VALÈNCIA. El próximo 10 de enero comienza el año II después de David Bowie. Su muerte no ha hecho más que incrementar su presencia en nuestra vida cotidiana. Nadie pudo prever que su desaparición tendría semejante efecto. Y sin embargo, ese efecto es completamente lógico. Atención: este artículo contiene un spoiler o dos.
A medida que concluye la secuencia final del tercer capítulo de Mindhunter, comienza a sonar una canción titulada ‘Right’. Aparecen los créditos y la voz y la música de David Bowie siguen escuchándose, creando una sensación turbadora. Desde el 10 de enero de 2016, cada vez que una canción de Bowie es extraída de su contexto natural (un disco, un concierto, una playlist), esta llega revestida de una nueva carga emocional. Antes de esa fecha se trataba sobre todo de canciones, ahora también son mensajes de ultratumba. Es lo que ocurre con ‘Five Years’ en un capítulo de Fear The Walking Dead, y también al despedirse Ray Donovan con ‘Rock & Roll Suicide’. Las canciones de Bowie han sido incorporadas a películas y series docenas de veces, pero desde su muerte, lo que canta parece provenir de otra dimensión. Nada que ver con Seu Jorge versionándolo a destajo en The Life Aquatic de Wes Anderson, porque cuando se estrenó, Bowie estaba vivo. Nada que ver con los homenajes de American Horror Story y el personaje de Elsa Mars encarnado por Jessica Lange, porque cuando se emitió, Bowie aún no había muerto. Nada que ver con esas otras canciones suyas sonando en capítulos de Los Simpson, Dexter o Mad Men, todos ellos anteriores a enero de 2016. Nada ha cambiado. Todo ha cambiado.
Según la acertada definición que hicieron Nacho Canut y Alaska cuando el ídolo murió, el año que acaba de comenzar sería el año II después de Bowie. Dos años. En el siglo XXI, ese tiempo puede ser el equivalente a media vida. Cada vez que vayamos adentrándonos en el futuro, iremos descubriendo nuevos matices al analizar la cuestión de nuestro mundo sin Bowie. Por ahora, el gimoteo masivo se ha ido apagando. Cada tanto hay un ilustre difunto al cual llorar; como se trata de que nos compadezcan, vale prácticamente cualquiera, el único requisito es que sea conocido y críe malvas. Ahora que el llanto general por Bowie es menor y algo lejano, resulta algo más fácil intentar vislumbrar por qué resulta tan profundo ese vacío. Por qué escuchar ‘Right’, que me ha acompañado cientos de veces, me conmueve de una manera tan inesperada. Posiblemente sea porque aparece al final del capítulo de una serie, que siempre es un momento muy emocional. Pero también porque, de golpe, la canción me recuerda que su autor está muerto.
Llevo más de dos años analizando los motivos de esa devastación, que para mí comenzó a finales de 2013 con la muerte de Lou Reed. Es un sentimiento privado y personal, pero a la vez, es algo que le ocurre a más gente, quizá no a tanta como parece. Le ocurre a Loles, lo sufre Remi, le pasa a Juande o le pasa a Paula a la cual no conozco pero que el otro día comentaba en Twitter que temía el momento en que empezaran a aparecer artículos como este. El 10 de enero de 2016 Bowie protagonizó su propia versión de The Leftovers. Desapareció repentinamente, casi inexplicablemente, de este mundo con un involuntario golpe maestro. Un acto digno de Houdini, sólo que realizado a la inversa. El colofón de una carrera que, salvo en unos episodios muy concretos, fue monumental. Oímos el rumor desde el control de tierra y muchos pensamos, no, no digas que es cierto. La despedida ha concluido pero la sensación de ausencia es perenne. Cada tanto algo nos recuerda que el personaje que durante más tiempo amplió el poder y la semántica de la música pop, se ha ido para siempre. En la tercera entrega de Twin Peaks, David Lynch le homenajeó a su eléctrica manera. Phillip Jeffries, personaje con una brevísima aparición -y mucho más misteriosa desaparición- en Fire Walk With Me, adquiría un papel fundamental. Al igual que ha ocurrido con Bowie, Jeffreys está presente en la serie sin aparecer apenas en ella. Al igual que dicho personaje, viajó a un rincón del universo desconocido para nosotros.
