VALÈNCIA. El atardecer cae sobre el Puerto de València frente al Tinglado Número 5. Alrededor de 700 personas esperan sentadas frente a un escenario que se levanta frente al mar, justo detrás del edificio Insomnia. Son las 21.15 horas, y varias gaviotas sobrevuelan la multitud. Del primero al último, todos, tapan sus rostros con mascarillas en una situación que hasta hace unos meses habría resultado descabellada. Los asientos están organizados por colores, de manera que las salidas y las entradas sean escalonadas, para evitar los tumultos.
Poco después de que el sol se pierda, los focos del escenario se encienden. Uno de ellos apunta de pronto a un lateral de la explanada. De un momento a otro, un violín comienza a sonar. El público se gira hacia el foco, y de repente, desde detrás de un contenedor de cargas, aparece el violinista. Un tipo con una larga y oscura melena despeinada, barba igual de negra y desgreñada, pantalones bombachos y camiseta sin mangas, avanza lentamente hacia el escenario violín en mano. Lleva mascarilla, y entre su melena se puede apreciar que tiene los ojos cerrados, como si sintiera cada nota que extrae de su instrumento.
Se trata de Ara Malikian, el violinista reconocido internacionalmente como uno de los mejores del mundo. Nació en Armenia, pero pasó los primeros años de su vida en el Líbano. Su padre le incitó a tomar clases de violín desde muy pequeño, y él descubrió muy pronto su pasión por la música. Al estallar la Guerra Civil libanesa tenía tan solo 8 años. Hasta que cumplió 14 vivió en medio del conflicto, así que el joven violinista aprendió a cotidianizar el horror de una guerra. Al final su padre le consiguió una beca en un conservatorio alemán, y Ara se marchó, comenzando una carrera que le lanzaría hasta alturas totalmente insospechadas.
Malikian se detiene al pie del escenario y se hace el silencio. No se oye ni un solo murmullo. Da la impresión de que le gustaría introducirse entre la gente a golpe de violín, como suele hacer en sus conciertos. Sin embargo, las circunstancias son las que son, así que, durante un momento, se queda inmóvil. Desde arriba del escenario comienza a sonar un piano con fuerza. Golpeando sus teclas se encuentra el artista Iván “Melón” Lewis, el joven pianista cubano reconocido como uno de los más influyentes de su generación y nominado en varias ocasiones a los Latin Grammy.
De pronto Ara sube al escenario y, como si de un impulso natural se tratase, comienza a tocar su violín con una destreza y rapidez solo igualada por la precisión de su compañero Melón. Al público parece habérsele olvidado que lleva mascarillas, e incluso el personal de seguridad y los miembros del staff tienen la mirada clavada en el escenario. Una máquina de vapor lanza una humareda alrededor del violinista, que se mueve con vehemencia sobre la plataforma. Da un salto, una vuelta de campana, hinca una rodilla en el borde del escenario. Se vuelve a acercar al pianista, se inclina y, de pronto, se hace el silencio de nuevo. Al cabo de un par de segundos, el fervor de los aplausos inunda el lugar. Los dos artistas se levantan y, con el brazo, se apuntan el uno al otro en una muestra solícita del respeto que se tienen.
“Muchísimas gracias por estar aquí -dice Ara acercándose al público-. Sabemos que dada la situación, uno se lo piensa dos, tres o cuatro veces antes de acudir a un concierto. Os aseguramos que aquí se han tomado todas las medidas para que volváis sanos y salvos a vuestras casas”. Es el ciclo Nits del Carme, que por motivos de aforo tuvo que ser reubicado al Puerto de València. El artista se queda un momento en silencio y, con tono pausado, continúa: “Hay otro riesgo del que tenemos que estar pendientes. Hemos estado confinados muchos meses. Durante ese tiempo no hemos podido subirnos al escenario, así que, para compensar, vamos a tocar durante 18 horas y 33 minutos, hasta que nos cierren el chiringuito”. Algunas personas del público se ríen, y Ara, ahora sin bromear, añade: “Vamos a hacer un viaje musical por muchos estilos, épocas, países, y culturas. Empieza en el Líbano. Después del accidente que ha habido –apunta refiriéndose a la explosión del puerto de Beirut, que se llevó la vida de más de 180 personas hace dos semanas- me gustaría dedicarles este tema a todos los que lo están pasando mal allí”.
El público vuelve a aplaudir y Ara continúa. Con tono distendido, explica que la canción, Bourj Hammoud, hace referencia al barrio de Beirut donde pasó los primeros años de su vida. Al empezar a tocar casi se puede palpar el ambiente de aquel barrio, que, como explica el violinista previamente, era muy ruidoso, plagado de mercadillos y de gente gritando. La “orgía de sonidos”, como él mismo la define, evoca también al tráfico del barrio, donde cada bocina tenía un sonido distinto que ahora Malikian trata de reproducir. No puede evitar dar rienda suelta a la pasión que siente y se mueve por el escenario con total libertad, dando brincos, saltos de piernas abiertas, moviendo el culo adelante y atrás, sin dejar de tocar su violín ni una fracción de segundo.
