Woody Allen: Cuando la risa se convierte en mueca
El director americano estrena ‘Irrational Man’, una nueva incursión en su género cinematográfico favorito: el drama
VALENCIA. Es científicamente probable que Woody Allen no viva para siempre. Hasta entonces, de momento, el director de Delitos y faltas, Hanna y sus hermanas, La rosa púrpura del Cairo, Maridos y mujeres o Match Point, ha decidido difuminar la genialidad de las citadas películas -y otras tantas- para hacernos partícipes de una manía terrible. Esa pataleta, propia de cualquiera de los papeles que ha escrito para sí mismo a lo largo de su vida (aunque algo más grandilocuente), está dejando en lo que va de siglo una serie de cosechas agrias a base de largometrajes que, como Café Society, navegan hacia la nada. Hacia la nada, pero remando fuerte.
El espectador, cualquier espectador, sabe que va a ver a Allen y eso ha pasado a significar, de alguna forma, que ha aprendido a perdonarle lo imperdonable. Cómo podríamos perdonarle la nulidad química que ha logrado filmar en esa pareja protagonista de su recién estrenada película. La frialdad, la distancia, la extrañeza que se desarrolla entre Kristen Stewart y Jesse Eisenberg es memorable en el peor de sus sentidos. Cómo podríamos pasar por alto que el guión apenas nos levante media sonrisa y que toda la belleza del film haya acabado recayendo en la dirección de fotografía de Vitorio Storaro. Cómo podríamos aceptar la ausencia de pena y de gloria que es Café Society como entretenimiento o como reflexión.
La peor de las fortunas para Allen es haberse encontrado ahora con un público agradecido, encantado de volver a dar un paseo en barca sobre una balsas de vagas ideas, a media sonrisa. Son esos nuevos espectadores de Allen, los más experimentados en él, que han aprendido a defender ideas como la elegancia, la antiestridencia, la suavidad y, en definitiva, sin ánimo de redundar, el nadismo que ya parece propio del mismísimo guionista de Zelig. Después de todo, acudir a los estrenos de Allen se ha convertido en algo así como aceptar la vejez. La propia y la extraña.
La película, que también logra que Steve Carell (un actor capacitado para todo) no acomode a su personaje o que saca tan poco petróleo de una figura tan cinematográfica como la del productor Phil Stern, socaban en la decepción. El guión no es que carezca del colmillos; es que aprieta al espectador contra su asiento con la fuerza de una nube de algodón. Y vuelven los clichés judíos o italoamericanos, tan tópicos como sería deseable, pero como gags descartados y sueltos de anteriores películas. Nada.
Sin embargo, que la película se fundamente en refritos de otras ideas, de anteriores historias, no justifica ni es un problema natural para que hubiera llegado al espectador como un reencuentro con Allen. Es la frustración del mismo por tratar de encontrar alguna idea de fuerza, algo más audaz en su visión acomplejada y enrarecida del mundo, pero no está. Ya no está. Y no se sabe si en este caso, en esas producciones que se suceden junto a su equipo de manera machacona, habrá influido la creación de su primera y última serie de televisión. Crisis en seis escenas, con Allen como protagonista y Miley Cyrus en el reparto, llegará este otoño a los espectadores a través de Amazon, el gigante tecnológico que también ha participado dinerariamente de Café Society, de su promoción y de su escalonado lanzamiento.
Sólo resta destacar que en la película el neoyorkino más adorable de la historia del cine vuelve a vampirizar a dos actores jóvenes. Es exactamente igual que en otras tantas ocasiones (la próxima dupla, por cierto, le toca por turno y gracia a Justin Timberlake y Kate Winslet). En este caso Stewart, más dotada actoralmente que lo poco que concede en el film, sale tan mal parada como un Eisenberg sonrojante en su opción por imitar a Allen, si bien es cierto que su papel habla del neoyorkino y hasta su voz en off nos recuerda que lo que vemos son contrarreflejos de él mismo. A Eisenberg, desde luego, cabe pasarle por alto este rol protagonista en su carrera.
Stewart es la joven mujer protagonista que, no se sorprendan, es amante del todopoderoso y muchos años mayor Stern (Carell). En mitad del divorcio en duda aparece el jovenzano Bobby para ver, con los ojos de un judío de los yankees el Hollywood de las oportunidades. El cromatismo a distintos niveles de texto de las dos costas de Estados Unidos es lo más nutritivo, aunque se queda en auténtico wannabe. Y no hay género que la describa, más allá del tono propio y la fórmula con la que Allen lleva años haciendo películas como rosquillas.
El vestuario, el diseño de la producción, la ya citada fotografía no pueden hacer olvidar que hubo un día en que ir a ver a Woody Allen era ir a someterse a una sorpresa constante, a una carcajada capaz de desencajar la mandíbula o a un drama -su género predilecto- en el que ahondar sobre uno mismo, en el que asomarse a los demás con un amargo trago impuesto.
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