Uno de los mejores fotógrafos de la historia vivió en 1952 en Valencia, fotografiando la ciudad y esencialmente el Marítimo, dejando una impronta que se extiende hasta hoy
VALÈNCIA. Este verano se celebrará, calladamente, una de esas efemérides intangibles que refuerzan -deberían- el alma de una urbe. Hace 65 años que Robert Frank, uno de los mejores fotógrafos de la historia, trascendente eminencia en el arte del siglo XX, llegó con 27 años a València junto a su mujer Mary Lockspeiser. Vivieron en el Cabanyal cerca de un semestre. El fotógrafo suizo tomaba imágenes de la cotidianidad ondulada del pueblo. En ocasiones ‘viajaba’ hasta la ciudad. Era un artista agazapado en su condición híbrida de extranjero, ajeno al entorno, pero al mismo tiempo establecido y en conversación permanente con la comunidad.
Apenas un lustro después de aquella estancia, Frank armaba Los Americanos, libro determinante en la fotografía mundial. Para muchos, la obra. Todo un fracaso editorial en el momento, todo un épico éxito para la historia de la imagen. Un ejercicio colosal sobre cómo los estadounidenses miraban su propia nación. Cómo influyó València en su obra magna forma parte del surtido de especulaciones.
Repasar aquella imágenes del pueblo y la ciudad valenciana en plenos cincuenta, repletos de cicatrices, es una descarga de humildad. Se suceden las fotografías de pequeñas olas festivas, de pasacalles y misas, de festejos y lutos, de rostros zampados por el salitre, de jóvenes arrastrando toneladas de años, tardes tabernarias y procesiones en vela, niños a son de mar, balcones observando, vías y ferroviarios.
La obra Valencia 1952, editada por Vicent Todolí y el propio Frank en 2013 con La Fábrica y Steidl, es un catálogo preciso de aquellos cinco meses que nos explican. Las imágenes ponen en regla el tiempo, son una dosis letal para los que festejan un pasado que jamás existió.
Por qué Frank eligió València, qué cuentan de nosotros aquellas tomas, qué se llevó de aquí. Si Todolí destaca que su período valenciano le “descubrió la confianza en sí mismo. Y descubrió que su intuición era buena”, la directora de Bombas Gens, Nuria Enguita, detalla: “es un fotógrafo fundamental, decisivo para la transformación de la mirada desde un documentalismo clásico a uno más conceptual, digamos, menos basado en la observación y más participativo. Algunos estudiosos señalan que ese cambio, en parte, tuvo lugar en Valencia, una estancia que le permitió trabajar no tanto para documentar sino para acompañar un modo de vida, un paisaje, unas personas. Ese paso a una mirada interior es lo que define en parte su influencia posterior”. Bombas Gens guarda obra suya en la colección y es probable que sea un activo protagonista en el futuro del nuevo centro de arte valenciano.
De ese verano del 52 hay un testimonio lateral que deja constancia íntima de su paso. Es la imagen que el fotógrafo de la agencia Magnum, Elliot Erwitt, tomó a Robert Frank y a su mujer Mary Lockspeiser en una cocina típica del pueblo, bailando ambos. De fondo una inscripción enigmática: “Papas R.I.P.”. Una toma furtiva, un instante feliz. El director de La Fotoescuela, Jorge Alamar, recuerda la instantánea: “me pone los pelos de punta. Durante su estancia en Valencia Elliot Erwitt los visitó. En esa imagen está todo”.
Robert Frank ejerce de faro para buena parte de profesionales valencianos de la fotografía. El propio Alamar busca respuesta a uno de los primeros porqués: “quizás vino influenciado por reportajes como el mítico “Spanish Village” de su colega Eugene Smith para la revista Life, que retrató una España sombría y anclada en el pasado que resultaba exótica fuera. Sin embargo, para Robert Frank Valencia no fue un encargo, ni siquiera una parada fotográfica, sino más bien una experiencia vital. El tranvía le llevó al Marítimo y se quedó prendado de esa forma de vivir tan auténtica, primitiva y mediterránea. Allí logró dejarse llevar, ser prácticamente uno más y que sus fotos fueran una especie de diario personal más que un trabajo cerrado”.
