igual que en toda la obra, lo más llamativo fue la naturalidad en la ejecución de la polifonía, que clarificaba siempre las voces presentes, algo muy difícil de conseguir en un instrumento como el violín. Por parte de la orquesta, emocionaron tanto los magníficos fondos proporcionados a la solista, como las tajantes y secas respuestas que le dieron cuando convenía ahuyentar cualquier tipo de blandenguería. 

Algo más arrebatado estuvo el violín en el Adagio di molto, con una preciosa disertación, expresiva y delicada, donde se disfrutaron también los profundos graves que extraía del Stradivarius. La orquesta llegó, por su parte, a cotas dinámicas más altas de las que se había permitido en el primer movimiento.

El tercero, Allegro ma non tanto, lo fue todo menos un rondó danzarín, y rezumó dramatismo por los cuatro costados. La violinista mantuvo la compostura en todo momento, sin abandonarla siquiera en los episodios técnicamente endiablados que se resolvieron limpiamente y con afinación impecable. No en vano Mullova ha sido apodada a veces como ‘La Reina del Hielo’, en referencia a su contenida gestualidad. Pero no se le haría justicia si proyectáramos tal apodo sobre un instinto musical que se revela inmenso. La orquesta, por su parte, siguió con destreza el tránsito por ese Sibelius lleno de dudas y punzantes aristas, confluyendo con la solista en una coda angustiosa donde los trombones convirtieron su última intervención en un grito sombrío.

Obligada por los aplausos, la rusa ofreció el Adagio de la Sonata núm.1 para violín solo de Bach. Y lo hizo como poniendo un cristal sobre ella, para que viésemos con absoluta claridad todo lo que contiene, como si entre Bach y el oyente no hubiese intérprete, no mediara nadie. Como si siguiera el consejo de un ilustre compatriota suyo, Mstislav Rostropovich, quien dijo al respecto: “hay compositores que necesitan la ayuda del intérprete, pero Bach no necesita ninguna ayuda. Cuando toco a Bach debo controlar mi temperamento ruso (...)” Pero no recomendaba tocar a Bach fríamente, sino conseguir que aflorase la calidez del propio compositor, sin velarla con efusiones personales.

Después de todo esto, claro, la selección de Ma Vlast’ (Mi Patria), de Smetana, apareció con una dimensión menor. Se detiene en los paisajes, héroes y tradiciones del terruño checo, aunque presenta páginas, como la del Moldava, que trascienden el costumbrismo y que, no sin razón, se han convertido en clásicos populares. El Moldava parece recoger ecos de El Oro del Rin, y, con ellos, la presentación del río como eje simbólico de la armonía en la Naturaleza y, también, de cierta cohesión identitaria. Asimismo, y en ambos casos, de los tesoros y maravillas que, tanto en el ámbito histórico como en el ecológico, se deberían preservar. Los otros cinco poemas sinfónicos que constituyen el ciclo de ‘Ma Vlast’, de los cuales se dieron Vyšehrad, Šárka y De los bosques y prados de Bohemia, escapan con más dificultad a lo meramente descriptivo y legendario, quedando más circunscritos a una zona, con sus trovadores, castillos en ruinas, guerreros y personajes fantásticos. La música se desboca con frecuencia en estas evocaciones, y la orquesta de Bamberg, estimulada por tales atmósferas, perdió en buena medida el control de la sonoridad y la atención al detalle que sí había mostrado en toda la primera parte. 

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