Poco a poco, el sonido alegre del bullicio de Beirut va dejando paso a un violín igual de intenso pero al que la aflicción y la amargura van empapando lentamente. Aparece de pronto la otra cara de Ara Malikian, el artista desgarrado que expresa todo lo que siente a través de su violín, que vocifera a través de su instrumento. El nuevo sonido evoca al horror de la Guerra Civil libanesa, al hogar perdido, a la rabia hacia una situación profundamente injusta. Y de pronto, silencio. Aplausos.
La siguiente canción es Melodie de Orfeo et Euridice, de Christoph Willibald Gluck, uno de los grandes compositores alemanes del Clasicismo en la segunda mitad del siglo XVIII. Es una balada suave, pero no se puede decir que Ara esté más relajado, pues siempre que tiene el violín en la mano emana calma a raudales, por mucho que esté dando saltos o volteretas. La balada termina y el artista se inclina hacia el público en pose servicial. Al decir el compositor de la pieza olvida su nombre y una joven del público lo grita. Ara se ríe y pide un aplauso para la joven. “Lo siento, es que hoy en día nadie se llama Cristoph Willibald. Si se llamara Juan Franciso sería distinto”, bromea.
Ara, desde arriba del escenario, hace un interludio para contar una anécdota: “Cuando llegué a Alemania a los 15 años no conocía a nadie. Como tampoco hablaba alemán, pues directamente no hablaba. Era un tío bastante rarito, más incluso que ahora –el público ríe y Ara añade-: Sí, es posible”. El caso es que un día, en la pausa de un concierto, estaba con su estuche de violín. Una señora muy elegante se le acercó y le dijo algo que no entendió. “Decidí soltarle la única palabra en alemán que sabía: ‘sí’”. Al decir sí, la señora se puso muy contenta y le hizo otra pregunta. “Como el primer sí había colado, le solté otro, un poco más seguro de mí mismo”. La señora estaba muy feliz y llamó corriendo a una amiga suya que andaba por allí, igual de elegante. “La amiga me preguntó algo y respondí con un sí rotundo. Después de los tres síes, las señoras empezaron a llamar a más gente, y yo me puse a distribuir síes a todo el mundo. Pensé: «En el fondo Alemania mola, solo hay que decir sí a todo el mundo y las cosas fluyen»”. Cuando ya se iba, otro hombre fue a decirle algo a Ara, y esta vez en francés, le contó que las señoras le habían preguntado, primero, si era judío, segundo, si conocía la música judía, y tercero, si estaría dispuesto a ir a amenizar la boda de su hija judía la semana siguiente. Ara se quedó muy sorprendido con todo aquello, pero decidió ir. Una vez allí, después de la boda, un señor le dijo que su hijo se casaba la semana siguiente. “Como me pagaban bien, decidí amenizar también la boda de aquel señor. Al final acabé amenizando bodas judías durante cuatro años”, termina diciendo con su tono tranquilo, al tiempo que el público estalla en una sonora carcajada.
La historia que cuenta Ara viene al caso porque, de tantas bodas judías, llegó un punto en que acabó sintiéndose parte de la comunidad. La música le encantaba, y un día compuso una canción. “Le dije a toda aquella gente que la había compuesto en un pueblo judío al este de Rumanía. En realidad era al este de mi apartamento”, bromea. El tema, con influencias de la música tradicional judía, se llama Pisando flores, y lo cierto es que evoca precisamente a eso: a una boda judía, con el toque Malikian de saltar de la pulcritud a la intensidad más absoluta. El violinista se pasea por el escenario, se sienta junto a Melón. Se puede leer entre líneas la amistad que los une, sobretodo cuando Ara habla, que el pianista sonríe de oreja a oreja. Ara se agacha, se pone en cuclillas, salta, baila violín al hombro. Resulta increíble que se pueda tocar de manera tan impecable con tanto movimiento, en posturas tan imposibles. Pero así es. Parece que el arco del violín se vaya a partir en dos. La pieza termina y Melón y Ara se levantan, de nuevo apuntándose el uno al otro, en señal de reconocimiento. Aplausos.
