ALICANTE. Dice el adagio que “para muestra, un botón”. Puede que un botón no sea más que una insignificante parte del todo que puede suponer el traje, la camisa, los pantalones o la gabardina, pero parece que su sola presencia sirve para que nuestra mente reconstruya con una exactitud asombrosa la propuesta del sastre.
La soledad de la privación de libertad ha generado todo un ecosistema literario, diversos géneros que se incardinan en el vasto cuerpo poroso de los uniformes carcelarios, tanto si esta identificación forma parte del “estar en prisión”, como si su ausencia no es más que un espejismo de libertad de elección de atuendo para el preso.
“A la sombra” es como recomendamos leer a partir de los 34 grados, temperatura “de confort” muy habitual por nuestras tierras en cuanto asoma julio (algún año desde mayo, sí, pero este 2018 se está empeñando en ser tradicional, incluso de tradiciones olvidadas, como la rebequita de entretiempo), y “a la sombra” es una de esas expresiones que llevan a pensar ipso facto en una temporada en el presidio, así es que empezar esta serie de recomendaciones lectoras estivales con cuatro botones de muestra de la muy diversa literatura carcelaria ha sido una tentación demasiado irresistible.
La prisión como institución burguesa que “pone vigilancia a la población plebeya, popular, obrera , campesina”, como señala Foucault. La prisión como continente de los excluidos en una sociedad totalitaria, que organiza su dicotomía entre buenos y malos entre los que están dentro o los que están fuera. La prisión como gran ojo que todo lo ve, a la manera del panóptico benthamiano, en forma de cárcel o de fábrica, “una forma de arquitectura, por supuesto, pero sobre todo una forma de gobierno; para el espíritu una manera de ejercer el poder sobre el espíritu... que nos conduce a vivir en una sociedad panóptica. Tenemos unas estructuras de vigilancia absolutamente generalizadas, de las que el sistema judicial es una pieza y de las que la prisión es a su vez una pieza, de la que la que la psicología, la psiquiatría, la criminología, la sociología, la psicología social son los efectos. Es en este punto, en este panoptismo generalizado de la sociedad en donde debe situarse el nacimiento de la prisión”, una vez más Foucault.
Las cuatro lecturas que proponemos aquí son cuatro universos carcelarios, desde la peripecia individual de Giacomo Casanova y su estancia bajo los Plomos del Palacio Ducal, hasta la cada vez más cínica visión de Hans Magnus Enzensberger de la vigilada sociedad actual en las veinte piezas ensayísticas de Panóptico, pasando por dos piezas literarias canónicas en cuanto a la descripción de la vida entre los muros del encierro, las del periodista holandés Nico Rost y su diario del internamiento en el campo de concentración entre 1944 y 1945, y la que tal vez sea la mejor descripción de la vida carcelaria en las democracias occidentales, En el patio, del norteamericano Malcolm Braly.
La Historia de mi vida, de Giacomo Casanova, ha sido conocida durante casi dos siglos como Memorias de J. Casanova de Seignalt, escritas por él mismo, una versión censurada y considerablemente más breve de este monumento de la reinvención de la memoria del gran libertino, escrita en francés entre 1789 y 1798, publicada en la versión censurada en 1825, e incluida en el Índice de libros prohibidos de la Iglesia católica desde 1834. No será hasta los años 60 del siglo XX que se recuperará el manuscrito original y se hará una primera edición en francés que haga justicia del fresco de costumbres y usos de la sociedad del siglo XVIII que el veneciano salpimenta con peripecias eróticas y caballerescas. Escrito en su última retiro como bibliotecario del castillo del Conde Waldstein en Bohemia, los capítulos finales del Volumen 4, del XII al XVI, narran su estancia obligada en los Pozos del Palacio Ducal de Venecia: “Esas diecinueve mazmorras subterráneas son similares en todo a tumbas, pero las llaman pozos porque siempre están inundadas por dos pies de agua del mar que penetra por el mismo agujero enrejado por donde reciben un poco de luz”. Las cien páginas de estos cinco capítulos pueden ser leídas de manera independiente, como una nouvelle sórdida y angustiosa, entre las aproximadamente tres mil que ocupa la edición que Atalanta publicó en 2009, en traducción directa de la versión completa francesa a cargo de Mauro Armiño, obteniendo por ella el Premio Nacional a la mejor traducción en el año 2010.
