VALÈNCIA. En 1978 se estrenaba Alien: El octavo pasajero. Un año antes la ciencia ficción se había puesto de moda y había logrado dar un paso adelante gracias al éxito de La guerra de las galaxias, de George Lucas. Una nueva era se abría dentro de la industria del entretenimiento gracias al perfeccionamiento de las nuevas tecnologías y los efectos especiales, lo que contribuyó a que el género de la ciencia ficción, que hasta el momento había sido considerado como de serie B, adquiriera un nuevo sentido gracias a la expansión de sus límites a nivel visual.
Pero en realidad, estas películas se encontraban influenciadas por la literatura pulp de los años cincuenta y por el subgénero de la space opera, aventuras espaciales de carácter fantástico con viajes galácticos, androides y villanos monstruosos. También se empapó de toda la ciencia ficción previa hecha con escaso presupuesto (El enigma de otro mundo, Planeta prohibido, Terror en el espacio…), reciclando sus ideas para reinventar un nuevo concepto de cine que terminaría derivando en el blockbuster.
En realidad, los elementos que configuraron primer Alien, que además se han ido repitiendo en buena parte de sus continuaciones, resultan de una enorme simplicidad. Una nave espacial, es decir, un espacio cerrado del que no se puede salir. Una tripulación diversa compuesta por astronautas, científicos y técnicos con disputas internas y puntos de vista opuestos entre los que también se incluye una presencia robótica. Y, por último, la irrupción de una criatura primitiva sin otro objetivo que destruir todo vestigio de vida que se cruce por su camino: un depredador letal.
Sin embargo, ¿qué es lo que convirtió a ese primer Alien en una película realmente icónica? En primer lugar, la imaginería visual desplegada y el diseño de la criatura. Scott reclutó a un grupo de dibujantes procedentes de la ilustración entre los que se encontraba H. R. Giger y Chris Foss influenciados por el espíritu de la revista Metal Hurlant, creada por Moebius.
En segundo lugar, el carisma de una tripulación formada por un grupo de excelentes actores, algunos de ellos procedentes del teatro británico, como John Hurt o Iam Holm y rostros icónicos como los de Harry Dean Staton o Veronica Cartwright que no dejaban de secundar a la auténtica protagonista de la función, una actriz prácticamente desconocida llamada Sigourtney Weaver, que daría vida a la teniente Ripley.
Alien: El octavo pasajero era básicamente una película de supervivencia. Scott supo aprovechar todos los elementos que tenía a su alcance para configurar una película con una atmósfera de terror profundamente sensitiva y claustrofóbica.
Su legado se perpetuaría a través de las décadas. Algunos de los directores más interesantes a nivel visual y estilístico se pusieron detrás de la franquicia para aportar su particular visión de toda la mitología creada en la película primigenia. Desde James Cameron con su potente cóctel de acción fantástica en Aliens: El regreso (1986), hasta el delirio visual de Jean-Pierre Jeunet en Alien Resurrección (1997), pasando por la férrea meticulosidad pesadillesca de David Fincher en Alien 3 (1992).
Hace cinco años, Ridley Scott decidió revitalizar la saga que él mismo había creado adentrándose en sus orígenes en Prometheus. Su propuesta era tan compleja como un tanto pretenciosa a nivel narrativo porque en realidad las preguntas que se planteaban no tenían que ver con la génesis del monstruo sino con la de los propios seres humanos. ¿Quiénes somos? ¿Quién nos ha creado? ¿De dónde venimos? Un carácter existencial la impregnaba por completo y la cargaba de una simbología tan trascendente como espiritual, aunque contenía magníficas escenas de acción y un deslumbrante diseño de producción, tan ampuloso como efectivo. Tuvo adeptos y detractores, como seguramente los tendrá Alien: Covenant.
Sin embargo, da la sensación de que, en esta continuación, Ridley Scott no sabe muy bien qué contar y hacia qué camino dirigir todas las cuestiones sobre las que articulaba su anterior precuela. Quizás por ello se limita a copiar los esquemas de la película primigenia para inundarlos de una falsa trascendencia que termina resultando bastante ridícula, en parte por culpa de una narración a la deriva que solo se sustenta gracias a determinadas escenas de acción bien resueltas y con un alto grado de virtuosismo estilístico. La tripulación de esta nueva nave peca de falta de carisma y su heroína, interpretada por Katherine Waterstone no se encuentra a la altura de su más ilustre predecesora. Ni siquiera Michael Fassbender, en un doble papel, consigue con su presencia remontar una historia que termina siendo un terrible disparate, entre otras cosas porque Ridley Scott carece del suficiente sentido del humor como para que su película sea tan solo un descocado disparate inundado por altas cotas de delirium tremens. Puede resultar disfrutable para los fans de la saga, pero el agotamiento de la fórmula comienza a desvirtuar de tal modo los planteamientos que la sensación final es la de auténtica tomadura de pelo.