El fotógrafo valenciano Pablo Casino aporta una visión añadida: “Eligió Valencia probablemente porque buscaba lugares de perfil medio, ni grandes capitales ni retirarse a un pueblucho. Un lugar donde encontrar y fotografiar vida normal, donde pasaran cosas pero no hubiese grandes prisas. Yo veo la decisión muy relacionada con la honestidad que desprende su obra y su búsqueda por deshacerse de postizos y tendencias”.
Casino escoge de aquellos meses del 52 una fotografía que Frank tomó al paso de una banda de música. En pleno festejo, con los compases al aire, se cuela pegado a la acera un rostro cerrado, una aparición encorvada. “Me gusta especialmente cómo está publicada en la página de la revista, como una de sus imágenes más potentes e ilustrativas de sus 'early works'. Me parece una visión festiva y oscura a la vez, una celebración que no acaba de hacerse plena, tiene un paralelismo con la situación del momento en ese lugar, Valencia, y creo que con la visión del propio Frank de las cosas y de la que nunca logra deshacerse”, dice Pablo Casino. Un bis con estas palabras: “...una celebración que no acaba de hacerse plena”. Quizá esa mirada de Frank era la mejor de las definiciones posibles para la vida emocional impregnada a los genes valencianos.
Insistamos ahí. Si quería contar alguna cosa de Valencia, qué fue realmente. “Que para alguien que quiere ser fotógrafo aprender a bailar con la vida es lo más importante, muy por encima de la técnica o de la composición. En sus fotografías de Valencia pueden haber horizontes caídos o personajes desenfocados pero todas ellas vibran y eso es lo que hace que volvamos a ellas una y mil veces”, respira Alamar, y concluye: “A mí la Valencia que reflejó Robert Frank me emociona, no en un sentido cursi o sentimentalista, sino haciéndome conectar con esencias difíciles de explicar que definen muy bien nuestra particular forma de existir”.
Pablo Casino amplía: “la mayor relevancia es que tenemos una visión de Valencia por parte de uno de los grandes nombres del arte del siglo XX. No hay un reflejo patrimonial o documental claro, sino un reflejo de una experiencia de vida en la ciudad. Un discurso subjetivo, poético y nada pretencioso de su tiempo vivido en El Cabanyal y sus visitas a Valencia”.
El ex director de la Tate Modern Vicent Todolí refleja que “Frank se negó a edificar su propio altar y a irlo adornando a lo largo de su carrera”. Lo definen su constante experimentación con la fotografía, su paso al cine cuando ya era tótem, su honestidad, como explica Pablo Casino: “es tan especial por basarse de algún modo en la honestidad. Parece haber hecho siempre los trabajos que ha querido y necesitado, pero luego estas obras sí han logrado conectar con un público amplio y diverso, una combinación de algo hecho para uno mismo y para un espectador universal/occidental. Una experiencia subjetiva, honesta con lo bueno y lo malo de la vida, huyendo de efectismos”.
Qué aportó Valencia a su progresión. Cómo influyó esa franqueza valenciana de los cincuenta, esa dureza de la posguerra, a su obra. “Le dio seguridad en su manera de fotografiar, un respaldo para continuar con su visión de las cosas, arriesgándose al no entrar de lleno en la dinámica del fotoreportero para revistas ilustradas que parecía su destino en la época”, razona Casino.
“Le sirvió -añade Jorge Alamar- como una especie de retiro espiritual desde el que tomar perspectiva, aclarar sus ideas y crecer. Frank siempre ha sido un personaje de extrema sensibilidad y su llegada a Estados Unidos previamente le golpeó fuerte. Buscaba progresar pero se encontró con un país enloquecido, con un capitalismo en auge y una sociedad llena de contrastes y contradicciones. En Valencia logró respirar antes de afrontar The Americans, la que sería su gran obra maestra”.
“Valencia fue su metamorfosis. Llegó algo perdido e inseguro y se marchó para comenzar a ser quien es hoy, uno de los fotógrafos más importantes de todos los tiempos”, remata.
Hoy Robert Frank es un anciano de 92 años. Su estancia en el Cabanyal se engrandece con el paso del tiempo.