A cualquier anticuario o galerista que preguntemos le vendrán a la mente varias anécdotas o situaciones recurrentes relacionadas con los clientes. Algunas de ellas son hilarantes
VALENCIA. Esta semana me relataba un compañero esta anécdota que le sucedió en los años noventa, cuando todavía circulaban las pesetas: “¿Cuánto es el precio de esa cómoda?” preguntó el cliente. “Ochenta”, contestó el anticuario. “Me la quedo, mañana vengo y se la pago”. Al día siguiente apareció el comprador con un billete de cien pesetas. Me devuelve veinte entonces, ¿no?. El anticuario perplejo: “ochenta, señor, son ochenta mil”.
Esto de vender algo de tan difícil definición como el arte, o cosas del pasado, más o menos curiosas, genera toda clase de situaciones peculiares, incluso disparatadas. El anecdotario con los clientes da para un volumen del grosor de La Montaña Mágica.
Recurro a menudo a las novelescas peripecias de Joseph Duveen, el gran marchante inglés de principios del siglo XX, porque es una fuente inagotable de anécdotas. En este caso, la que sigue es claro ejemplo de que, muchas veces, las apariencias engañan. Que un insigne caballero sea el personaje más rico de los Estados Unidos no significa que se reúna en su persona el perfil propio de un cliente de obras de arte. Aunque fuera por una vez, cinco de los mejores comerciantes decidieron ir de la mano y prepararon una lista de los cien mejores cuadros del mercado, y ofrecérselos a Henry Ford, el magnate de
Es negar la evidencia que el ambiente de quietud que transmite una tienda de antigüedades o una galería de arte genera cierta barrera psicológica en los clientes o curiosos, que en un porcentaje nada desdeñable provoca una especie de temor reverencial: “¿se puede pasar? ¿me permite echar un vistazo?, Perdone que le moleste..., o al marcharse disculpe las molestias, ya no le molesto más”.
Es cierto que cuando quien acude por primera vez, coge la costumbre, el temor se torna familiaridad y la galería se convierte un apacible lugar de conversación. Es como pasar de un extremo directamente a otro. El eterno indeciso es ese cliente que por primera vez entra con sigilo y a la quinta es ya un amigo de la casa. El problema es que a la quinta todavía no se ha decidido. Vive en el mundo de la duda. El cuadro esta medido por todos los lugares posibles, analizado del derecho y del revés. El lugar donde debe ir en la casa y está reservado cogiendo polvo. El precio discutido, hasta el último euro… pero falta decidirse. Un mundo. Y entonces es cuando sucede la fatalidad: el eterno indeciso se levanta una mañana y decide ir raudo a por el cuadro de sus sueños: ha tomado la decisión. Ya es suyo lo que siempre lo fue. El paso es ágil, su rostro sonriente. Al llegar, el mazazo: el cuadro se vendió la semana pasada. Un teutón se decidió en un espacio de tiempo que va entre el segundo uno y el diez. La cara de nuestro amigo indeciso amigo es un poema.
Al contrario está el coleccionista acumulador desmesurado. En décadas pasadas hubo algunos ejemplos en nuestra ciudad que van desapareciendo poco a poco. Conozco uno, todavía en activo, que ocupaba la primera fila en las ferias antes de que se procediera al corte de la cinta, el día de la inauguración. Algunos estaban movidos por un hambre irracional que les llevaba a acumular cerámica antigua en cajas que acababan depositadas debajo de la cama por falta de espacio. Otros, como por ejemplo el coleccionista Martínez Guerricabeitia se vieron en la necesidad de adquirir una vivienda contigua para almacenar apiladas cientos de obras en habitaciones que, como relataba su hijo recientemente, era impractibable entrar en ellas sin subirse literalmente encima de los cuadros.
Y es que se podría editar una recopilación a modo de las guías ornitológicas que describen los “tipos”, especies y subespecies de clientes: el olvidadizo (cliente que paga una señal por una pieza y que aparece un año después a pagar el resto y recogerla) con la subespecie del misteriosamente desaparecido (el que paga una parte o incluso la pieza entera y