ALICANTE. Se cumple el centenario de la fundación de la Liga de la Alpargata, un movimiento esnob que, a pesar de parecer anecdótico, tuvo importantes consecuencias sociales y económicas en la provincia de Alicante. Hace justamente cien años y un mes, el 11 de mayo de 1920, en Madrid, tomaba forma oficialmente, a modo de asociación, este proyecto que era promovido por un conjunto de ciudadanos que protestaban por el alto precio del calzado de piel y reclamaban una bajada considerable para poder ‘democratizar’ este artículo básico e imprescindible.
La política proteccionista de entonces, que fijaba altos aranceles a las importaciones, hacía que ciertos productos como la piel que se usa en los zapatos, alcanzara elevados importes para el fabricante que posteriormente se trasladaban al precio final que debía costear el consumidor. Precios cada vez más altos que acabaron desembocando en un clamor social al que se apuntaron intelectuales y autoridades de todo el país.
La forma de visibilizar esta demanda era muy sencilla, pero a la vez vistosa. Se trataba de renunciar al calzado de piel usando las económicas alpargatas, que estaban al alcance de cualquiera. Una causa a la que pronto se unieron todo tipo de “celebridades”. Se rumorea que hasta el mismo rey Alfonso XIII sucumbió a la tentación, aunque no hay pruebas fotográficas que lo demuestren. De hecho, el diario ABC publicó una foto del rey aplaudiendo desde el balcón de palacio a los manifestantes a favor del uso de la alpargata, pero no se sabe si él mismo las llevaba, porque no se le veían los pies. Eso sí, numerosos abogados, ingenieros, médicos, arquitectos, banqueros y todo tipo de gente de clase media y alta se unieron a este movimiento para demandar esa bajada de precios que hicieran que el calzado de piel fuese más accesible para el pueblo llano.
El buen tiempo hizo que se pudiera desarrollar con cierta normalidad y mucha rapidez. En pocas semanas, miles de personas se habían unido a la Liga de la Alpargata por toda España y cada vez eran más y más a lo largo de toda la primavera y el verano. Sin embargo, duraría poco tiempo ya que, con el fin de la época estival y la vuelta de las lluvias otoñales, muy pocos continuaron con la gracia de llevar alpargatas y pisar los charcos.
“Fue una protesta elitista que surgió en los cenáculos de Madrid, entre la gente de bien, donde comenzó a adoptarse esta idea con la que se seguía el ejemplo de lo que estaba sucediendo en Francia”, explica Gabriel Segura, Cronista Oficial de Elda. “Pero esto no pasó por Alicante de forma anecdótica, sino que tuvo muchas consecuencias”, afirma el historiador y arqueólogo, que actualmente preside el Centro de Estudios Locales del Vinalopó y que también fue director del Museo del Calzado de Elda. “Las fábricas de Elda siempre han estado especializadas en el zapato de piel, así que la Liga de la Alpargata consiguió la oposición de los zapateros, que lo consideraron una estrategia contra ellos”.
Supuso una crisis económica que conllevó a una conflictividad laboral y social. Hubo huelgas, protestas e incluso canciones populares que hablaban de esa conflictividad. Por el contrario, en Elche aumentó la producción de alpargatas y en consecuencia se benefició toda la cadena. Incluso para la Vega Baja supuso una mayor demanda de materiales como el cáñamo o las fibras textiles que se usaban en la fabricación de este artículo.
Tras la emoción del momento, lo que quedó fue una importante crisis económica para el sector del calzado de Elda, que se había visto boicoteado. Problemas económicos que se alargaron hasta 1925 y que se tradujeron en despidos. La clase obrera perdió puestos de trabajo y además encontró que las alpargatas, que ellos sí las llevaban todo el año, habían subido de precio por la alta demanda. Al otro lado estaban los fabricantes de alpargatas de Elche, quienes vieron aumentar el trabajo y el valor de su producto, pero ¿a qué precio?
Cien años después de esta historia, la sociedad sigue, aparentemente, sin haber aprendido la lección. La polarización y radicalidad en las posturas continúa siendo la tónica general. Algo que acaba llevando siempre a cometer nuevos errores, más graves, si cabe. Para muestra, un botón. La Liga de la Alpargata empezó siendo un movimiento solidario, de buena fe, que acabó resultando catastrófico para aquellos a quienes pretendía ayudar, pero ¿debían haber renunciado al apoyo social de este movimiento que pretendía hacer accesible el calzado?
