“La belleza llama a la catástrofe del mismo modo que los campanarios atraen el rayo”
Simon Leys
VALÈNCIA. ¿Recuerdan que cuando el Guernica ocupó el Casón del Buen Retiro, recién llegado del MOMA de Nueva York en el año 198, debió colocarse un enorme vidrio anti balas para evitar actos vandálicos habida cuenta la temática del mismo?. Existía el temor de que alguien con ¿cuentas pendientes? con aquel cuadro fuera a aparecer por allí y saldarlas por la vía rápida, habida cuenta el mensaje que encierra la obra maestra picassiana y las suspicacias políticas, que por aquel entonces, podía levantar en algunos. El vidrio blindado se interpuso entre obra y el espectador durante 14 años hasta que, en 1995, con las aguas más calmadas y ya en el Centro Reina Sofía, fue retirado definitivamente. Hoy en día nos parece un tanto excesivo, pero en aquella España todo era posible. Muchas de las historias que encierran las obras maestras tienen que ver con los asaltos que han sufrido a lo largo de su vida: un guía turístico ante la Piedad de Miguel Ángel es inevitable que se refiera a aquel día del año 1972 en que un individuo, no muy en sus cabales, se lio a martillazos con ese el mármol de carrara maravillosamente tallado; frente a la Venus del Espejo el guía dirá lo propio de aquella sufragista que en 1914 la acuchilló en repetidas ocasiones, “He tratado de destruir la imagen de la mujer más bella en la historia mitológica como protesta contra el Gobierno de la destrucción de la señora Pankhurst, que es el personaje más bello de la historia moderna “, manifestó al salir de prisión. De igual forma y en más de una ocasión ha sucedido con La Ronda de Noche de Rembrandt, y no sólo las obras icónicas del arte antiguo, como excreciones de una “mentalidad decadente y por tanto a eliminar”, han sido objeto de los ataques: uno de los murales “Seagram” de Mark Rothko en la galería Tate Modern de Londres, fue atacado con pintura negra por un individuo.
El influjo del arte nos abruma, nos sobrecoge, sin embargo, a su vez, su permanencia entre nosotros, en el mundo de los vivos, a través de los siglos depende de su cuidado como si de una persona dependiente se tratara. De esta debilidad hay quienes toman nota, haciendo valer sus ideas (algunas loables, vaya paradoja), a través de la destrucción de aquel, su mutilación o escarnio público. Habría que pensar en las razones que provocan este furor destructivo. Quizás haya que buscarlas en que el arte ejerce todavía un enorme poder visual y mediático, y esperemos que nunca deje de hacerlo, añado. El día que suceda estaremos perdidos.
En los siglos XX y lo que llevamos de XXI, las artes y campos profesionales que trabajan con la imagen más importantes, véase el cine, la fotografía y en definitiva la publicidad y comunicación, todavía apuntan el objetivo de sus cámaras a las obras de arte, por la fuerza que estas dan al mensaje que se quiere transmitir: el tratamiento de las imágenes tan icónicas puede ser reinterpretado, modernizado pero la obra de arte no deja de reconocerse.
Si se ataca al arte es por su potente, magnético e inapelable mensaje de belleza, yo añadiría que desafiante hoy en día frente a la fealdad, y porque constituye la manifestación más genuinamente humana. En algunas ocasiones este artículo semanal ha servido para poner en evidencia situaciones poco deseables, desidia de la administración, intervenciones poco afortunadas sobre el patrimonio debidas a modas o tendencias de una época, pero en esta ocasión estamos en los territorios del dolo, del daño voluntario, en el mundo de lo absurdo, irracional, bárbaro, pueril.
Por extraño que parezca, quienes atacan deliberadamente, y de mil y una formas distintas, al arte no son individuos que desconocen el modo de detectar la belleza, mas todo lo contrario: saben dónde se halla esta y por ello no yerran el tiro. La cuestión es esa: detectar la belleza para lanzarse sobre ella. Cuando hay algo que nos domina por su esplendor, parece propio de nuestra especie que emerja una oscura necesidad de rebajar y mancillar degradar o simplemente mofarse de este. Simon Leys en su sensacional libro La felicidad de los pececillos (Ed. Acantilado) lo percibe, viendo en ello uno de los rasgos más desoladores de la especie humana.
Una cifra: eliminar las pintadas sobre el patrimonio le cuesta al ayuntamiento unos 20.000 euros al año. Dicho esto, las vejaciones que sufre nuestros bienes culturales van más allá de las salas de los museos o los templos. Aquí no importa tanto la relevancia de la obra. Es evidente que todos nos echamos las manos a la cabeza cuando vemos la destrucción de la ciudad histórica de Palmira en Siria, pero sólo tenemos que recorrer los centros históricos para apreciar que la insensibilidad campa a sus anchas. Esta misma semana pude ver dentro de la programación del Festival Cinema Jove una interesante película documental sobre el arte callejero de las dos últimas décadas y concretamente de ese gran artista que es Banksy. No me pareció acertado un comienzo en el que se confundían imágenes de actuaciones artísticas urbanas, con pintadas puras y duras en edificios y transporte público y monumentos: no creo que se trate de lo mismo, aunque el contexto y la filosofía que haya detrás tengan raíces comunes; de hecho, últimamente, se han empezado a detectar actos de vandalismo y de alteración sobre obras del mismo Banksy realizadas en diferentes ciudades inglesas.
Es un tanto desolador realizar una pequeña búsqueda por la prensa de los últimos años, puesto que es fácil hallar noticias que nos hablan de pintadas en los puentes históricos, en la Lonja en el año 2012, en la Basílica este mismo año, decapitaciones y mutilaciones de esculturas de jardines (aquí se lleva la palma el pobre Neptuno del jardín del Parterre, obra del escultor italiano del siglo XVII Ponzanelli, repetidamente mutilado).
Es imposible llevar a cabo un recorrido coherente por los lugares de València en que la pintada, que no el arte urbano, campa a sus anchas, prácticamente ocultando tras una maraña lo que se haya detrás de estas. Cuesta imaginar dónde llegaría la degradación si no hubiera un sistema de prevención y castigo más o menos eficaz. Las recetas mágicas no existen, aquí no puedo ser original: prevención y sobretodo educación. Pienso que, si hay sociedades en las que el respeto por el patrimonio, en definitiva por la ciudad, es algo superado hace décadas en la conciencia colectiva ciudadana, nosotros no podemos aspirar a menos.
Los Arcos de Alpuente es considerado Yacimiento Arqueológico y declarado Bien de Interés Cultural (BIC), en la categoría de Monumento