ALICANTE. Parto de la premisa de no conocer la filiación de Alejandro Hermosilla y Daniel Sánchez Aguilar, más que nacieron el mismo año, 1974, en la misma ciudad, Cartagena, y que ambos se dedican a la docencia literaria. También que en 2018 las editoriales Jekyll & Jill, de Víctor Gomollón, y Candaya, de Olga Martínez y Paco Robles, se han confabulado para lanzar a los leones del circo literario El jardinero y Factbook. El libro de los hechos, los últimos productos, respectivamente, de la mente de los autores cantonales.
Cartagena es la ciudad de mi epifanía lectora, donde la literatura me atrapó las tripas, al abrir, en la pensión que regentaba mi tía-abuela, las tapas de una edición de colección que la Caja de Ahorros del Sureste (tal vez ya Caja de Ahorros de Alicante y Murcia) había publicado de las Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe, y encontrarme, allí, de pie, en el descansillo de la pensión, con las primeras líneas de “El pozo y el péndulo”: Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos.
Casi cuarenta años después, llegan desde Cartagena ecos de aquel terror que, junto al Monte de las Ánimas de Gustavo Adolfo Bécquer, es una de las mejores introducciones a la adicción lectora.
“¡Sangre y muerte al jardinero! ¡Sangre y muerte al jardinero! ¡Sangre y muerte al jardinero!”, exclama con odio el narrador de Hermosilla, que dedica su libro “a aquellas personas que han levantado falso testimonio en un juicio”. Y no se trata de una dedicatoria banal, sino de un juego bien construido, de una pista que marca el tono de la animadversión visceral que caracteriza una voz que en todo momento insulta, azota y llama al linchamiento. De trasfondo, el miedo ancestral al Otro, al espectro que nos acecha desde las sombras.
Muerte que también acecha a los miembros de la red social Factbook de Sánchez Aguilar, impelidos a dejar constancia de sus Hechos: “No, no hay nadie, porque no hay ‘amigos’, recuerde esto de Factbook: no hay amigos, nadie va a darle a ‘megusta’ a lo que se escriba ahí. Solamente se escribe, y no hay feedback, no hay megustas, no hay comentarios, no hay nada. Escribes el texto y ahí se queda. Nada más. Por eso le decía que se parece. En Facebook, en Twitter, es distinto porque escribimos pensando en lo que van a decir los demás, en las reacciones que nuestras palabras o nuestras fotos van a provocar en determinados amigos. Pero Factbook es otra cosa”.
Ambos, Hermosilla y Sánchez Aguilar, se sitúan en el ojo del huracán de la infoxicación, de las redes huecas, de los Change.org como lavado de conciencia neutro, de blanqueantes oxigenados con methylchloroisothiazolinone moral, más blanco en cada lavado, más puro con cada firma que nos aleja de la realidad de los desahucios, de los cuerpos que caen a peso desde las ventanas del cuarto piso que ya no se puede pagar, de los suicidios por ahorcamiento, de los ajusticiamientos por ahorcamiento, insensibles al dolor aunque nos estén podando uno a uno los dedos de los pies con una cizalla eléctrica.
Diego recrea una distopía que podemos reconocer fácilmente, un país instalado en una eterna crisis económica, caldo de cultivo para que salgan a la superficie los ejemplares más dañinos de la especie, en forma de corrupción, impunidad, violencia gratuita (¿oxímoron?), la necesidad de creer en lo increíble, como una clínica ilegal de criogénesis en La Manga del Mar Menor, o pensar que denunciar los hechos puros, los datos íntimos de la corrupción, van a incitar a la rebelión, a la revolución desde la pureza de la ética, una red de Robespierres autoinmolados. ¿Hasta cuando, quien lo lea, identificará el hilo histórico de los últimos 30 años de una sociedad, la española, que, tras el 15M, vuelve a sumergirse en el lodo de la intransigencia, de los tribunales de orden público, de la represión y la censura? “Hubo una época en que cada telediario era imprescindible. Todavía no habían ahorcado a nadie, pero había que enterarse siempre, con urgencia, del último cambio, del último golpe de ‘la crisis’ “.
Alejandro sitúa al lector, por su parte, en el mundo sanguinario de los Hermanos Grimm, antes de que la maquinaria blanqueadora (una vez más con methylchloroisothiazolinone moral, más blanco en cada lavado) de los intérpretes mojigatos (al fin y al cabo, Disney sólo montó su start up con las rebabas de esa herencia), nobles, castillos, aldeanos armados con horcas y antorchas, perros capados, moteado todo con gotas de erudición literaria y horticultural: San Agustín, el Bosco, Kafka, Lautréamont, Teofrasto de Ereso, Francis Bacon, y el furibundo espectro de Apollinaire en forma de alucinaciones: “Me gusta montarme a lomos de mi madre. Golpear su culo desnudo mientras subimos y bajamos las escaleras y subimos y bajamos y subimos y bajamos las escaleras entre los lienzos de nuestros ancestros, que nos miran con ojos de hiena y el sable en la mano, esperando a que nos descuidemos para cortarnos la cabeza, mientras subimos y bajamos las escaleras y subimos y bajamos las escaleras. Huyendo del recuerdo del jardinero por siempre jamás”.
No sé si Diego Sánchez Aguilar y Alejandro Hermosilla se han confabulado en una coordinada danza de palabras que nos revuelva el líquido cefalorraquídeo, invitándonos a un chupito de cicuta, pero lo que está claro es que el aire que se respira en Cartagena debe contener trazos de sustancias prohibidas. Nunca lo sabremos, al menos hasta que instauren el antidopping para escritores.
PS Una vez más, no podemos prescindir de hablar del componente objetual de las ediciones de Candaya y Jekyll & Jill, de la impactante acción artística que nos interpela desde la cubierta de Factbook, a cargo del diseñador de la colección, Francesc Fernández, y del trabajo de ilustración sobre la camisa y las cubiertas repujadas del ilustrador y grabador Tomás Hijo para El jardinero.