La siguiente canción es Las milongas de Alfredo Ravioli. Sobre el escenario, con el sudor perlando su piel, Ara cuenta una anécdota del todo inverosímil. Cuando llegó a Alemania se encontró con violinistas muy jóvenes y talentosos. Todos tenían muy buenos violines, y cuando hablaban de eso, Ara intentaba permanecer callado. "No lo hacía porque mi violín era un truño", dice ante la repetida sorpresa por parte del público al ver que Ara, pese a su estatus internacional, sea tan natural e informal sobre el escenario. Un día, junto a los demás, un "repelente" compañero paró el ensayo y, en voz alta, delante de todos, le preguntó la marca de su violín. Ara se hizo el despistado, pero sus compañeros estaban esperando el nombre del luthiere, del constructor del violín. Se quedó pensativo y, sin demasiada seguridad, pensando en luthiers famosos como Stradivari, Guarneri o Amati, soltó: "Es un Ravioli. Un Ravioli de principios del XVIII". Uno de sus compañeros le respondió: «Anda ya, Ara. ¿Qué es, un ravioli al pesto?», a lo que él respondió: «No, no. Un Ravioli al... Alfredo. ¡Un Alfredo Ravioli! Uno de los más influyentes de la historia». No le creían del todo, así que Ara se inventó que solo hizo cinco violines y después se mudó a la Patagonia. "Yo no sé si me creyeron o no, pero como en aquella época no existía Wikipedia, no podían comprobar la autenticidad de mi historia. Cuando me preguntaban sobre Alfredo Ravioli me inventaba historias sobre él. Al fin y al cabo, era un señor super majo. Ayudaba a la gente, a los niños, a los pobres... Un día le compuse una canción. Me inspiré mucho en su época más romántica, cuando se marchó a la Patagonia y se dedicaba a bailar milongas: Las milongas de Alfredo Ravioli".
Termina de hablar, se posiciona de nuevo el violín sobre el hombro y ya desde el principio comienza a tocar con intensidad desmedida. Melón, desde el piano, le sigue al mismo ritmo. Ambos coordinados a la perfección. Ara salta, da vueltas, se arrodilla, mueve el culo adelante y atrás, y repite todo otra vez. Da la impresión de que las cuerdas vocales del artista sean las del propio violín. La intensidad del momento es tal que Melón se pone en pie. Ara se acerca a él. Termina la pieza. Aplausos. Y justo en ese preciso instante, una estrella fugaz atraviesa el cielo.
Unos segundos de silencio empapan el ambiente. Entre el público no se oye ni una palabra. Ara respira, se recoloca el violín y, con suma suavidad, empieza a interpretar Life on mars?, de David Bowie. Impresiona la capacidad que tiene para imitar con su violín una voz real. La canción estalla y Ara baja la intensidad. Camina despacio hacia Melón con el humo ondeando alrededor de él. La intensidad resurge y el violín estalla con el estribillo de la canción de Bowie. Termina y el público vuelve a estallar en un aplauso, cómo no, correspondido por violinista y pianista haciendo una reverencia.
La siguiente pieza lleva consigo otra historia. Ara, una vez recuperado el aliento, camina hasta el borde del escenario. “Voy a tocar un tema del mayor violinista de la historia: Niccolò Paganini. Fue un compositor que cambió la forma de hacer música con el violín. Incluso hizo que evolucionara la forma física del violín. Era muy aficionado a jugar en los casinos. En una ocasión, viajó para dar un concierto con una orquesta. Llegó un día antes del ensayo, así que se fue a un casino. En una tarde perdió todo lo que tenía. Al día siguiente se reunió con los músicos, pero ni siquiera tenía un violín que tocar. Uno de los miembros de la orquesta le ofreció el suyo y el aceptó. Paganini se dio cuenta de que el instrumento era malísimo y de que, además, el FA sostenido fallaba: sonaba como una campanita. Consciente de que no podía tocar aquel violín en un concierto, le dio la vuelta a la situación por completo. Por la noche compuso un tema nuevo donde sacó provecho de aquel FA sostenido. Cada vez que había que tocarlo, Paganini integraba su sonido, que era como el de una campanita, dentro de la propia música. Se llamó La Campanella”.
Termina de contar la historia y le acerca una campanita a Melón. Bromea diciendo que el pianista habría acompañado la pieza con un baile, pero que se ha dejado el tutú. Comienzan a tocar. El pianista golpea con fuerza el piano mientras Malikian se desliza con vigor sobre las cuerdas de su violín, y de vez en cuando deja de tocar para alcanzar la campanita y darle varios toques, que Ara acompaña con una pulsada sorda de alguna cuerda de su instrumento. Se pasan varios minutos yendo del violín a la cuerda sorda, del piano a la campanita. Finalmente, Melón toca un solo mientras Ara, apartado, escucha con los ojos cerrados mirando al cielo. La canción termina y el artista vuelve al centro del escenario.