Angustioso y obsesivo es el diario que Nico Rost, periodista y pensador holandés, nacido en Groninga en 1896, y corresponsal en la Guerra Civil española, sobre la que publicará el libro Desde el frente de liberación español. Un reportaje y será uno de los primeros periodistas en dejar constancia del bombardeo de Gernika. Miembro de la resistencia en los Países Bajos y Bélgica bajo la ocupación nazi, será deportado al campo de concentración y exterminio de Dachau, en el norte de la ciudad de Múnich, en el año 1944. Sus notas son la supervivencia de la mente sobre el cuerpo, de la cultura sobre la barbarie, de la civilización sobre la humanidad desgajada del ser. La primera entrada del diario es el punto de partida del hombre ante el fracaso del hombre: “Dachau, 10 de junio de 1944. ¡La vieja Tierra todavía sigue ahí y el cielo aún sobre mí se arquea! Unas palabras de Goethe que me acaban de venir a la mente. Hace tiempo las leí, si no me equivoco, en las Conversaciones con Goethe, aunque sin pensar mucho en ellas. Pero por primera vez aquí en Dachau, en la Revier (enfermería), con una herida en la pierna, empiezo a comprender el profundo significado de estas palabras. Mientras siga ahí, como dice Goethe, nada está perdido”. Publicado el diario como Goethe en Dachau en fecha tan temprana como 1946, en 2018 la editorial independiente ContraEscritura la edita con traducción de Núria Molines Galarza, prólogo de Anna Seghers y una nota de edición de Marta Martínez Carro que contiene esta precisa descripción que al mismo tiempo ejerce de divisa editorial y moral: “La grandeza del relato de Rost descansa en dos palabras que escribe el 4 de marzo de 1945: ‘me niego’. Se niega a hablar de tifus, de piojos, de hambre, de frío y no porque no existan sino porque forman parte de la urdimbre de desesperación que los nazis han confeccionado para los deportados. Se niega a no tener tiempo para leer, escribir o acercarse a los que piensan de manera diferente. Se niega al chauvinismo, a equiparar a lo alemán con lo nazi”. Esas palabras, ‘me niego’, se muestran como un colofón sobre el detalle de una alambrada, en la contracubierta del libro.
Alambradas, muros, torretas, garitas de vigilancia, hombres que caminan en la incertidumbre de una existencia marcada por el reformismo bienintencionado de la incipiente sociedad de consumo de los años 60 en Norteamérica, una sociedad para la que los presos no son rentables todavía (lo serán en el futuro de una industria penitenciaria parasitaria de la administración pública), donde no hace falta una crisis económica para comprobar que los mínimos resquicios de inserción social son una quimera. Malcolm Braly, asiduo huésped de cárceles como Folsom y San Quintín en la década de los cincuenta, empezó a escribir En el patio entre rejas y la terminó a escondidas por la amenaza de las autoridades de revocarle la libertad condicional. Finalmente publicada en 1967, reconstruye un retablo de la vida en prisión, siguiendo los pasos de una galería de personajes, en el día a día de San Quintín, con su propia estructura social, sus jerarquías, sus usos y sus costumbres. En el epicentro, el gran patio, donde se entrecruzan las historias de guardas, criminales encallecidos como Sociedad Rojo, Nunn o el temido y respetado Hielo Willy; criminales ocasionales e instruidos como Juleson, Manning o Lorin; y sociópatas como Gasolino o Palo, líder de una banda imaginaria y actor principal de un intento de fuga surrealista.
Con la prosa ágil de los reyes del pulp, Braly sortea el sentimentalismo y la autocomplacencia, saboteando su propio distanciamiento con momentos de lirismo descriptivo: “Transportar presos convictos, ahora literalmente convictos, a la penitenciaría del estado es responsabilidad del sheriff, y el condado había convertido un antiguo autobús escolar en furgón para presos. Unos barrotes soldados en las ventanillas encerraban al conductor en una cabina aparte, y los colores originales naranja y negro habían sido repintados de gris. Manning se había fijado a veces en ese furgón. Parecía moverse en una nube, no de vergüenza ni de peligro, sino envuelto en una atmósfera distinta. Un voluminoso pájaro gris de paso que venía de una tierra desconocida y se dirigía a otra”. La editorial Sajalín publicó una primera edición en 2012, con traducción de Damià Alou y epílogo de Jonathan Lethem, que reimpresión tras reimpresión, mantiene su vigencia en las librerías hasta este 2018.
Hans Magnus Enzensberger es un provocador. Lo lleva siendo desde sus primeras publicaciones en los años 60 del siglo XX, y mantiene su perfil más combativo en este nuevo siglo incierto. A pesar de que en el prefacio del El panóptico de Enzensberger. Veinte ensayos fulminantes, publicado en primera edición de 2016 por la editorial Malpaso, en traducción de Richard Gross, nos dice que “Karl Valentin le puso al gabinete de curiosidades y horrores que inauguró en 1935 el nombre de Panóptico”, a nadie se les escapa el juego macabro que el pensador alemán sostiene con ese “jurista terrible, el inglés Jeremy Bentham, que, en sus ratos de ocio, ingenió una prisión ideal para que un único centinela, sentado a oscuras, pudiera vigilar a un máximo número de reclusos”.
Leed a la sombra, estáis constantemente vigilados.