Hay un bar en Valencia donde descubrí lo que era vivir la noche. Todavía existe, aunque hace lustros que no tiene nada que ver con el local original
VALENCIA. En una entrevista que le hice alrededor de 1996, Pedro Almodóvar comentaba que al final, todas la las noches acaban pareciéndose mucho. Con los años he comprobado que es cierto, pero para llegar a esa conclusión hay que vivir la nocturnidad con ganas, exprimirla sin perder el equilibrio para poder emerger después y no quedarse atrapado en ella. Hay un bar en Valencia donde descubrí lo que era vivir la noche. Ese lugar se llama Brillante y todavía existe, al principio de la calle Pintor Salvador Abril, aunque hace lustros que no tiene nada que ver con el local original.
Brillante abrió sus puertas en diciembre de 1984 y creo que, la misma noche de su inauguración yo ya estaba allí; y si no fue la primera, fue la tercera. También juraría que fui con Jorge Albi, con el que en aquellos días compartía programa de radio, Los bailes de marte, en la misma emisora en la que cada madrugada, y ya por su cuenta Jorge, con su inconfundible gusto y estilo presentaba La conjura de las danzas. El motivo por el que acudimos a aquel nuevo local también lo ignoro ahora mismo. Supongo que nos lo diría Rafa Villalba, músico de ideas brillantes, encargado de poner música en el local. Yo hacía unos meses que había regresado de Pontevedra, de cumplir el servicio militar y vivía a fondo mi recuperada libertad. Hacía el citado programa de radio, escribía sobre música y había salido teñido y cardado con Alaska y Dinarama en La edad de oro, el programa televisivo de Paloma Chamorro. Acababa de abandonar el nido familiar. Tenía 21 años.
L’Eixample no era entonces un lugar de tránsito nocturno. El recién abierto local quedaba lejos del Carmen, la Plaza Xúquer y la ya entonces agotada zona de Pelayo. Sus responsables, César Pérez y Toni Moltó apostaron por un barrio que entonces quedaba fuera de los circuitos oficiales noctámbulos, pero que acabó formando parte de un cinturón lúdico y cultural conectado con los cines de la zona como el Aula 7, el Tyris y los Martí. César y Toni también crearon un local con personalidad propia, al estilo de sitios como Pyjamarama o La Marxa. Y en cuanto a mí, desde que pisé el bar por primera vez tuve la necesidad de seguir volviendo y las visitas se fueron haciendo cada vez más habituales.
Uno de los motivos es que gustaba la música que ponía Rafa, combinando canciones del pop alternativo del momento –The Smiths, Lloyd Cole, Orange Juice, Paul Haig- con artistas más heterodoxos –Teardrop Explodes, Robert Wyatt, The Creatures, Holger Czukay-. Aquellas canciones reflejaban también al artista que era Rafa, que ya había compuesto y grabado “Chiquetere”, tema inclasificable por surrealista y divertido que había sido parte de mi sustento intelectual a lo largo de la mili. De nuestras conversaciones sobre música durante aquellas noches de 1985 en y alrededor de Brillante surgió la idea de crear un grupo que comenzó llamándose El Discreto Encanto y terminaría siendo Bongos Atómicos.
En aquel proyecto estuvo desde el principio Rosa –Rosita porque era menuda y por el recitado hispano de Mink Deville en Spanish stroll-, entonces pareja de Rafa y emblemática camarera, cuya belleza aportó una nueva dimensión al nombre del bar. Tras la barra estaban también en aquellos primeros días Paco Silvestre, Rafa Bartual, el músico Rafa Serra, y, por supuesto, el jefe, César, que ideó y organizó algunas de las fiestas y exposiciones más divertidas de aquellos días y aquellas noches. Enseguida, Brillante pasó un lugar de referencia, situándose en uno de los escenarios lúdicos y artísticos obligatorios de aquella Valencia.
Al terminar los ensayos, los miembros de Comité Cisne jugaban partidas en el futbolín que había al fondo. Pintores entonces emergentes como José Morea se dejaban ver por el local. Tráfico de Modas y Lucrecia Borgia estrenaron allí algunas de sus creaciones. El Flaco nos fotografió a todos y también expuso sus imágenes en las paredes del local. Como suele ocurrir en cualquier establecimiento de estas características, reunía a una fauna variopinta, porque los bares nocturnos se convierten en una suerte de asilo para almas extraviadas y cuerpos que necesitan extraviarse. De entre aquellos personajes destacaba un tipo con aspecto de viejo hippie que debía haberse quedado suspendido para siempre en algún viaje de ácido. Algunos nos referíamos a él como Syd Barrett. Siempre estaba sentado en la barra, escuchando la música, sin hablar con nadie. A veces se reía solo y a veces lloraba solo y siempre tenía un cigarro encendido entre los dedos.
Uno de los momentos culminantes tuvo lugar durante las fallas de 1985. Brillante anunció un maratón de 100 horas abierto, día y noche, que terminó truncado a causa de una pelea provocada por un grupo de skins, que durante aquellos meses andaban bastante excitados y protagonizaron algunos altercados más. Otro momento que recuerdo con cierta nitidez de aquel año 1985 en Brillante, fue la presentación en primavera del monográfico dedicado a los grupos españoles que entonces publicó la revista Rock Espezial. Para la fiesta vinieron sus editores, Jaime Gonzalo e Ignacio Julià y hubo un pequeño concierto de El Discreto Encanto. En octubre, Albi, César y yo organizamos en el bar un evento que precedió las ambiciosas fiestas que algunos años después realizaría Jorge en la discoteca Barraca celebrando su Conjura de las danzas. Para esta ocasión y en una sola noche logramos presentar –una vez más- a El Discreto Encanto, el primer número de Ruta 66 –la aventura editorial que acaban de emprender Julià y Gonzalo- una performance de Begoña Kanekalón –que ejercía ocasionalmente de camarera en el bar-, cuadros de Luis Moscardó, diseños de Tráfico de Modas y la presentación del primer vídeo de Juana la Loca.
Arrastro siempre la frustración de haber olvidado tantas cosas del pasado, del que me queda más lejano y del otro también. Es mentira que mis recuerdos no puedan esperar, en realidad son bastante vagos, en el más amplio sentido de la expresión. Están dormidos y si por ellos fuera, estarían una eternidad esperando a emerger. Cada tanto he de interrogar a amigos para poder escribir estos artículos y, aunque esto no es consuelo, descubro que la mayoría tampoco recuerdan con facilidad y también mezclan datos y fechas.
A lo largo de las noches en Brillante durante un año de vértigo, tuve la oportunidad de beber como un cosaco –qué gran tema para una exposición sería recuperar las listas de copas fiadas a los que estábamos siempre allí; si alguien se anima, sugiero el título Historia secreta de la dipsomanía valenciana bohemia contemporánea-, enamorarme un par de veces, ponerme hasta las cejas con todo tipo de estupefacientes e intuir el amanecer desde la Avenida Reino de Valencia, buscando algún taxi que me llevara a mi buhardilla de la Calle de la Paz.
No daré detalles de la noche que me cité en Brillante con una chica por primera vez y con la que terminé a la mañana siguiente en la Plaza de la Virgen, contemplando la salida de la Mare de Déu bajo los efectos del ácido, con mi pelo cobrizo, porque no había manera de conseguir el rubio platino de Bowie en el vídeo de Let’s dance. Pensándolo detenidamente, hay algunos recuerdos que lo mejor que pueden hacer es esperar.