La muerte de Bowie duele porque dejó un poco más solos y vulnerables a aquellos que le seguimos con fascinación. Con su obra nos ayudó a contemplar el mundo al que pertenecemos. También logró que este resultara más soportable. El filósofo Simon Critchley explicaba en el ensayo David Bowie que “fue alguien que hizo de la vida algo menos trivial durante un periodo de tiempo tremendamente largo”. Luego corroboraba lo que el propio artista dijo en ‘Blackstar’: “No soy una estrella de pop”. Para Critchley, para mí y para sus fans, fue mucho más que eso: “Fue alguien que, simplemente, nos hizo sentir vivos”. Lo hizo, por ejemplo, al intentar describir la confusión que nos asedia sin descanso, en ‘Life On Mars?’ (“mira al hombre de la ley golpeando al tipo equivocado”) y mientras lo hacía, nos daba pistas para que intentásemos esbozar nuestra propia poesía. Es el horror de saber de qué trata este mundo, dijo en la letra de ‘Under Pressure’. Es la lucha entre lo sublime y lo horrendo, la sensatez y la paranoia, la inocencia y la malicia, y la inevitable desesperación para intentar discernir una cosa de la otra. Bowie, como cualquier otro artista de la música pop, implica muchas cosas –diversión, fantasía, osadía-, posibilidades que se convierten en armas y refugios para intentar comprender la vida. Su muerte plantea una cuestión alrededor del enigma que nadie sabe contestar. Él también se hizo esas preguntas mientras estaba aquí, y las expresó a través de su obra. Ahora que quizá sepa las respuestas, no nos las puede contar.
A nivel personal, la muerte de Lou Reed fue un acontecimiento desolador. Aunque sus problemas de salud habían sido difundidos públicamente, nunca me planteé que pudiera fallecer. Fue el artista que me alumbró en la oscuridad y la confusión de la adolescencia y me hizo ver que había un espacio en el cual, algún día, yo podría ser la criatura que estaba llamado a ser. A partir de cierta edad, la muerte deja de ser una fantasía para pasar a formar parte de lo cotidiano. La de Lou Reed marcó un punto de inflexión. Dos años después, la desaparición de Bowie corroboró que así había sido. Aquellos que me proporcionaron fe, autoestima, felicidad y conocimiento, también se van. A los 50 años posiblemente no los necesite tanto como a los 16, pero sí que necesito que sigan aquí, conmigo. Pero se van. Después de habernos ayudado a entender y soportar la vida y la muerte, se van.
La muerte de Bowie me impulsó a recuperar una novela cuya reescritura había abandonado. Sabía que, trabajando en la dirección correcta, podía sacar de ella la historia que necesitaba hacer. Él era uno de los protagonistas de la trama, una ficción que transcurre en València y El Saler. Es una historia de inocencia y perversión que construye una versión paralela de lo que pudo haber sido mi adolescencia. Mi adolescencia transcurrió en la playa de Pobla de Farnals. Eran pósteres de Lou Reed lo que había clavados en las paredes de mi habitación. Escuchaba sus canciones e indagaba en sus letras como podía, yo solo, en mi cuarto, con la ayuda de un diccionario de inglés americano que me trajo mi padre de un viaje a Estados Unidos. Escuchaba a Reed con fervor y, a medida que su mundo me absorbía, fantaseaba con encontrármelo por Valencia, de incognito, como si hubiese decidido viajar hasta un sitio tan remoto sólo para darme la oportunidad de que me cruzase con él. Lou Reed fue el filtro que elegí para interpretar la realidad. Las primeras decepciones sentimentales. Los interrogantes del sexo. Los caprichos del alma humana. Lou Reed fue la puerta para cruzar al otro lado de la realidad. Si ingresaba allí, me decía mi instinto, podría empezar a ser yo mismo a pesar de todo. Cuarenta años después he publicado una novela que habla, entre otras cosas sobre eso. Si Lou Reed no hubiese existido, seguramente jamás la habría escrito. Si David Bowie no hubiese muerto, seguramente nunca la habría terminado.
El Saler es un buen sitio para muchas cosas, por eso lo elegí como escenario de ciertas escenas de la novela. Es un lugar perfecto para mirar, pensar, y no tener prisa para hacer nada. Es un sitio idóneo para perderse y olvidarse del resto del mundo, que acaba precisamente allí mismo. Un territorio impregnado por el sexo que se practica secretamente en sus bosques y dunas, un contrapunto de carnalidad en medio de la belleza mística del paisaje. El Saler también es un buen sitio para ser invisible y llorar. Para escribir. Para vivir lejos de todo, anotando cosas en una libreta que sabe más de mí que nadie en el mundo. Un remolino de silencio en el cual sumergirse para soñar con lo irreal, como cuando tenía quince años. Para escribir sobre una mañana de verano, cuando la niebla flota a ras del suelo. Y a medida que esta se disipa y el sol se va elevando sobre las copas de los pinos, ver a David Bowie, despertando aturdido de un letargo. Está torpemente atado al tronco de un pino, rodeado de otros árboles y plantas. No muy lejos, en una situación similar, está Lou Reed. Al despertar contempla la vegetación que le rodea mientras intenta recordar qué le ha ocurrido y se deshace de la cuerda flácida que apenas le mantienen sujeto al tronco. Hay un tercer hombre que abre los ojos después de haberlos tenido cerrados más tiempos del que puede calcular. Andy Warhol balbucea algo mientras se desprende de las inocentes ligaduras y comienza a caminar colocándose bien la peluca. Los tres saben algo que ningún ser vivo puede saber. Si me quedo quieto donde estoy, acabaremos encontrándonos y me lo contarán.