Rechazándolo no se habría conseguido nada práctico, pero con esas posturas populistas tampoco se alcanzó el objetivo esperado. Seguramente, en el término medio habría estado la virtud. La solución nunca es dividir a la sociedad entre justos y pecadores. Muy probablemente, la solución sí habría pasado por hacer política de verdad, buscando la medida económica adecuada con la que ayudar al sector del calzado a conseguir mejores precios en el proceso de obtención de sus materias primas. De hecho ¿qué hubiera sucedido si tanto unos como otros se hubieran unido para reclamar el apoyo al sector del calzado en esta tarea, en lugar de boicoteralo?
En alguna ocasión, este episodio histórico que fue breve pero intenso, se ha tomado como ejemplo ideológico para justificar la negativa a recibir “caridad de los poderosos”. Entonces ¿la clase trabajadora debía haber rechazado ese apoyo que le brindaba la sociedad de la época? El profesor de Antropología Filosófica del CEU San Pablo de Elche, Higinio Marín Pedreño, explica que, según ese planteamiento, “la solidaridad de los ricos es impertinente e indebida porque no debería de haber necesidad”. De hecho, apunta a que “en el fondo, se trataría de un acto benévolo respecto de una situación previa de injusticia que lo hace posible, que es una mala distribución de la riqueza”. Es decir, que el rico es una especie de “culpable” por ser rico, que se limpia la culpa de esa manera tan “improcedente”.
“La conclusión de esa manera de pensar es tan fuerte como que la solidaridad de los ricos es venenosa por su supuesto origen, que es la mala distribución de la riqueza y una injusticia social que no ha sido debidamente corregida por el Estado”, prosigue. En su opinión, se trata de una visión “estatalizante y opresiva” que deja para los sujetos individuales un margen de acción de la libertad tan estrecho y exiguo que es “asfixiante”, según destaca el autor del libro Civismo y ciudadanía (Editorial Huerta Grande, 2019).
Desde ese punto de vista solo se podría aceptar la solidaridad del Estado, que recaudaría los impuestos a los ricos para dárselos a los pobres. Por tanto, ¿podría considerarse venenosa la solidaridad del Padre Ángel, por ejemplo? “Pues depende del cristal con que se mire, ya que a título particular no es un ‘burgués’, pero lo hace desde una institución rica y poderosa como la Iglesia. Sin embargo, negárselo sería una minusvaloración de la libertad”, explica. Desde ese prisma radical, “esta política igualitaria lo que hace es allanar la libertad”.
“A mi juicio hay otra cuestión importante aquí, que es el repudio de la gratitud generosa de otros. Lo que no toleran, desde el punto de vista moral, es que el comportamiento de otros les genere a ellos la deuda de la gratitud, así que el ataque se vuelve ácido porque comporta un elemento de rencor inconfesable”, reflexiona el filósofo. Así, la visión opuesta es que el Estado ofrezca una mínima redistribución de riqueza y que se deje al sujeto la responsabilidad de ejercer esa solidaridad por su cuenta. En ese otro extremo, estaría muy privilegiada la idea del mérito y de la libertad personal, pero también del reconocimiento y de la gratitud pública de ese mérito, aunque está menos asegurada la igualdad.
“Lo razonable es no perder una cosa ni la otra; el punto medio en que el Estado redistribuye la riqueza sin atribuirse el monopolio de la solidaridad”
De esta forma, la concepción intermedia entre esos dos puntos es, básicamente, lo que sucede en la mayoría de los estados democráticos del mundo. Es decir, que se reconocen, por ejemplo, las donaciones con fines sociales como imposiciones fiscales. “Si tu donas un dinero a una biblioteca de un pueblo, el Estado te cuenta esa donación, en gran medida, como si fuera el pago de impuestos”. Y es que cuanto más priorizas la igualdad en detrimento de la libertad, más estatalista te sale la concepción y menos espacio dejas a la gratuidad generosa. “A mí me parece que cualquier persona puede entender esto y puede ver que lo razonable es no perder ni una cosa ni la otra, buscando el punto medio en el que el Estado haga una suficiente redistribución de la riqueza, sin atribuirse el monopolio de la solidaridad y dejando por tanto a los individuos que puedan realizar el ejercicio de la solidaridad a título personal, que por supuesto merecería el reconocimiento público en forma de la gratitud, aunque todavía haya quien lo considere irritante y ofensivo”.