El violinista vuelve a bromear. “Ahora queremos cantar otro tema contemporáneo. Es de la cantante islandesa Björk. Soy muy fan de ella desde sus inicios, y tuve la suerte de conocerla”. Ara cuenta que fue en los 90, el día que hizo su primer vuelo transatlántico. Su cuñado trabajaba en la compañía aérea en la que el violinista viajaba, así que le consiguió un asiento en clase business. En el avión, para su sorpresa, vio a Björk. Al despegar se acercó a hablar con ella, pero la cantante le ignoró. Ara quería llamar su atención, así que se puso a correr por el avión, a dar saltos y a hacer flexiones. “Seguía sin hacerme caso. Vi que pedía arenques para cenar, así que pedí lo mismo para llamar su atención. En aquel momento no sabía que todos los armenios eran alérgicos a los arenques –se ríe-. Me empecé a poner rojo y a sentirme ahogado”. Cuenta que antes de desmayarse Björk le miro, lo cual fue “algo irrepetible” en la vida de Ara. “Me dijo que me amaba, aunque hay gente malintencionada que piensa que ella se limitó a decir «¿Qué coño le pasa a este tío?». Fue una historia breve pero intensa”.
Dicho esto, Melón y Ara pasan de nuevo a la acción con el tema Bachelorette, de Björk. Si ya es un tema desgarrador de por sí, la intensidad que le aportan violín y piano unidos es formidable. Da la impresión de que Ara siente cada nota que toca en lo más hondo de sus entrañas. Se arrodilla de nuevo, se levanta, brinca, da un gran salto y abre las piernas aterrizando en el suelo justo cuando la melodía rompe. Da vueltas encima del escenario, sin soltar el arco de su violín, cuyas cuerdas parece que vayan a desprenderse. La canción termina con Ara chorreando sudor.
En la última parte del concierto Ara interpreta dos canciones que ha compuesto durante el confinamiento. En la primera Melón se excusa un momento y desaparece del escenario dejando solo al violinista. La pieza lleva por nombre El tango de las amígdalas. Cuenta que estaba frustrado porque le gusta mucho el tango pero “no existe ningún tango para violín”, así que decidió ser el primero en componer uno. Y si lleva este nombre es por el cariño que siente hacia sus amígdalas. No lo cuenta durante el concierto, pero lo cierto es que cuando Ara llego a Alemania con 14 años, hubo algunos problemas y quisieron devolverle al Líbano. Al no haber vuelos directos por la guerra, quisieron que volara a Chipre. Desde allí se negaron a ocuparse de él porque era menor, y entretanto alguien le dijo que si se operaba de las amígdalas podría retrasar su marcha. Ara no tenía ningún problema en las amígdalas, pero se las quitó igualmente si eso suponía poder quedarse en Alemania. Hasta ese punto llegaba su pasión por el violín. Ahora, décadas después, el artista utiliza este pretexto para poner nombre a su canción del confinamiento.
Y aunque pueda parecer una tontería de razón, la pieza evoca una profunda aflicción que mantiene al público inmutable. Se trata de la aflicción de la guerra, de la pérdida del hogar, del alejamiento de sus padres, del miedo a lo desconocido. Todo ello concentrado en ese pequeño detalle, las amígdalas, que le permitieron mantenerse en Alemania. La rapidez y pulcritud con las que toca en solitario son sorprendentes.
La canción termina y vuelve Melón para interpretar junto a Ara la última canción. “Antes de terminar quería decir una última cosa: sé que os habréis dado cuenta de que muchas de las historias que he contado hoy las he exagerado. No lo niego, pero os aseguro que solo he mentido una cosa, os lo diré ahora que estoy a tiempo: lo de tocar 18 horas y 33 minutos era mentira". Acto seguido, el violinista agradece el apoyo del público a la cultura. La última canción, también compuesta durante el confinamiento, es un homenaje a las personas ancianas que han fallecido por el virus. Se trata de Nana arrugada. Y antes de tocarla, el violinista lanza un último mensaje: “Cuidaros mucho y sed felices. Sabéis que si vosotros sois felices también lo serán quienes están a vuestro alrededor. Espero que pronto podamos volver a abrazarnos”.
Varios focos azules apuntan al pianista, que toca la introducción de la canción mientras Ara espera detrás, en la oscuridad. De pronto un foco le apunta a él directamente, y avanza hacia el centro del escenario con pasos seguros y tranquilos. Comienza a tocar su nana, con los ojos cerrados y la cabeza apuntando hacia el cielo. Lleva puesta la mascarilla, así que baja del escenario violín en mano y se pasea lentamente entre el público, con calma, extrayendo del violín su homenaje a los mayores. La canción empieza siendo muy triste, pero poco a poco sube el tono dejando un aire esperanzador a su paso. El concierto termina y se hace la oscuridad. El público estalla en un aplauso muy largo. Muchos se ponen en pie mientras Ara y Melón, cogidos por el hombro, se agachan haciendo una última reverencia. El mar ondea tras ellos mecido por la suave brisa nocturna.